Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA
(Sacado de Instrucciones morales sobre la Doctrina Cristiana, por Ildefonso de Bressanvido O.F.M., tomo cuarto, Paris, 1853).
XV. Pero, diréis, ¿no hay remedios para este mal que era tan poco conocido para nosotros? Sí, hermanos míos; aplicaos para recordarlos. El primer remedio será el desacato a la propiedad de este mundo. ¿Quieres saber, dice el Papa San Gregorio, de dónde viene que estemos sujetos a la envidia? Es que siendo finitas y limitadas las cosas de este mundo, cuanto más numerosos son los que las poseen, más pequeña es la parte que corresponde a cada uno. Entonces, si queremos estar libres de la envidia, desapeguémonos, dice el Santo, de estos bienes terrenales, aspiremos a los bienes eternos y celestiales, y a la gloria del paraíso. Estos bienes y esta felicidad son de tal naturaleza que cada uno de los Bienaventurados los poseerá íntegramente, sin disminución y sin compartirlos, durante la eternidad. Todos los santos en el cielo abundan de alegría y gozo, y la felicidad de algunos, lejos de restar una parte sólo aumenta la de las demás. ¡Que todos nuestros pensamientos y deseos sean sin cesar dirigidos a esta feliz estancia!
XVI. La segunda forma de resistir a la envidia es animarnos de santa caridad los unos hacia los otros. Somos todos, como habéis oído, miembros de Jesucristo; todos somos sus hermanos, todos somos con Él los herederos del reino celestial: debemos, por tanto, como nos recomienda el Apóstol, alegrarnos con los que se alegran y llorar con los que lloran. Debemos tener para con el prójimo esta misma caridad, esta misma compasión que los miembros de nuestro cuerpo tienen entre sí unos con otros. Cuando una espina se hunde en el pie, dice San Agustín, inmediatamente el ojo nota el lugar y se lo indica a la mano, que arranca esta espina, detiene la sangre y cura la herida. Actuemos igual con nuestro prójimo. En una palabra, dejemos que reine entre nosotros la caridad más sincera, y desterraremos la envidia de nuestro corazón.
XVII. El tercer y último remedio, que incluye todos los demás, será eliminar por completo las dos fuentes funestas de la envidia, que son la soberbia y el amor propio. Entremos en sentimientos bajos de nosotros mismos, y concibamos la máxima estima por los demás. Regocijémonos en todos los bienes y todas las ventajas que a Dios le plazca conceder a nuestro prójimo. Alegrémonos de sus méritos, de su gloria, de sus virtudes, como de nuestro propio bien. Si de vez en cuando nos asalta la envidia, seamos lo suficientemente generosos para pedir a Dios que se digne colmar a nuestro prójimo. de todo tipo de felicidad y prosperidad, y veremos a este monstruo caer a nuestros pies. Y Vos, Señor, digna ayudarnos con vuestra gracia a destruir en nosotros toda autoestima ; inspíranos esa santa caridad que siempre nos mantenga unidos a nuestros hermanos en esta vida, para que podamos disfruta de vuestra gloria en el cielo para siempre.
FIN
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