El Papa es el guardián del dogma y la moral; es el
depositario de los principios que forman una familia honesta, grandes naciones,
almas santas; es consejero de príncipes y pueblos; es la cabeza bajo la que
nadie se siente tiranizado, porque representa a Dios mismo; es el padre por
excelencia que en sí mismo reúne todo lo que puede ser de amor, ternura, divinidad.
Parece increíble, y es doloroso, que haya sacerdotes a los que se les deba hacer esta recomendación, pero lamentablemente nos encontramos en nuestros días en esta dura e infeliz condición de tener que decir a los sacerdotes: ¡amad al Papa!
¿Y cómo lo amarán al Papa? Sine verbo neque lingua,
sed opera et veritate. Cuando amas a una persona, intentas conformarte en todo
con sus pensamientos, realizar sus deseos, interpretar sus deseos. Y si nuestro
Señor Jesucristo dijo de sí mismo: si quis diligit me, sermonem meum servabit,
entonces para mostrar nuestro amor al Papa es necesario
obedecerle.
Por tanto, cuando se ama al Papa, no se discute sobre
qué dispone o exige, ni hasta dónde debe llegar la obediencia, y en qué cosas
hay que obedecer; cuando se ama al Papa, no se dice que no habló con la
claridad suficiente, como si se viera obligado a repetir al oído de todos lo
que muchas veces expresó claramente su voluntad no sólo verbalmente, sino con
cartas y otros documentos públicos; sus órdenes no son cuestionadas, citando el
fácil pretexto de quienes no quieren obedecer, que no es el Papa quien manda,
sino quienes lo rodean; el campo en el que puede y debe ejercer su autoridad no
está limitado; la autoridad del Papa no precede a la autoridad de
otras personas; sin embargo, hay “sabios” que no están de acuerdo con el Papa,
pero si son “sabios” no son santos, porque quien es santo no puede estar en
desacuerdo con el Papa.
DISCURSO DEL SANTO PADRE PIO X A LOS SACERDOTES DE LA UNIÓN APOSTÓLICA CON MOTIVO DEL QUINCUAGÉSIMO ANIVERSARIO DE LA FUNDACIÓN. Lunes 18 de noviembre de 1912
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