LA GRAN APOSTASÍA BÍBLICA DEL CONCILIÁBULO VATICANO 2 (La convocatoria del Vaticano 2 por el falso profeta Roncalli, alias "Juan 23", parte 2)

 



Trataremos a continuación acerca de la insólita convocatoria del conciliábulo, el cual fue inspirado al falso profeta Roncalli por el maligno espíritu de Satanás y sus secuaces. Para ello, nos ayudaremos del testimonio privilegiado de Franco Bellegrandi, ex camarlengo de honor del Vaticano y corresponsal del periódico vaticano L'Osservatore Romano, en su reveladora obra Nikita Roncalli, que nos servirá para ver cómo actuaba el “buen papa Juan”, ese supremo desgraciado que usurpó la Sede de Pedro y a quien el mundo anticatólico admiraba y alababa de un modo idolátrico y enfermizo. Leamos, pues, las impactantes revelaciones de Bellegrandi, porque verdaderamente no tienen desperdicio:


“Anoche tuve un sueño: una voz me instaba a convocar un gran Consejo. Un Concilio universal de la Iglesia. Un Concilio Ecuménico. Y haré este Concilio…” Así, una mañana, Juan XXIII se dirigió a su secretario de Estado, el cardenal Domenico Tardini, al entrar en el estudio del “Papa”, con su maletín de documentos confidenciales bajo el brazo. El prelado se detuvo un momento, sobresaltado. Y él mismo, como confesó a sus colaboradores más cercanos, creyó por un momento que Roncalli, como era su costumbre, sólo estaba bromeando. Pero casi de inmediato resultó obvio que esto no era motivo de risa. El “Papa” hablaba en serio y el cardenal no tenía dudas de que algo en la cabeza de Juan XXIII no funcionaba correctamente. Que se había vuelto "temporalmente loco", como comentaría algunos días después.



Con el relato de su pequeña aventura onírica, hablando con sencillez, Angelo Giuseppe Roncalli informa a sus colaboradores más cercanos sobre su decisión de convocar el Vaticano II. Naturalmente, para los pocos ignorantes que entran y salen de la habitación del “Papa”, la sorpresa es indescriptible. Los demás, los que están al tanto, no pestañean. Más bien, dan al anuncio el significado de una inspiración divina. La verdadera bomba estallará en el anuncio oficial, en la Basílica de San Pablo Extramuros. Para la mayor parte del Colegio Cardenalicio, lejos de ser consultado, como lo exige la regla, se ha mantenido en la oscuridad. Y así, el “Papa”, de una sola vez, da la noticia a periodistas, cardenales y pueblo, colocando al mismo nivel a príncipes de la Iglesia, periodistas, burgueses y plebeyos. Es el “culmen” de la estrategia roncalliana: poner de relieve la inevitabilidad de los hechos consumados. Esta vez, las víctimas son la Iglesia, sus millones de fieles y sus dos mil años de historia. Apenas los solemnes automóviles negros de los cardenales habían abandonado la basílica de San Pablo y conducido a los cardenales más eminentes de vuelta a la tranquilidad de sus aposentos, cuando los teléfonos se pusieron al rojo vivo. El desconcierto y la consternación, la amargura y los acentos de indignación impotente recorrieron las líneas en las primeras horas de la noche romana. Pero esa obediencia que impone a los cardenales, en la grandeza de su púrpura, inclinarse ante el trono del Papa electo -una escena tan fascinante, la del Colegio Cardenalicio, con los hábitos caudados escarlata, boca abajo, la frente en el suelo, a los pies del Papa, que recordaré por siempre- silencia inflexiblemente a los electores del Papa y les impide expresar cualquier emoción.

 





El mundo, desde la mañana del día siguiente, comienza a asimilar la idea del Concilio. Esa palabra, en los años venideros, será la más inflada en la política interior y exterior de todos los países del mundo. Será la justificación y legalización de todos los errores, especulaciones, disputas, bajezas y alborotos, de las sorprendentes y bien calculadas presunciones humanas que estallarán, a partir de ese momento, en el seno de la Iglesia.



Mientras en el Vaticano Juan XXIII inicia con avidez los trabajos preparatorios, en el resto del mundo, y, sobre todo, en algunos países del norte de Europa, se afilan las armas que en Roma brillarán bajo los techos dorados de una Basílica de San Pedro reducida a Sala Conciliar, para acuchillar con aptitud mortífera el organismo de una Iglesia que se quiere liquidar a toda costa, en nombre de los ideales ecuménicos que han de engendrar una “iglesia” diversa, en la que la mística y la espiritualidad deben dar paso a una visión sociológica y antropológica del cristianismo.



El “Papa” se muestra sereno, de buen humor y, sobre todo, decidido. En estos meses de preparación del Concilio Ecuménico Vaticano II, Roncalli está en su mejor momento. El camino está despejado. En la Iglesia, ahora puede hacer lo que quiera. Los subversivos y los progresistas lo adoran. Los conservadores lo desprecian. Su manera de abordar cuestiones centenarias con la facilidad de los ingenuos resulta infinitamente irritante para algunos.



Roncalli, ahora, tiene cada vez menos tiempo para sus pequeñas escapadas fuera del Vaticano. Trabaja con ahínco en la organización de su Concilio, bajo la creciente presión de los más poderosos focos anticristianos y antitradicionalistas del mundo. Ha iniciado la obra para la que, años antes, había sido seleccionado entre muchos, seguida mes tras mes y llevada adelante, directa e indirectamente, con infinita atención y paciencia, hasta el día del Cónclave, cuando el pequeño baldaquino de su sede, en la Capilla Sixtina, quedó para coronar con augusta sombra papal su formidable cabeza. Su compromiso se ha multiplicado por el creciente aliento que le llega a diario de los cristianos no católicos, aunque sus instituciones oficiales, al anunciarse el carácter ecuménico de la gran asamblea eclesial, adoptan al principio una actitud de espera, aunque en general favorable.







El Consejo Mundial de las Iglesias protestantes, en la reunión de agosto de 1959 en Rodas, había determinado que “…Los dirigentes del movimiento ecuménico no podían permanecer indiferentes ante un acontecimiento (el Concilio) que no podía dejar de tener repercusiones en las relaciones entre las Iglesias”.



Naturalmente, en esa conferencia no se expresarían plenamente sus opiniones. Querían ver primero cuál sería el desarrollo concreto del ecumenismo en las primeras fases del Concilio. Pero, desde luego, los acontecimientos no los sorprendieron desprevenidos. Y trabajaron con inteligencia para poner el programa ecuménico del Vaticano II en buenas manos, en las del "cardenal" Agostino Bea (nombre derivado del otro, semita, Behar), que se presenta puntualmente para proponer a Juan XXIII la creación de un organismo especial, en el seno del Concilio, encargado de la cuestión de la reunificación de los cristianos separados. Roncalli, que parece que lo esperaba, acoge inmediatamente la propuesta.



Bea escribe en su libro “El ecumenismo en el Concilio”: “…Después de un estudio profundo y una elaboración más precisa de la propuesta de una comisión para la unión de los cristianos, la transmití a Juan XXIII, el 11 de marzo de 1960. Sólo dos días después, el 13 de marzo, a través de una llamada telefónica de su secretario personal, el Papa me comunicó su conformidad global y su deseo de discutirla en detalle, lo que hicimos durante la audiencia que me concedió el mismo día. La rapidez de su decisión parece indicar cómo el Papa, quizás desde el anuncio del Concilio, había estado buscando un modo de actuar el objetivo ecuménico que había fijado para el Concilio, y por lo tanto había visto en mi propuesta de instituir un órgano ad hoc, el camino providencial hacia este objetivo.



Algunas semanas después, tras una reunión de la Congregación de los Ritos, celebrada en su presencia, el Papa me llamó para decirme que el nuevo órgano debería llamarse secretaría, en lugar de comisión; De esta manera, añadió, podía moverse más libremente en la jurisdicción asignada, que era más bien nueva e inusual. Y así, con el motu proprio “Superno Dei motu” del 5 de junio de 1960, fiesta de Pentecostés, se instituyó el Secretariado de la Unión de los Cristianos, junto a las once comisiones preparatorias del Concilio. Su tarea fue así “delineada” y, debemos añadir, “camuflada”: “Para manifestar de manera especial nuestro amor y nuestra benevolencia hacia aquellos que llevan el nombre de Cristo, pero están separados de esta Sede Apostólica, y para que puedan asistir a los trabajos del Concilio y encontrar más fácilmente el camino para alcanzar esa unidad que Jesucristo ha implorado al Padre Celestial con ardiente súplica, hemos instituido un oficio especial, o secretaría” (Cfr. AAS 52, 1960, 436).






Bea continúa en su libro: “…La creación del secretariado para la unión fue recibida con gran interés y sincera alegría tanto por los católicos como por nuestros hermanos no católicos, y también por la opinión pública mundial, que ha mostrado gran interés desde los primeros días. Cuando se anunció mi nombramiento como presidente del secretariado, me encontraba en Nueva York. Inmediatamente me pidieron una conferencia de prensa sobre el objetivo del secretariado y los diversos aspectos de la cuestión ecuménica. La conferencia despertó un amplio eco y el interés ha ido creciendo desde entonces. En cuanto al interés de nuestros hermanos no católicos, bastará citar la reacción del comité central del Consejo Ecuménico de las Iglesias, que, sólo dos meses después de la institución del secretariado, en su reunión de agosto de 1960, en St. Andrews (Escocia), declaró:



“El hecho de que ahora se haga posible un diálogo con la Iglesia católica debe ser acogido con agrado. Esta oportunidad de diálogo debe ser aprovechada; significa que las verdaderas cuestiones están saliendo a la luz”. Y añadía que el Consejo Ecuménico de las Iglesias aprovecharía la ocasión para llevar a la atención del nuevo secretariado algunos principios fundamentales, promovidos por las asambleas generales o por el comité central del mismo Consejo; por ejemplo, aquellos sobre la libertad religiosa, sobre la actividad social de los cristianos, y otros por el estilo” (Cfr. Agostino Bea: “El ecumenismo en el Concilio”, Bompiani, mayo de 1968, p. 31-32).



Hoy, los detalles ligados a la creación del secretariado recomendado a Roncalli por el cardenal Bea, su futuro presidente, tienen todos un significado y unas características precisas. La rapidez con la que Roncalli acepta la propuesta de Bea. La presencia, no casual, de Bea en Nueva York, uno de los centros políticos, junto con la ONU, del judaísmo mundial, en el momento de su nombramiento a la presidencia del secretariado. El asentimiento inmediato y entusiasta del Consejo Mundial de las Iglesias, que esconde en su seno una concentración de fuerzas financieras poderosas y bien disimuladas, si se considera que esta misma organización, como se supo después, ha financiado, entre otras, las guerras comunistas en Angola y Mozambique.



Ese “afán” del Consejo Mundial de Iglesias de compartir con el nuevo secretariado “algunos principios fundamentales” que son, curiosamente, precisamente los relativos a la “libertad religiosa” y a la “actividad social” de los cristianos.



Precisamente las dos minas antipersona, bien cargadas de explosivo marxista, que, al estallar, convertirán en escombros el antiguo edificio de la Iglesia.



La acción sorpresiva del Concilio, la más grave y decisiva para el desmembramiento de la Iglesia, de su esencia cristiana y tradicional, es un hecho consumado. Roncalli, que sabe bien lo que ha hecho, vuelve a dar en su motu proprio un sentido inspirado y evangélico a la iniciativa política. Y Agostino Bea puede ahora establecer sus contactos y diálogos a la luz del día. Los “Separados” entran en el Vaticano, se sientan en San Pedro en la asamblea conciliar, los veo de cerca tantas veces como me parece captar, resonando desde las bóvedas de la basílica, los gemidos y los sordos golpes de los Papas que se mueven en sus tumbas. ¡Y vaya si he estudiado a esos “observadores”! Herméticos y reservados, ahora se sienten como en casa. Charlan con Bea, que lleva consigo, en su semblante espectral, esquivo, tan semítico que parece una caricatura, su origen y su vocación a la maquinación oculta. Esos señores de negro que a menudo esconden sus miradas, en la penumbra de la basílica vaticana, tras impenetrables lentes oscuras, saben que la partida está ganada. Han entrado en la ciudadela, sin disparar un tiro, escondidos en un inesperado caballo de Troya. Ahora sólo es cuestión de tiempo, poco tiempo, antes de que la ciudadela capitule. No sería la Iglesia la que reabsorbiera a los Separados, a los Protestantes. Serían los Protestantes los que “fagocitarían” a la Iglesia.

 

 



 




Siguiendo con la inspirada “ocurrencia” de convocar un “concilio” que tuvo el hereje de Roncalli, añadiremos ahora de manera intercalada las aportaciones fundamentales de Romano Amerio, Ralph Wiltgen, Alberigo & Komonchak, Randy Engel y Piers Compton, cuyas obras respectivas han sido citadas al comienzo de este capítulo, pues nos darán una idea bastante aproximada de la monstruosa pesadilla que estaba a punto de abatirse sobre la Santa Iglesia Católica. Las comillas, el destacado, las notas y los signos de exclamación e interrogación son míos, salvo que se indique lo contrario.



“Históricamente hablando, hay cuatro razones para que un Papa convoque un Concilio Ecuménico (“Universal”) o General de todos los obispos del mundo: 1) para poner fin a un cisma; 2) para condenar herejías; 3) con fines dogmáticos; y 4) para instituir una reforma en el sentido tradicional, es decir, para atacar la laxitud en materia de disciplina o moral de la Iglesia.



Sin embargo, el “Concilio” Ecuménico del “Papa” Juan XXIII (1962-1965) no fue convocado por ninguna de estas razones, sino con el aparente propósito de aggiornamento o “actualización” (?) de la Iglesia y de llevarla al “mundo moderno”. (!)



En el pasado, los concilios habían sido convocados para resolver alguna crisis en la Iglesia, alguna cuestión candente que amenazaba con una división o con confundir la opinión. Pero ninguna cuestión de ese tipo, relacionada con la doctrina o la disciplina, estaba solicitando urgentemente una respuesta a principios de 1959. La Iglesia estaba ejerciendo sus tradicionales cuotas de lealtad inquebrantable a Cristo y antagonismo hacia el mundo descreído. No parecía haber necesidad de convocar un concilio. ¿Por qué arrojar una piedra a aguas tranquilas que, tarde o temprano, estaban destinadas a ser perturbadas por una necesidad obvia? Pero el 25 de enero, el “Papa” Juan anunció su intención al Colegio de Cardenales; y la respuesta que provocó en el mundo secular pronto dejó en claro que éste no iba a ser un “concilio” común y corriente.



El mismo grado de publicidad sin precedentes que marcó la elección de Juan XXIII dio la bienvenida al plan. Se lo hizo parecer un asunto de importancia no sólo para el mundo no católico, sino también para elementos que siempre se habían opuesto firmemente a las pretensiones, dogmas y prácticas papales. Pero pocos se sorprendieron ante esta repentina muestra de interés por parte de los agnósticos; menos aún habrían sospechado un motivo oculto. Y si alguna pequeña voz que expresara dudas logró hacerse oír, pronto fue silenciada mientras avanzaban los preparativos para la primera sesión del Concilio.



Dichos preparativos duraron tres años y consistían en redactar borradores o esquemas sobre decretos y constituciones que pudieran considerarse dignos de cambio. Cada miembro del Concilio, que estaría formado por obispos procedentes de todas partes del mundo católico y presidido por el “Papa” o su legado, podía votar por la aceptación o el rechazo del asunto discutido; y cada uno era invitado a enviar una lista de temas debatibles.






Algunos días antes de la apertura del Concilio, parecía que las autoridades responsables del mismo habían recibido garantías de que este asunto principalmente católico recibiría más publicidad por parte del mundo profano de la que le correspondía. Se instaló una oficina de prensa muy amplia frente a San Pedro. El "cardenal" Cicognani ofició la inauguración y le dio su bendición; y los caballeros de la prensa acudieron en masa.



Entre ellos había un sorprendente número de comunistas ateos que llegaron, como cazadores, esperando participar en una matanza. (!) La Gaceta Literaria Soviética, que nunca antes había estado representada en ninguna reunión religiosa, tomó la sorprendente decisión de enviar un corresponsal especial en la persona de un tal M. Mchedlov, que allanó su camino a Roma expresando la más sincera admiración por el “Papa”. Dos de los compatriotas de Mchedlov estaban allí: un reportero de la agencia de noticias soviética Tass y otro del periódico moscovita que se llamaba francamente comunista. Otro miembro destacado del clan bolchevique era M. Adjubei, que, además de ser editor de Izvestia, era yerno del primer ministro soviético, Khrushchev.



El “buen papa Juan” le dio una cálida bienvenida y le invitó a una audiencia especial en el Vaticano. La noticia de esta prometedora recepción llegó a Khrushchev, quien inmediatamente manifestó su intención de enviarle saludos al “Papa” el 25 de noviembre de 1963, día de su próximo cumpleaños. Un número indeterminado de italianos, cuando se recuperaron de la sorpresa de ver al Jefe de la Iglesia en buenos términos con sus enemigos, decidieron emitir su voto a favor del comunismo en la siguiente oportunidad. (!)



Esta resolución se fortaleció cuando un número especial de Propaganda, el órgano del Partido Comunista Italiano, contribuyó a aumentar el sospechoso coro de elogios desmesurados al venidero “Concilio”. Semejante acontecimiento, decía, sería comparable a la apertura de los Estados Generales, el telón que abrió el camino a la Revolución Francesa, en 1789. Con el mismo tema en mente, el periódico comparó la Bastilla (que cayó ese mismo año) con el Vaticano, que estaba a punto de ser sacudido hasta sus cimientos. (!!)



Una mayor aprobación por parte de la izquierda vino de parte de Jacques Mitterrand, Maestro del Gran Oriente masónico francés, (!!) quien sabía que podía elogiar con seguridad y por adelantado al “Papa” Juan y los efectos del “Concilio” en general.



Jacques Mitterrand, Grand Maître du Grand Orient de France, prononce l'allocution d'ouverture, à sa droite Francis Viaud et à sa gauche Marcel Ravel, à Paris, France le 10 avril 1964. (Photo by KEYSTONE-FRANCE/Gamma-Rapho via Getty Images)



Entre los observadores ortodoxos rusos se encontraba el joven obispo Nikodim, que, a pesar de mantener una estricta postura religiosa, aparentemente tenía libertad para entrar y salir a través de la Cortina de Hierro. Otros dos obispos de su parte del mundo, uno checo y otro húngaro, se unieron a él y al cardenal Tisserant en una reunión secreta que se celebró en un lugar cercano a Metz, poco antes de la primera sesión del Concilio. (!)



Ahora sabemos que los rusos dictaron sus propias condiciones para “participar” en el Concilio. Tenían la intención de utilizarlo como un medio para ampliar su influencia en el mundo occidental, donde el comunismo había sido condenado treinta y cinco veces por S.S. Pío XI, y no menos de 123 veces por su sucesor S.S. Pío XII. Los “papas” Juan y Pablo 6 iban a seguir su ejemplo, pero cada uno, como veremos, con ironía e hipocresía. A partir de ahora sería una máxima comunista obligatoria el asegurarse de que las bulas de excomunión emitidas contra los católicos que se unían al Partido Comunista fueran silenciadas, y que no se hicieran más ataques al marxismo en el Concilio. En ambos puntos se obedeció al Kremlin. (!!)



El Concilio, compuesto por 2.350 obispos, sesenta de los cuales procedían de países controlados por Rusia, se inauguró el 11 de octubre de 1962.


Formaban una procesión impresionante, con el mayor despliegue de mitras visto en nuestro tiempo mientras sus portadores pasaban por la puerta de bronce de San Pedro; guardianes de la fe, protectores de la tradición, en marcha; hombres asertivos, seguros de su postura y, por lo tanto, capaces de inspirar confianza, y también oposición... O eso eran en apariencia. Pocos de los que los vieron podrían haber adivinado que muchos de esos graves y reverendos Padres estaban, según las reglas de la Iglesia cuyas vestimentas vestían y por cuya orden se habían reunido, virtualmente excomulgados y anatematizados por su espantosa falta de fe en algunos Dogmas sagrados y su simpatía hacia el error y la herejía, como vamos a comprobar muy pronto. (!!) La mera sugerencia habría sido motivo de risa.

 






Una vez terminados los preliminares, los miembros del Concilio tuvieron libertad para hacer preguntas, discutir y comparar notas mientras se reunían en los diversos cafés que se habían abierto; y ya se estaba extendiendo en la asamblea un estado de ánimo más sobrio y reflexivo, distinto del que muchos habían recibido la convocatoria del Consejo. En algunos casos, casi se trataba de desilusión. No era sólo una cuestión de lenguaje, aunque, por supuesto, se hablaban muchos diferentes. Pero algunos de los Obispos presentes parecían tener poca base, no sólo en latín, sino en los elementos esenciales de su fe. (!) Su formación no era la de los católicos ortodoxos y tradicionales; y quienes formaban parte de esa formación y estaban familiarizados con los escritos de Heidegger y Jean-Paul Sartre podían detectar, en las declaraciones e incluso en los comentarios casuales hechos por demasiados prelados, las equivocaciones y la falta de autoridad habituales en los hombres que son producto del pensamiento moderno. (!)



Más aún, algunos dejaron saber que no creían en la Transubstanciación,(!!) y por lo tanto tampoco en la Misa. Pero se aferraban firmemente al orgullo de Nietzsche por la vida y a la deificación de la razón humana,(!) mientras rechazaban la idea de un Absoluto y el concepto de creación.(!!)



Un obispo de América Latina expresó su desconcierto con suavidad diciendo que muchos de sus compañeros prelados “parecen haber perdido la fe”. (!) Otro se horrorizó francamente al descubrir que algunos con los que había hablado y que habían dejado de lado sus mitras sólo temporalmente, despreciaban cualquier mención de la Santísima Trinidad y del nacimiento de la Santísima Virgen. (!?) Sus antecedentes no debían nada a la filosofía tomista, y un veterano de la Curia, acostumbrado a la firmeza del pavimento romano, acabó rápidamente con los Padres del Concilio calificándolos de “dos mil inútiles”. (!) Entre los amargamente desilusionados hubo algunos que dijeron que sólo harían una aparición simbólica durante una semana o dos y luego se irían a casa.

 






El tono general del Concilio quedó pronto fijado: los «inútiles», o progresistas, como se los llegó a llamar, clamaban por una modernización y una revisión (!?) de los valores dentro de la Iglesia, y sus oponentes tradicionalistas u ortodoxos ofrecían una oposición mucho menos activa y menos vocal. La diferencia entre los dos bandos se puso de relieve en la apertura de la primera sesión, cuando los progresistas dirigieron su propio mensaje particular al mundo, para asegurar que el Concilio «comenzase con buen pie».



El “Papa” Juan prosiguió su discurso de apertura diciendo que las cenizas de San Pedro vibraban en «exaltación mística» a causa del Concilio. (!?) Pero no todos sus oyentes, y ciertamente no los conservadores entre ellos, sonreían. Tal vez ya sentían la derrota al ver a algunos de los "cardenales", como Suenens, Lienart, Alfrink, y a teólogos tan destacados como el dominico Yves Congar, que colaboraba en periódicos franceses de izquierda; el ultraliberal Schillebeeckx, también dominico, y profesor de Teología Dogmática en la Universidad de Nimega; y Marie-Dominique Chenu, cuyos escritos, como cuando dijo que «el gran análisis de Marx enriquece tanto hoy como mañana con su corriente de pensamiento», habían hecho fruncir el ceño a S.S. Pío XII; todos ellos afanados en la búsqueda del progreso, y no demasiado cuidadosos en la elección de las armas que utilizaban para alcanzarlo.



Otro de esos personajes influyentes era Montini, arzobispo de Milán, que redactó y supervisó los documentos relativos a las primeras fases del Concilio. (!!) Su reputación crecía día a día. Era evidentemente un hombre de futuro.




El silencio de la minoría pasiva, un silencio que admitía la derrota desde el principio, fue comunicado al “Papa” Juan, quien lo atribuyó al respeto y la solemnidad que inspiraba la ocasión.


Se declaró que el Concilio era un Concilio “pastoral” y no “dogmático”. Sin embargo, esta distinción verbal creó una falsa dicotomía, ya que la Verdad revelada nunca se opone a consideraciones pastorales genuinas.


Ciertamente, el “Papa” Juan XXIII no era partidario de las condenas y anatemas que, en el pasado, eran precursores de reformas legítimas en la vida de la Iglesia. Lo dejó muy claro en un discurso inaugural redactado por Montini (!!) ante los más de 2000 Padres conciliares reunidos para la solemne apertura del Concilio en la Basílica de San Pedro el 11 de octubre de 1962.


Como señala Romano Amerio en Iota Unum, el “Papa” Pablo VI reformuló posteriormente los objetivos del Concilio para incluir 1) que la Iglesia “tome conciencia” de sí misma; 2) la “reforma” en términos de autocorrección; 3) la causa unionis, es decir, la cuestión de la unidad cristiana; y 4) “tender un puente hacia el mundo moderno”.

               


Se dice que la inspiración para el Concilio cayó sobre el "Papa" Juan XXIII como un “rayo del cielo”. La realidad, al parecer, fue un poco más mundana, como vamos a comprobar a continuación.



Hoy, tanto los opositores como los partidarios de la Revolución que se ha extendido por la Iglesia Católica [*en realidad la Ramera] reconocen abiertamente que el "cardenal" Montini controlaba la dirección y la agenda de los primeros días del Concilio desde detrás de la escena en Milán. Después de la apertura del Concilio, Montini trasladó el centro de sus operaciones a su suite de habitaciones en el Vaticano, habitaciones tradicionalmente reservadas para los cardenales residentes. (!)



El 26 de enero de 1959, sólo un día después (!) de que el “Papa” Juan XXIII anunciara públicamente la convocatoria de un Concilio General para la Iglesia Universal, el arzobispo Montini dirigió un mensaje a los fieles de Milán. Sus reflexiones sobre el próximo Concilio sugieren que o bien tenía una bola de cristal o bien estaba en la base de la élite que agitaba y movía el Concilio. (!)



Montini fue uno de los primeros en reaccionar a la supuesta “inspiración divina” del orondo “Papa” Juan. En efecto, un día después del anuncio de la convocatoria del “Concilio”, Montini dirigió un mensaje a sus fieles y publicó un artículo en el periódico milanés L’Italia en el que expresaba de forma inequívoca su pensamiento: «El anuncio dado por Su Santidad Juan XXIII, el papa felizmente reinante, sobre la próxima convocatoria de un Concilio ecuménico resuena con ecos tan elevados y potentes en la Iglesia de Dios, en las comunidades cristianas separadas, (!) en el mundo entero, (!) que no necesita de nuestra voz para que todos, sacerdotes y fieles, hombres de pensamiento y de acción, lo acojamos con atención y emoción. Se trata de un acontecimiento histórico muy grande [...]. La Iglesia, ciudad sobre el monte, se colocará en la cumbre de los pensamientos y acontecimientos humanos, y, una vez más, aparecerá con su espléndida y misteriosa luz, como mensajera de las palabras divinas y orientadora de los destinos humanos». [*Esta cita pertenece al libro de C. CALDERÓN, Montini, papa, Salamanca 1963, 298].




Según Amerio, en vísperas del Concilio, L’Osservatore Romano publicó fragmentos del texto de un libro escrito por el "cardenal" Montini sobre el futuro Concilio, que fue publicado por la Universidad de Milán. Montini afirmaba que la misión del Concilio era reorganizar la fe de manera que se redujeran sus elementos sobrenaturales, con el fin de hacerla más aceptable para el mundo moderno y el hombre moderno. (!!)



En una línea similar, hay informes de que cuatro días antes de la experiencia del “rayo del cielo” del “Papa” Juan que supuestamente inspiró el Concilio, Hans Küng le dijo a una audiencia asombrada en la sala de conferencias de la Hofkirche (Iglesia de la Corte de la Abadía) en Lucerna, Suiza, que no solo habría un Concilio General, sino que también delineó su dirección y agenda. (!)



Con la publicación de El Concilio, reforma y reunión un año antes de la apertura del Concilio, Küng demostró que sabía más sobre el próximo Concilio que el "buen papa” Juan. (!!)



Ante semejantes preliminares, es más que evidente que los augurios suscitados por la convocatoria de semejante evento no podían ser sino sombríos y desoladores. De hecho, Piers Compton y Randy Engel relatan que “Mientras Juan 23 tenía a la Curia y a la Comisión Preparatoria del Concilio febrilmente ocupadas con la redacción de esquemas ortodoxos que aparentemente debían servir como base para la deliberación de los Padres conciliares, Montini y otros “iluminados” revolucionarios como Hans Küng, Leo-Jozef Suenens, Julius Döpfner, Franziskus König, y Augustin Bea estaban ocupados redactando esquemas paralelos que serían sustituidos cuando llegara la orden de descartar los borradores aprobados por la Curia y comenzar de nuevo”. (!)


CONTINUARÁ...









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