I. EL PORQUÉ DE LA FIDELIDAD
DIOS, LAS ALMAS Y NUESTRA FIDELIDAD A LA GRACIA
Por los textos citados en la Introducción, habrá sido fácil hacerse
idea de la importancia primordial de la fidelidad a la gracia.
Múltiples razones vienen a fundamentar las palabras de los Maestros
espirituales. Empecemos mirando en primer lugar desde el lado de Dios.
Lo que es, lo que ha hecho por nosotros, cuán pocos, aun entre sus fieles, le aseguran su fidelidad ¿no son ya tres motivos que debieran inclinarnos a un servicio respetuosamente atento, a una abnegación sin lagunas y sin flojedad?
* * *
Ya hemos reflexionado acerca de lo que Dios es. Los hebreos se
hacían tal idea de su grandeza que habían vacilado en darle un nombre.
Dios era el inefable, la grandeza por excelencia, Aquel cuya excelencia
soberana no puede traducirse.
El pueblo cristiano se ha atrevido a nombrar a Dios, pero la Iglesia ha censurado siempre a los que pronunciaban inconsideradamente su nombre. Los santos lo profieren con inmenso respeto.
Cada vez que San Ignacio de Loyola nombra a Dios en los Ejercicios
lo llama «Dios Nuestro Señor», como si lo que más le impresionase en Dios, fuera su infinita Majestad, el derecho que tiene a ser honrado, amado y servido plenamente.
¡Ah! Pero es que siendo el Altísimo todo lo que El es ¿podría probarse nuestra fidelidad en su servicio con una fidelidad medida con cuentagotas, con una fidelidad fastidiosa, o realizada a intervalos, con una fidelidad inferior? El que tiene derecho a todo ¿no recibirá de nosotros más que nada o casi nada? Si hay algo en nosotros que marque para siempre nuestra pequeñez ¿no será precisamente esta ineptitud que poseemos la mayor parte para cuidarnos de la grandeza de Dios? ¿Quién piensa, al orar, en la majestad soberana de Aquel a quien ora? Al ver el descuido en la actitud, la ausencia de recogimiento, la triste rutina, sin esfuerzo para situar a Dios en la verdad de su ser y por tanto del respeto que le corresponde, se observa el enorme olvido de las distancias. Y lo que decimos de nuestra oración, puede decirse igualmente de nuestro modo de servir; tratamos a Dios evidentemente como si fuese un cualquiera y para quien fuera suficiente una fidelidad anémica y sin vigor.
Pero no solamente es Dios todo lo que es. ¿Qué no ha hecho Dios por nosotros? Motivo de inteligencia, sí; pero aún más motivo de reconocimiento.
¿Es nada, para Dios, habernos llamado al ser? Hubiese podido guardarnos indefinidamente en la nada. Habiéndonos dado el ser, nos ha llamado a una vida divina. Habiéndonos creado, nada le obligaba a divinizarnos. Habiéndonos divinizado, ha querido re-divinizarnos ¡cuando habíamos perdido, por la desobediencia original, todos nuestros privilegios sobrenaturales! Habiéndonos otorgado lo sobrenatural la primera vez, hubiese podido, ante nuestra indelicadeza y nuestra poca diligencia, renunciar a sus proyectos de divinización de la humanidad.
¿Es nada, para Dios, cuando la primera divinización no le había costado nada — un soplo de su boca, dixit et facta sunt—, haber querido re-divinizarnos a costa de un último suspiro, de la venida y la muerte del Verbo que se hizo carne y subió a la cruz? ¿Es nada, de parte de Nuestro Señor, haber fundado la Iglesia con sus sacramentos, su ley santa, su autoridad preservadora y sus ejemplos santificantes para ayudarnos de todas las maneras a guardar nuestra vida divina, a intensificarla en todo lo posible? ¿Es nada, de parte de Nuestro Señor, habernos incorporado a su persona, haber querido que seamos prolongación suya, portio Christi? Y todo eso ¿para que seamos cristianos vulgares, servidores con rebaja?
Todo lo que El es. Todo lo que da. ¿Habrá que añadir: lo poco que recibe?
En efecto, ¿cómo viven la mayor parte de los cristianos? ¿Acaso dan testimonio ante el mundo, por una práctica asidua, de lo que es la religión del Salvador Jesús? Y los que no comparten su creencia, ¿son atraídos al Evangelio, al observar su vida, seducidos por la hermosura conquistadora de su ejemplo?
Evidentemente, existen cristianos modelos. Pero hay que confesar que son muy pocos. No deja de ser verdad lo que dice uno de nuestros contemporáneos: «La mayor objeción al cristianismo son los mismos cristianos. Los cristianos son un escándalo para los hombres que quieren volver a la fe cristiana... En los siglos pasados, se juzgaba ante todo la fe cristiana por su eterna verdad, por su doctrina y sus mandamientos. Pero el hombre y lo humano absorben demasiado a nuestro siglo. Los malos cristianos disfrazan el cristianismo. Sus malas acciones, su deformación de la fe, sus excesos cautivan más que el propio cristianismo, aparecen más que la gran verdad cristiana. Un gran número, en nuestra época, comienzan a juzgar la fe cristiana por sus adeptos, que son con demasiada frecuencia, exteriores y degenerados. El cristianismo es la religión de la libertad, pero se le juzga por las violencias que los cristianos han cometido en la historia. Los cristianos comprometen su fe y son un lazo para los débiles... Por la indignidad de los cristianos, se ha olvidado a Cristo, se ha cesado de verle». Berdiaeff concluye que «deben venir los tiempos en que los cristianos cesen de ser un obstáculo en el camino de salvación» (7).
¡Oh, sí! Que vengan esos tiempos, que se apresuren. Se comprende que los infieles sirvan mal, es su oficio. Pero que los fieles se decidan ¡por fin! a merecer el nombre que llevan. Habría que dudarlo un poco, al menos viendo a algunos que se llaman fieles.
Al principio del cristianismo, no había, salvo excepciones, cristianos dedicados especialmente a la vida religiosa. Evidentemente eran conocidas las palabras de Nuestro Señor al joven rico: «Si quieres ser perfecto, vende tus bienes, etc...», pero se estimaba que las exigencias del bautismo obligaban a cada bautizado a la perfección del Evangelio, según su gracia personal y su estado de vida. Por añadidura, cada fiel estaba expuesto al martirio y quería estar dispuesto, si Dios le pedía el supremo sacrificio; esta situación de alerta le ayudaba singularmente a mantenerse en continua generosidad (8).
Hasta más tarde no se inició la partida al desierto y la vida monástica. Aumentando el número de los discípulos de Cristo y habiendo cesado las persecuciones, se debilitó el tono evangélico del cristianismo en la masa; entonces los fieles animados por el deseo de vivir más íntegramente su fe, abandonaron el mundo.
¿No es triste ver en la actualidad, después de tantos siglos de cristianismo, un número relativamente considerable de fieles que se contentan con una fidelidad irrisoria? Y sin embargo, además de las exigencias del bautismo que siguen siendo las mismas que en los primeros siglos cristianos, la miseria misma de la época en que vivimos reclamaría almas fuertemente sólidas, generosidad sin desfallecimiento, fidelidad de la mejor ley. Nadie ha dicho que se haya cerrado la era de los mártires. Y además, de todos modos, la era de la valentía y de la santidad está siempre en sazón.
¿Cuál es la medida de nuestra fidelidad, de la fidelidad de los que
juzgamos poco fervorosos a nuestros hermanos, de la fidelidad de los
mejores? —pues supongo que no serán cristianos de segunda línea los que
leerán este libro—. ¿No es verdad que el Señor se ha quejado siempre más de la fidelidad demasiado infiel de los que se llaman sus amigos? Los verdugos, los fariseos, el procurador ambicioso... esos no comprenden, no aman, se les perdona. Pero ¿y Judas el apóstol? ¿Y Pedro el apóstol? ¿Y los doce? Y, a lo largo de los siglos, tantos escogidos llamados a la delicadeza del amor, prometidos a la generosidad, colmados de gracias y tan flojos, al menos en algunos momentos, tan insignificantes los que se habían comprometido a ser «insignes».
El cardenal Manning anotaba en su Diario, sin excluir ni aun a los comprometidos en el sacerdocio: «No respondemos más que a una veintena de las gracias que nos llegan por centenares; o bien no contamos más que una veintena y no respondemos más que a una».
Aun cuando uno se haya entregado a Dios, prometiendo tender a la perfección en la vida religiosa ¡cuánta merma a veces!
En un retiro predicado, hace algunos años, a religiosos de su Orden, les decía un piadoso Dominico, que un alma que había alcanzado altísimos estados de unión, había oído a Nuestro Señor quejársele y decirle: «¡Ah! Si de cada cien sacerdotes, uno sólo se diera por completo a Mí; si de cada treinta religiosos uno sólo se diera por completo a mi servicio, ¡cuánto bien haría Yo en el mundo»! (9).
Dejamos a ese predicador la responsabilidad de su afirmación y la
justa apreciación de sus fuentes. Pero si la frase es cierta ¡cómo nos lleva a
la reflexión! ¡De cada treinta, uno, de cada cien, uno! Y parece decir el
Señor que no los consigue.
«Busqué consoladores y no los encontré, o los que encontré me ayudaron tan poco, me desconcertaron tan dolorosamente... ¿Tú, al menos?» (10).
Pues bien, sí ¿yo? ¿Necesitaré otras razones? ¿Cuándo comprenderemos? ¿Cuándo comprenderé que es hora? Demasiado he tardado.
Continuará...
* * *
7 Nicolás BERDIAEFF, De la dignité du Christianisme et de l’indignité des
chrétiens, ed. «Je sers», 1931, págs. 10-11. Véase también, págs. 41-46. Ya se sabe
que el autor es un ruso no católico, sino cismático.
8 Véase FESTUGIE, O. P., «L’enfant d'Agrigente», pág. 134, colec. «Chrètienté», ed.
du Cerf.
9 Vie interieure de Fr. Maríe-Raphaël Meysson, por el P. Pie BERNARD, cap. V. Se
encontrarán ecos de quejas parecidas en el volumen Cum clamore valido, publicado
bajo la dirección de los PP. Lebreton y Monier-Vinard. Se trata de confidencias
hechas por N. S. a una religiosa muy probada y muy fiel en su prueba.
10 El cardenal Suhard, en 1944, bendijo una oración para ofrecerse a N. S. para ser
su consolador o consoladora. ¿Cómo? Problema de fidelidad, de fidelidad por amor.
Véase El alma consoladora del Corazón de Jesús, P. NONELL, S. E. I. R. Barcelona
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