LOS OBISPOS ESPAÑOLES Y LA INFALIBILIDAD PAPAL EN EL CONCILIO VATICANO (1869-1870)

 



    LOS OBISPOS ESPAÑOLES EN EL CONCILIO VATICANO (1869-1870)

Por IJCIS


España, que ya en el primer Concilio Ecuménico (Nicea, 325) cooperó en tan alto grado, por medio del gran Osio, a salvar el dogma medular de la divinidad de Jesucristo; y que en la Asamblea Tridentina —la más importante de la Iglesia— logró una preponderancia tal, según propios y extraños, que contribuyó más que nación alguna a formular las verdades dogmáticas y a informar las disposiciones disciplinarias del verdadero espíritu de la reforma católica... España dio en el Concilio Vaticano I (1870) el ejemplo único y magnífico de todo su Episcopado (con el de Hispanoamérica) y de todo su clero defendiendo con ardor la Infalibilidad Pontificia, que dio el golpe de gracia a la tendencia galicana, reforzó la unidad católica y avivó tan consoladoramente la devoción al Papa.




1. UNA OMISION INCOMPRENSIBLE

Tal es la de la "Historia de la Iglesia Católica", de la B. A. C., que en todo el capítulo dedicado al Concilio no cita para nada a los españoles, con una desinformación e injusticia manifiestas. Se contenta (y eso en la segunda edición) con anteponer un parrafito, como de compromiso, en que se dice que fue notable su actuación; pero esa actuación no aparece luego por ninguna parte.


No nos detendremos en accidentes y detalles. Pero, ¿quién duda que la cuestión batallona del Vaticano I, eje a cuyo alrededor gira todo lo demás y por lo que principalmente ha pasado a la Historia, fue la definición dogmática de la Infalibilidad Pontificia?


Pues bien, todo el Episcopado español, con su clero, seguido por el hispanoamericano, desde el principio, sin vacilar y como un solo hombre, defendió con elocuencia, sólida ciencia teológica y apostólica valentía, esta verdad trascendental.


Nuestros Obispos eran, en conjunto, insignes, como formados en la escuela de San Antonio María Claret. A él se debió más que a nadie aquel episcopado excelente que supo afrontar con admirable sabiduría y entereza los embates de la revolución septembrina. Distinguiéronse especialmente: Lluch, de Salamanca; Monescillo, de Jaén; García Gil, de Zaragoza; Montserrat, de Barcelona; Caixal, de Urgel; Martínez, de La Habana...


Un testigo tan imparcial y desapasionado como el santo autor del “Diario del Concilio Vaticano I”, León Dehón, no duda en afirmar que estos Padres eran “verdaderos teólogos, que el episcopado español sobrepujaba a todos los demás”.


Ahora bien, ¿qué pensar de una “Historia” (y escrita por españoles) que no sólo no pone de relieve tan consoladora y positiva realidad, sino que la ignora en absoluto? Por lo visto, era más trascendental y constructivo entretenerse con el irenismo oportunista de Dupanloup, las belicosas diatribas de Dollinger, las intemperancias de Strossmayer o los apasionados y parciales artículos de “Correspondance” y “Allgemeine Zeitung”.


Creíamos que «la Historia no se escribe para gente frívola y casquivana»...





2. CIENCIA Y SANTIDAD: PAYÁ Y CLARET

Dos Padres españoles llamaron la atención principalmente en el primer Concilio Vaticano: el Obispo de Cuenca, Miguel Payá y Rico, y el eximio Arzobispo y Fundador, San Antonio María Claret, «el Santo del Concilio Vaticano I».


Monseñor Payá fue una figura señera en aquella Asamblea memorable. Tres fueron sus intervenciones. La más sonada y eficaz es la del 1 de julio de 1870, en la LXXX Congregación General. Véase, entre tantos, un testimonio extranjero, el del periodista francés de “L'Univers”: «Todo el honor de la sesión fue para monseñor Paya, Obispo de Cuenca, el cual consiguió durante cinco cuartos de hora, y a pesar de la extrema fatiga de los Padres, tener pendiente de sus labios al augusto auditorio. Hablando el latín con una facilidad y elocuencia admirables, refutó con una ciencia teológica profunda, que arrebataba la atención, los argumentos de todo género invocados hasta ahora, con una definición clara y completa del dogma de la infalibilidad. Al bajar de la tribuna se desbordó el entusiasmo, recibiendo abrazos de muchos Obispos, que al salir comentaban que el Prelado español había agotado la materia y había hecho trizas el galicanismo; proclamándole héroe del Concilio. El Maestro de Cámara de Su Santidad le llegó a decir: "Vos sois el Crisóstomo del Concilio Vaticano».


Fue tal la convicción que llevó al ánimo de los Padres, que más de sesenta creyeron ya innecesario hacer uso de la palabra que se les había concedido. ¿Nada más? S.S. Pío IX lo abrazó y ensalzó con efusiva gratitud en la sesión última y definitiva del 18 de julio.




San Antonio María Claret era el jefe espiritual indiscutible de nuestros beneméritos Prelados. Muchos de ellos habían sido propuestos por él para la mitra; algunos se dirigían con él, y todos le veneraban como a santo, veneración que le profesaban todos los Padres del Concilio.


No vamos a tratar de su callada labor por los seminarios y la formación sacerdotal, por el catecismo único y por el dogma de la Asunción de María. Hemos de ceñirnos a la infalibilidad del Romano Pontífice.


Ya el 28 de enero había firmado, juntamente con otros 399 Obispos, la ardiente súplica de la definición, como «ineluctablemente necesaria desde todo punto de vista». Pero su día —y uno de los más grandes de la Ecuménica Asamblea— fue el 31 de mayo. Expuestas y solucionadas todas las objeciones, el Cardenal Moreno, Arzobispo de Valladolid —y con él todos los españoles e hispanoamericanos—, afirmó, categórico, que ni uno solo vacilaría en su voto favorable. Es el momento en que habla el P. Claret.


Sus palabras breves, claras, precisas, de una impresionante libertad evangélica de corte paulino, que desenmascaraban ciertas actitudes en que había más de prudencia mundana que de espíritu de Dios, eran el testimonio de un mártir de Cristo, que ya había derramado su sangre por el Maestro y ansiaba verterla toda por la infalibilidad de su Vicario. Como algunos de los venerables Padres de Nicea, ostentaba en su rostro y su brazo las heridas recibidas en odio a la Iglesia. Y, cual otro Pablo, dijo a la sobrecogida Asamblea: «Traigo las cicatrices de Nuestro Señor Jesucristo en mi cuerpo». «Verdaderamente, exclamó el Secretario Conciliar, es un Confesor de la Fe».


«Mis palabras —escribe el mismo Santo— causaron gran impresión, como las de todos los españoles, e hicieron prorrumpir al gran convertido inglés Cardenal Manning: «Los Obispos españoles se puede decir que son la guardia imperial del Papa».



3. RECAPITULANDO

Concilio de Nicea (325).—Nuestro Osio salva del incendio arriano la primera página del último Evangelio, consagra el término consustancial (que no han sabido traducir los modernos liturgistas), con que cierra el paso a toda evasiva semiarriana y asienta la roca inconmovible en que se afirma la Iglesia: la divinidad de Jesucristo.


Concilio de Florencia (1439).Juan de Torquemada, el mejor teólogo de su siglo, contribuye como el que más a la reconciliación solemne y oficial de Constantinopla con Roma, con la definición y aceptación, por las dos Iglesias, del primado pontificio y de su magisterio universal.


Concilio de Trento (1545-63).—Es considerado por todos como el más notable de la Historia. El protestante Ranke escribe: «Con rejuvenecida fuerza se presentaba ahora el catolicismo». El católico Pastor añade: «Echó los cimientos de una verdadera reforma y estableció de un modo comprensivo y sistemático la doctrina católica». El “New York Times” decía, al terminar el Vaticano I, que era el más importante después del de Trento. No son citas sospechosas para nuestro cipayos progresistas, que son ya más anti-tridentinos que los mismos agnósticos y protestantes. Y bien, no vamos a repetir con Menéndez y Pelayo, que tan mala o ninguna prensa tiene hoy en España, que el de Trento fue tan español como ecuménico. Preferimos el testimonio del francés Cardenal de Lorena, el cual escribía al Papa que debía tenerse gran cuenta con los Obispos españoles, «ya que, hablando en verdad, son personas de mucho valer, y en ellos solos, y en algún italiano, aparece más doctrina que en todos los demás».


Concilio Vaticano (1870).Con su masiva adhesión a la Infalibilidad Pontificia contribuyen, sin fisuras, a la proclamación de este dogma nuclear, que torna tan difíciles y casi imposibles cualesquiera veleidades cismáticas o separatistas, según afirma el mismo "Cardenal" Alfrink. (…)


Fuente: Revista ¿QUÉ PASA? núm 150, 11-Dic-1966





Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos (2 de noviembre)

 



Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos


"No queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en Él" (1 Tes. 4, 13). Este era el deseo del Apóstol al escribir a los primeros cristianos; la Iglesia comparte este mismo deseo.


En efecto, la verdad sobre los difuntos no pone solo en admirable luz el acuerdo de la justicia y de la bondad en Dios: los corazones más duros no resisten a la misericordia caritativa que esa verdad infunde, a la vez que procura los más dulces consuelos al luto de los que lloran.


Si nos enseña la fe que hay un purgatorio, donde las faltas no expiadas pueden retener a los que nos fueron queridos, también es de fe que podemos ayudarlos, y es teológicamente cierto que su liberación más o menos pronta está en nuestras manos. Recordemos algunos principios que pueden ilustrar esta doctrina.



El fundamento teológico de las indulgencias

Todo pecado causa en el pecador doble estrago: mancha su alma y le hace merecedor del castigo. El pecado venial causa simplemente un desplacer a Dios y su expiación solo dura algún tiempo; mas el pecado mortal es una mancha que llega hasta deformar al culpable y hacerle objeto de abominación ante Dios; su sanción, por consiguiente, no puede consistir más que en el destierro eterno, a no ser que el hombre consiga en esta vida la revocación de la sentencia.


Pero, aun en este caso, borrándose la culpa mortal y quedando revocada por tanto la sentencia de condenación, el pecador convertido no se ve libre de toda deuda; aunque a veces puede ocurrir; como sucede comúnmente en el bautismo o en el martirio, que un desbordamiento extraordinario de la gracia sobre el hijo pródigo logre hacer desaparecer en el abismo del olvido divino hasta el último vestigio y las más diminutas reliquias del pecado, lo normal es que en esta vida o en la otra exija la justicia satisfacción por cualquier falta.


Todo acto sobrenatural de virtud, por contraposición al pecado, implica doble utilidad para el justo; con él merece el alma un nuevo grado de gracia y satisface por la pena debida a las faltas pasadas conforme a la justa equivalencia que según Dios corresponde al trabajo, a la privación, a la prueba aceptada, al padecimiento voluntario de uno de los miembros de su Hijo carísimo.


Ahora bien, como el mérito no se cede y es algo personal de quien lo adquiere, así, por lo contrario, la satisfacción, como valor de cambio, se presta a las transacciones espirituales; Dios tiene a bien aceptarla como pago parcial o saldo de cuenta a favor de otro, sea el receptor de este mundo o del otro, con la sola condición de que pertenezca por la gracia al Cuerpo Místico del Señor que es Uno en la caridad. Es la consecuencia del misterio de la Comunión de los Santos, que en estos días se nos manifiesta.



La práctica de la Iglesia

Sabido es cómo secunda la Iglesia en este punto la buena voluntad de sus hijos. Por medio de la práctica de las Indulgencias, pone a disposición de su caridad el tesoro inagotable donde se juntan sucesivamente las satisfacciones abundantísimas de los Santos con las de los Mártires, y también con las de Nuestra Señora y con el cúmulo infinito debido a los padecimientos de Cristo.


Casi siempre ve bien y permite que la remisión de la pena, que ella directamente concede a los vivos, se aplique por modo de sufragio a los difuntos, los cuales ya no dependen de su jurisdicción. Quiere esto decir que cada uno de los fieles puede ofrecer por otro a Dios, que lo acepta, el sufragio o ayuda de sus propias satisfacciones, del modo que acabamos de ver. La indulgencia que se cede a los difuntos no pierde nada de la certeza o del valor que tendría para nosotros los que pertenecemos todavía a la Iglesia militante. Ahora bien, las Indulgencias se nos ofrecen en mil formas y en mil ocasiones.


Sepamos utilizar nuestros tesoros y practiquemos la misericordia con las pobres almas que padecen en el purgatorio. ¿Puede existir miseria más digna de compasión que la suya? Tan punzante es, que no hay desgracia en esta vida que se la pueda comparar. Y la sufren tan noblemente, que ninguna queja turba el silencio de "aquel río de fuego que en su curso imperceptible las arrastra poco a poco al océano del paraíso".


Para ellas, el cielo es inalcanzable; porque ya no pueden obtenerlo con sus méritos. Dios mismo, buenísimo pero también justísimo, se ha obligado a no concederlas su liberación si no pagan completamente la deuda que llevaron consigo al salir de este mundo de prueba. Es posible que esa deuda la contrajesen por nuestra culpa o con nuestra cooperación; y por eso se vuelven a nosotros, que continuamos soñando en placeres mientras ellas se abrasan, cuando tan fácil nos es abreviar sus tormentos.


Como si el purgatorio viese rebosar más que nunca sus cárceles con la afluencia de multitudes que allí lanza todos los días la mundanalidad del siglo presente y acaso debido también a la proximidad de la cuenta corriente final y universal que dará término al tiempo, al Espíritu Santo ya no le basta sostener el celo de las cofradías antiguas consagradas en la Iglesia al servicio de los difuntos; suscita la Iglesia nuevas asociaciones y hasta familias religiosas, cuyo fin exclusivo es promover por todos los medios la liberación o el alivio de las almas del purgatorio.



Las Misas del 2 de noviembre

Si los sufragios de un simple fiel tienen tanto valor, ¡cuánto más tendrán los de toda la Iglesia en la solemnidad de la oración pública y en la oblación del augusto Sacrificio en que Dios mismo satisface a Dios por todas las faltas! La Iglesia, desde su origen, siempre rezó por los difuntos.


Al seguir la Iglesia desde un principio el mismo proceso respecto a la memoria de los bienaventurados y la de las almas del purgatorio era de prever que la institución de la fiesta de Todos los Santos reclamaría muy pronto la actual Conmemoración de los fieles difuntos.


Según nos dice la Crónica de Sigeberto de Gemblaux, el abad de Cluny, San Odilón, la instituía en 998 en todos los monasterios que de él dependían, para celebrarla perpetuamente al día siguiente de Todos los Santos. El mundo aplaudió el decreto de San Odilón. Roma le hizo suyo y se convirtió en ley de toda la Iglesia latina.


Fuente: Dom Guéranger, L’année liturgique