Domingo de la Santísima Trinidad

 



Domingo de la Santísima Trinidad



"¡Oh Dios Padre no engendrado, oh Hijo Único, oh Espíritu Santo Consolador, santa e indivisible Trinidad! Con todo el corazón y boca te confesamos, te alabamos y bendecimos; gloria a ti por todos los siglos."




SÍNTESIS HISTÓRICA DE ESTA FIESTA

La idea nació primero en algunas de esas almas piadosas y amantes de la soledad, que reciben de lo alto el presentimiento de las cosas que el Espíritu Santo ha de obrar más tarde en la Iglesia. En el s. VIII, el sabio monje Alcuino, lleno del espíritu de la Liturgia, creyó llegado el momento de componer una Misa votiva en honor del misterio de la Santísima Trinidad. Y hasta parece haber sido animado a ello por el apóstol de Alemania, San Bonifacio. Esta Misa era solo una ayuda a la piedad privada, y nada hacía prever la institución de la fiesta que un día había de establecerse. Pero la devoción a esta Misa se extendió poco a poco, y la vemos introducida en Alemania por el Concilio de Seligenstadt en 1022.


Pero ya por esa época una fiesta propiamente dicha de la Santísima Trinidad había sido inaugurada en una iglesia de Bélgica. Esteban, Obispo de Lieja, instituyó solemnemente la fiesta de la Santísima Trinidad en su Iglesia el 920, y mandó componer un oficio completo en honor del misterio. No existía aún la disposición del derecho común, que ahora reserva a la Sede apostólica la institución de las nuevas fiestas, y Riquier, sucesor de Esteban en la silla de Lieja, mantuvo la determinación de su predecesor.


Se extendió poco a poco, y la Orden monástica, al parecer, la acogió favorablemente; porque vemos, desde los primeros años del s. XI, que Bernón, abad de Reichenau, se ocupaba de su propagación. En Cluny se estableció la fiesta muy pronto durante este mismo siglo, como se ve por el Ordinario del Monasterio, redactado en 1091, donde se halla mencionada como que estaba instituida desde hacía mucho tiempo.


En el Pontificado de S.S. Alejandro II (1061- 1073), la Iglesia Romana, que, a menudo, ha dado fuerza de ley a los usos de Iglesias particulares, adoptándolos, se vio precisada a dar un juicio acerca de esta nueva fiesta. El Pontífice, en una de sus Decretales, constatando que la fiesta estaba ya extendida por muchos lugares, declara que la Iglesia Romana no la ha aceptado, por la razón de que la adorable Trinidad es, sin cesar, invocada todos los días por la repetición de estas palabras: Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto, y en otras muchas fórmulas de alabanza.


Sin embargo de eso, la fiesta continuaba extendiéndose, como atestigua el Micrologio; y en la primera mitad del s. XII, el Abad Ruperto proclama la conveniencia de esta institución expresándose respecto de ella como lo haríamos hoy: "Después de celebrar la solemnidad de la venida del Espíritu Santo, cantamos la gloria de la Santísima Trinidad en el Oficio del Domingo siguiente; esta disposición es muy oportuna, porque después de la venida de este Espíritu divino, comenzaron la predicación y la creencia, y, en el bautismo, la fe y la confesión del nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo'".


En Inglaterra la institución de la fiesta de la Santísima Trinidad tuvo por autor principal al Mártir Santo Tomás de Cantorbery; en 1162 instituyóla en su Iglesia, en memoria de su consagración episcopal que tuvo lugar el primer domingo después de Pentecostés. En Francia encontramos en 1260 un Concilio de Arlés, presidido por el Arzobispo Florentino, que, en su canon sexto, proclama solemnemente la fiesta añadiendo el privilegio de una octava. Desde 1230, la Orden Cistercíense, extendida por Europa entera, la instituyó para todas sus casas; y Durando de Mende, en su Rational, da pie para concluir que la mayor parte de las Iglesias latinas, en el curso del s. XIII, gozaban ya de la celebración de esta fiesta. Entre estas Iglesias se encontraban algunas que la colocaban, no en el primero, sino en el último domingo después de Pentecostés; y otras que la celebraban dos veces: primero, a la cabeza de los domingos que siguen a la solemnidad de Pentecostés, y después en el domingo que precede inmediatamente al Adviento. Tal era en particular el uso de las Iglesias de Narbona, de Mans y de Auxerre.


Desde entonces se podía prever que la Silla Apostólica acabaría por sancionar una institución que la cristiandad anhelaba ver establecida en todas partes. S.S. Juan XXII, que ocupó la cátedra de San Pedro hasta 1334, consumó la obra por un decreto en el que la Iglesia Romana aceptaba la fiesta de la Santísima Trinidad y la extendía a todas las Iglesias.


Si buscamos ahora el motivo que tuvo la Iglesia, dirigida en todo por el Espíritu Santo, al asignar un día especial en el año para rendir homenaje solemne a la Trinidad, cuando todas nuestras adoraciones, todas nuestras acciones de gracias, todos nuestros votos, en todo tiempo suben a ella, lo hallaremos en la modificación que se introducía entonces en el calendario litúrgico. Hasta el año 1000, las fiestas de los santos universalmente honrados eran raras. Desde esta época son más numerosas y habría que prever el que se multiplicarían cada vez más. Vendría un tiempo, y duraría siglos, en que el Oficio del Domingo, que está especialmente consagrado a la Santísima Trinidad, cedería frecuentemente el lugar al de los Santos que lleva consigo el curso del año. Era necesario, para legitimar de algún modo el culto de los siervos en el día consagrado a la suma Majestad, que por lo menos una vez al año, el domingo ofreciese la expresión plena y directa de esta religión profunda que el culto de la Santa Iglesia profesa al supremo Señor que se ha dignado revelarse a los hombres en su Unidad inefable y en su eterna Trinidad.


                                                         



LA ESENCIA DE LA FE

La esencia de la fe cristiana consiste en el conocimiento y adoración de Dios uno en tres personas. De este misterio salen los otros; y, si nuestra fe se nutre de él como de su alimento supremo, aguardando a que su visión eterna nos eleve a una felicidad sin fin, es por haberse complacido el Señor en manifestarse tal cual es, a nuestra humilde inteligencia, quedando en su "luz inaccesible"[2]. La razón humana puede llegar a conocer la existencia de Dios como creador de todos los seres, puede tener una idea de sus perfecciones contemplando sus obras; pero la noción del ser íntimo de Dios no puede llegar hasta nosotros, sino por la revelación que se ha dignado hacernos.


Ahora bien, queriendo el Señor manifestarnos misericordiosamente su esencia, a fin de unirnos a El más estrechamente y prepararnos de alguna manera a la visión que debe darnos de El mismo cara a cara en la eternidad, nos ha conducido sucesivamente de claridad en claridad, hasta que seamos suficientemente iluminados para que reconozcamos y adoremos la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad. Durante los siglos que preceden a la encarnación del Verbo eterno, Dios parece preocupado sobre todo de inculcar a los hombres la idea de su unidad, porque el politeísmo iba siendo el mayor mal del género humano, y la noción misma de la causa espiritual y única de todas las cosas se hubiera apagado sobre la tierra, si la bondad soberana no hubiese mirado constantemente por su conservación.



EL HIJO REVELA AL PADRE

Era preciso que la plenitud de los tiempos llegara; entonces Dios enviaría a este mundo a su Hijo único, engendrado de El eternamente. Realizó este designio de su munificencia, "y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros"[3]. Al ver su gloria, que es la del Hijo único del Padre[4], sabemos que en Dios hay Padre e Hijo. La misión del Hijo sobre la tierra, como nos reveló El mismo, nos enseña que Dios es Padre eternamente; porque todo lo que hay en Dios, es eterno. Sin esta revelación, que anticipa en nosotros la luz que esperamos después de esta vida, nuestro conocimiento de Dios quedaría muy imperfecto. Convenía que hubiera relación entre la luz de la fe y la de la visión que nos está reservada, y no bastaba al hombre saber que Dios es uno.


Ahora conocemos al Padre, del cual, como dice el Apóstol, dimana toda paternidad, aun sobre la tierra[5]. El Padre no es sólo para nosotros un poder creador que produce seres fuera de Sí; nuestros ojos, guiados por la fe, penetran hasta el seno de la esencia divina, y allí contemplamos al Padre engendrando un Hijo semejante a Él. Pero, para enseñárnoslo, el Hijo bajó a nosotros. Lo dijo expresamente: “Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien al Hijo plugo revelarlo”[6]. ¡Gloria, pues, al Hijo que se dignó manifestarnos al Padre, y gloria al Padre que el Hijo nos ha revelado!


De este modo, la ciencia íntima de Dios nos ha venido por el Hijo, que el Padre, en su amor, nos ha dado[7]; y a fin de elevar nuestros pensamientos hasta su naturaleza divina, este Hijo de Dios que se revistió de nuestra naturaleza humana en su Encarnación, nos enseñó que El y su Padre son uno[8], que son una misma esencia en la distinción de las personas. Uno engendra, el otro es engendrado; el uno se dice poder, el otro, sabiduría, inteligencia. El poder no puede existir sin inteligencia, ni la inteligencia sin poder, en el ser soberanamente perfecto; pero uno y otro requieren un tercer término.



                                          



EL PADRE Y EL HIJO ENVÍAN AL ESPÍRITU SANTO

El Hijo, enviado por el Padre, subió a los cielos con su naturaleza humana que unió a sí por toda la eternidad. Y ahora el Padre y el Hijo envían a los hombres el Espíritu que procede de uno y otro. Por este nuevo don, el hombre llega a conocer que en Dios hay tres personas. El Espíritu, lazo eterno de las dos primeras, es la voluntad, el amor, en la esencia divina. En Dios está, pues, la plenitud del ser sin principio, sin sucesión, sin aumento, porque nada le falta. En estos tres términos eternos de su sustancia increada, Él es acto puro e infinito.



LA LITURGIA, ALABANZA DE LA TRINIDAD

La sagrada Liturgia, que tiene por objeto la glorificación de Dios y la conmemoración de sus obras, sigue cada año las fases de estas manifestaciones, en las que el sumo Señor se declaró por entero a los simples mortales. Bajo los sombríos colores del Adviento, atravesamos un período de espera durante el cual, el refulgente triángulo dejaba apenas penetrar algunos rayos a través de la nube. El mundo imploraba un libertador, un Mesías, y el propio Hijo de Dios debía ser el libertador, el Mesías. Para que comprendiésemos por completo los oráculos que nos le anunciaban, era necesario que El viniese. Un párvulo nos ha nacido[9], y tenemos ya la llave de las profecías. Adorando al Hijo, adoramos también al Padre que nos le enviaba en la carne y con quien era consustancial. Este Verbo de Vida, a quien hemos visto, a quien hemos escuchado, a quien nuestras manos[10] han tocado en la humanidad que se dignó tomar, nos convenció que es verdaderamente una persona, que es distinta del Padre, puesto que el uno envía y el otro es enviado. En esta segunda persona divina, encontramos al mediador que unió la creación a su Autor, al redentor de nuestros pecados, a la luz de nuestras almas, al Esposo a quien aspiran.


Al acabarse la serie de los misterios que le son propios, celebramos la venida del Espíritu Santificador, anunciando como quien debía venir para perfeccionar la obra del Hijo de Dios. Le hemos adorado y reconocido como distinto del Padre y del Hijo, que nos lo enviaban con la misión de permanecer con nosotros[11]. Se ha manifestado en las operaciones divinas que le son propias; porque son el objeto de su venida. Es el alma de la Iglesia, a quien conserva en la verdad que el Hijo la enseñó. Es el principio de la santificación de nuestras almas, donde quiere hacer su morada. En una palabra, el misterio de la Santísima Trinidad ha llegado a ser para nosotros—hijos adoptivos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, movidos y habitados por el Espíritu Santo—no sólo un dogma dado a conocer a nuestra inteligencia por la revelación, sino una verdad conocida prácticamente por nosotros, gracias a la generosidad inaudita de las tres divinas personas.



                                              


EVANGELIO

Continuación del Santo Evangelio según S. Mateo. (XXVIII, 18-20).

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo: enseñándolas a observar todo cuanto os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación del mundo.




LA FE EN LA TRINIDAD

El misterio de la Santísima Trinidad, manifestado por la misión del Hijo de Dios a este mundo y por la promesa del advenimiento próximo del Espíritu Santo, se intima a los hombres por estas solemnes palabras que Jesús pronunció antes de subir al cielo. Dijo: "El que creyere y se bautizare, será salvo"[12], pero añade que el bautismo será administrado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es preciso que en adelante el hombre confiese no sólo la unidad de Dios, abjurando el politeísmo, sino que adore a la Trinidad de personas en la unidad de la esencia. El gran secreto del cielo es una verdad divulgada ahora por toda la tierra.



ACCIÓN DE GRACIAS

Pero si confesamos humildemente a Dios conocido tal cual es en sí, debemos también rendir homenaje con eterno reconocimiento a la gloriosa Trinidad. No sólo se dignó imprimir sus rasgos divinos en nuestra alma, haciéndola a su semejanza; sino que, en el orden sobrenatural, se apoderó de nuestro ser y lo elevó a una grandeza inconmensurable: El Padre nos adoptó en su Hijo encarnado; el Verbo ilumina nuestra inteligencia con su luz; el Espíritu Santo nos escogió para morada suya: es lo que indica la forma del bautismo. Por estas palabras pronunciadas sobre nosotros con la infusión del agua, toda la Trinidad tomó posesión de su creatura. Recordamos esta maravilla cada vez que invocamos a las tres divinas personas al hacer sobre nosotros la señal de la cruz. 


Cuando nuestros despojos mortales sean llevados a la casa de Dios para recibir allí las últimas bendiciones y el adiós de la Iglesia de la tierra, el sacerdote pedirá al Señor que no entre en juicio con su siervo; y para atraer sobre este cristiano, entrado ya en su eternidad, las miradas de la misericordia divina, recordará al supremo Juez que este miembro de la raza humana "estuvo marcado durante su vida con el sello de la Santísima Trinidad." Veneremos en nosotros esta augusta imagen; que será eterna. La misma reprobación no la borrará. Sea ella nuestra esperanza, nuestro mejor título, y vivamos para gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.



                                                      



[2] I Timoteo VI, 16.

[3] San Juan I, 14.

[4] Ibíd.

[5] Efesios III, 15.

[6] San Mateo XI, 27.

[7] San Juan III, 16.

[8] Ibíd., XVII, 22.

[9] Isaías IX, 6.

[10] San Juan I, 1.

[11] San Juan XIV, 16.

[12] San Marcos XVI, 17.


Fuente: GUERANGER, Dom Prospero (1954). El Año Litúrgico. Burgos, España. Editorial Aldecoa.

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