LA FIESTA DE CRISTO REY, DESPRECIADA POR LA GRAN RAMERA SURGIDA TRAS EL CONCILIÁBULO VATICANO 2

 


LA FIESTA DE CRISTO REY, DESPRECIADA POR LA GRAN RAMERA SURGIDA TRAS EL CONCILIÁBULO VATICANO 2


El culto a Cristo Rey ya se menoscababa tras el Vaticano 2 incluso en homilías e instrucciones pastorales: aquí se denuncia una de ella.


Revista ¿QUÉ PASA? núm 150, 11-Dic-1966

A PROPÓSITO DE CRISTO REY

Nos chocó muchísimo que el día de Cristo Rey (1966), en la salutación antes de la Misa, se nos pusiera en guardia por los monitores contra el peligro que corremos cuando, «queriendo volver a tiempos pasados, pretendemos un reinado de Cristo totalmente externo, que domine a todos los hombres, que todas las instituciones humanas estén sometidas a la Iglesia».

(Hemos verificado que todo esto está tomado de «Laus», del que ya se ha dicho por voz autorizada que no está en buenas manos.)


¡Por amor de Dios!, ¿cómo se permiten tales desvaríos? ¿Cuándo se ha pretendido que el de Cristo fuera un reinado totalmente externo? ¿Y no queremos también hoy que domine a todos los hombres? ¿Y cómo se concretará ese reino y se logrará ese dominio, sin que todas las instituciones humanas estén de algún modo sometidas a la influencia de la Iglesia? Si la Iglesia es la prolongación de Jesucristo, más aún, su Cuerpo Místico, ¿cómo puede reinar Cristo en el mundo, si este mundo no reconoce, no se somete al magisterio y dirección de la Iglesia?

Sería difícil dar una orientación más desorientadora sobre el espíritu de la festividad.


Claro está que cuando se empieza con la preocupación de advertirnos que «fácilmente se puede prestar la fiesta de hoy para una exaltación triunfalista del reino de Cristo», ya se explica todo.


Y se explica, en primer lugar, que para que tengamos una idea clara, se nos den dos párrafos de la Constitución conciliar sobre la Iglesia, que no tenían por qué tratar expresamente del asunto, y se soslaye la encíclica «Quas primas», que lo trata de propósito y con toda amplitud —para no hablar de la liturgia del día—.


Mas, en fin, como aun a estos que se dicen liturgistas, algo se les pega del espíritu de la liturgia, hasta de la más constantiniana y triunfalista, incomprensiblemente, contradictoriamente, nos hacen pedir después: que todos los hombres entren a formar parte del reino de Cristo; que, a través de los miembros de su Iglesia, ilumine más y más con su luz toda la sociedad humana; que los laicos hagan presente a la Iglesia en todos los ambientes; que los gobernantes den sentido cristiano a la construcción de la ciudad terrena y, sobre todo, «por la Iglesia santa, para que sea el verdadero Reino de Dios prometido».


¡Loado sea Dios!... Que estos nuevos liturgistas y pastoralistas todavía hablan y escriben en católico —al fin tienen una primera formación cristiana y española—, cuando no dejan congelarse sus espíritus con el helado viento laicista de Centro Europa, ni envolverse sus mentes en las oscuras nieblas, hiperbóreas...


Pero es harto lamentable que, de entrada, así se confunda a la litúrgica asamblea; se predique, no la palabra de Cristo, sino la de sus enemigos y desertores; se insinúe un vil ataque a la iglesia de «tiempos pasados», lo cual ya es de rúbrica en los progresistas y se pretenda trazar un auténtico anti-programa cristiano.


¿Que no? Lean ustedes los textos del Misal y del Breviario, especialmente el himno bellísimo de Vísperas; repasen, no ya la «Quas Primas», de S.S. Pío XI, sino la «Ubi arcano», del mismo Pontífice, o la «Annum sacrum», de S.S. León XIII, y la «Summi Pontificatus», de S.S. Pío XII.., y verán que en nada exageramos.


Es bien sabido que en la mente de S.S. Pío XI y S.S. Pío XII la festividad de Cristo Rey se establece, sobre todo, como «remedio eficacísimo a la peste que infesta a la humana sociedad..., el llamado laicismo, con sus errores y sus impíos incentivos»; como «advertencia para las naciones, de que el deber de venerar públicamente a Cristo y de prestarle obediencia se refiere no sólo a los particulares, sino también a todos los magistrados y a los gobernantes» (Quas primas).


Pero hay un pasaje de S.S. Pío XII que resume muy bien todo esto, y contesta con diecinueve años de antelación a estos predicadores laicistas. El Pastor Angélico, que ya en la consagración de doce Obispos misioneros (1939) llamó «una y mil veces dichosas a las naciones donde las leyes se dan inspiradas en el Evangelio y en las que se reconoce públicamente la majestad de Cristo Rey», les dice “A los grupos italianos del Renacimiento Cristiano”, el 22 de enero de 1947:


«Cuanto más las potencias tenebrosas hacen sentir su presión, cuanto más se esfuerzan por desterrar a la Iglesia y a la religión del mundo y de la vida, tanto es más necesaria por parte de la Iglesia y a la religión del mundo y de la vida, tanto es más necesaria por parte de la Iglesia misma una acción tenaz y perseverante para reconquistar y someter todos los campos de la vida humana al suavísimo imperio de Jesucristo, a fin de que su espíritu aliente allí más ampliamente, su ley reine con más soberanía y su amor triunfe más victoriosamente. He aquí lo que se ha de entender por Reino de Cristo. Este oficio de la Iglesia es en verdad arduo. Pero son desertores inconscientes o engañados los que, siguiendo un supernaturalismo mal entendido, quisieran reducir a la Iglesia al campo puramente religioso, como ellos dicen, mientras que así no hacen más que hacer el juego a sus enemigos».


Mas..., ¿cómo se compagina todo eso con lo que nos dicen los nuevos "doctores", esos que sólo (y solos) se mueven en la “línea conciliar”? De ningún modo.


Más aún, ¿cómo se concilia con algunas frases de la Declaración sobre la libertad religiosa? De ningún modo..., si no tenemos en cuenta la seria admonición del mismo documento, a cuya luz éste se debe interpretar: «El santo Concilio deja integra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo». (*) (…)

S. I. C.


(*) Famoso párrafo “engañabobos” del cap I de la Dignitatis Humanae, sistemáticamente (e inútilmente) voceada por los valedores de las virtudes del Vaticano II, a sabiendas de que tal alegación no servía para nada.





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