5. Análisis crítico del discurso de apertura del conciliábulo Vaticano 2 pronunciado por el falso profeta Juan 23.
En primer lugar, debemos tener muy presente lo que menciona Romano Amerio en su monumental obra Iota Unum al respecto de este discurso de apertura:
“El discurso inaugural del Concilio pronunciado por "Juan XXIII" el 11 de octubre de 1962 es un documento complejo porque, según informaciones fiables, reflejó la mente del "Papa" en una redacción sobre la cual influyó una mente que no era la suya. [*¡sino la de Montini!] Además, hasta en la identificación misma del texto el documento plantea problemas canónicos y filológicos”.
Y ahora pasaremos a analizar críticamente dicho discurso optimista y triunfalista en grado máximo, para desmontar lo que Roncalli, por “inspiración” de Montini, dijo con motivo de la apertura del conciliábulo.
SOLEMNE APERTURA DEL CONCILIÁBULO VATICANO 2
DISCURSO DEL FALSO PROFETA RONCALLI, ALIAS “JUAN 23”.
Jueves 11 de octubre de 1962
“La sucesión de los diversos Concilios hasta ahora celebrados —tanto los veinte Concilios Ecuménicos como los innumerables concilios provinciales y regionales, también importantes— proclaman claramente la vitalidad de la Iglesia católica y se destacan como hitos luminosos a lo largo de su historia.
El gesto del más reciente y humilde sucesor de San Pedro, que os habla, al convocar esta solemnísima asamblea, se ha propuesto afirmar, una vez más, la continuidad del Magisterio Eclesiástico, para presentarlo en forma excepcional a todos los hombres de nuestro tiempo, teniendo en cuenta las desviaciones, las exigencias y las circunstancias de la edad contemporánea”.
Como era de esperar en semejante evento convocado por los poderes de las tinieblas, nos encontramos nada más comenzar el discurso con una expresión sumamente curiosa y anómala, pues según Roncalli-Juan 23, el conciliábulo se ha propuesto, en primer lugar, "afirmar, una vez más, la continuidad del Magisterio Eclesiástico, para presentarlo de una forma excepcional a todos los hombres de nuestro tiempo, teniendo en cuenta las desviaciones, las exigencias y las circunstancias de la edad contemporánea”. Y aquí ya entramos en plena confusión, por mucho que uno intente considerar este inicio del discurso con la mayor benevolencia posible, porque es un hecho innegable que el texto desemboca en una caverna muy oscura y profunda. El solo hecho de que el “concilio” tenga la finalidad de afirmar una vez más la continuidad del Magisterio Eclesiástico ya lo hace bastante sospechoso, porque ¿qué otra cosa se puede esperar de un Concilio –que sea verdadero, claro está, en lugar de este engendro satánico- que no sea la rotunda afirmación del Magisterio? Este simple comienzo debería haber alertado a los Obispos que todavía guardaban la verdadera Fe Católica y querían mantenerse firmes en la Verdad, los cuales deberían haberse preguntado qué diantres podría significar que alguien que se hacía pasar por “Papa” a ojos del mundo entero declare en la apertura de un “Concilio” que se trata de afirmar la continuación del Magisterio Eclesiástico. ¿Qué otra cosa podría hacer sino quien se hacía pasar a ojos de todos por el Vicario de Cristo, el Sucesor del bendito San Pedro?...
En efecto, pues ¿quién podría acaso esperar o imaginar siquiera que un Papa hiciera una cosa diferente? Y aquí tenemos otro problema, como son las expectativas generadas por el “Concilio”. Y uno se pregunta lógicamente: ¿expectativas de quiénes?... ¿Las expectativas de los Católicos?... ¿Las de los movimientos de reforma litúrgica, bíblica, teológica…? ¿Cuáles?... ¿Quiénes?... ¿Las expectativas del mundo político?... ¿Las expectativas de la ONU?... ¿Las expectativas de la masonería y el judaismo?... ¿las expectativas de quién?...
Y es que el solo hecho de que Juan 23 afirme que es para la continuidad del Magisterio de siempre implica que, entre esas expectativas, está incluida la expectativa de que el “Concilio” cambie hasta el contenido del Magisterio (!), o si no ¿a cuento de qué viene semejante declaración de intenciones de Roncalli?...
Por eso hemos afirmado anteriormente que se emplea una fórmula curiosa al comienzo de este discurso, dado que se afirma que este “Concilio” pretende presentar el Magisterio de una forma “excepcional”. Uno puede muy bien preguntarse qué es esa “forma excepcional” a la que alude Juan 23.
Además, la siguiente afirmación es marcadamente falsa y desprende un insoportable tufo a historicismo que no tiene arraigo alguno en la Tradición de la Iglesia:
“En el cotidiano ejercicio de Nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida, y como si en tiempo de los precedentes Concilios Ecuménicos todo hubiese procedido con un triunfo absoluto de la doctrina y de la vida cristiana, y de la justa libertad de la Iglesia.
Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia”.
La afirmación es falsa porque, en esa época, comienzos de los años 60, el mundo estaba inmerso en la amenaza de la Guerra Fría, con la crisis de los misiles en Cuba, y gran parte de la tierra estaba subyugada por la tiranía comunista bolchevique y maoísta, que dejó cientos de millones de muertos, luego era más que lícito afirmar que aquéllos eran tiempos de “prevaricación y ruina”, en contra de la temeraria ensoñación de Juan 23.
Y lo más grave es que Roncalli (y Montini) desprecian a los “profetas de calamidades” que sólo ven desgracias que hacen presagiar el fin del mundo, lo cual, nótese bien la mente retorcida y anticristiana que tenían estos dos siniestros personajes, sería algo malo (?), cuando la Sagrada Escritura, la Doctrina y el Magisterio afirman todo lo contrario, pues en efecto todo Católico que se precie de serlo debe aguardar con expectación y santo temor la Segunda Venida de N.S.J.C. en gloria y majestad para juzgar a vivos y muertos, pues significará el ansiado y definitivo triunfo de Dios sobre este mundo de tinieblas y su impío príncipe el demonio. Puede verse aquí también una alusión indirecta a los Dos Testigos del Apocalipsis, temidos por Roncalli y Montini con pavor sepulcral, pues bien presentían esos dos perversos hijos de la oscuridad que cuando vengan estos Testigos, condenarán y clamarán contra la hipocresía y la maldad de un mundo que le ha dado completamente la espalda a Dios Uno y Trino.
***
Urge señalar ahora los errores detectados en esta “solemne” inauguración del más nefasto acontecimiento de la historia humana. Para ello, nos serviremos del majestuoso trabajo realizado por Canonicus que lleva por nombre Sinopsis de los errores imputados al Concilio Vaticano II, así como de Romano Amerio.
El célebre discurso de inauguración de Juan 23 contiene errores doctrinales verdaderos y propios, además de diversas profecías desmentidas ruidosamente por los hechos («En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un orden nuevo de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia divina…»).
1er ERROR: UNA CONCEPCION MUTILADA DEL MAGISTERIO
Radica en la increíble afirmación de Roncalli, repetida también por Pablo 6 en el discurso de inauguración de la 2ª sesión del "concilio", el 29 de septiembre de 1963, según la cual la santa Iglesia renuncia a condenar los errores: «Siempre se opuso la Iglesia a estos errores [las opiniones falsas de los hombres]. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos».
El impostor Roncalli faltaba a sus deberes de alguien que se hacía pasar a ojos de todos como Vicario de Cristo con esta renuncia a usar de su autoridad, que procedía de Dios, para defender el depósito de la fe y ayudar a las almas condenando los errores que acechan su salvación eterna. En efecto, la condena del error es esencial para la preservación del depósito de la fe (lo cual constituye el primer deber del Pontífice), dado que confirma a fortiori la doctrina sana, demostrando su eficacia con una aplicación puntual. Además, la condena del error es necesaria desde el punto de vista pastoral, porque sostiene a los fieles, tanto a los cultos como a los menos cultos, con la autoridad inigualable del magisterio, de la cual pueden revestirse para defenderse del error, cuya “lógica” es siempre más astuta y más sutil que ellos. No sólo eso: la condena del error puede inducir a reflexionar al que yerra, poniéndolo frente a la verdadera sustancia de su pensamiento; como siempre se ha dicho, la condena del error es obra misericordiosa ex sese, esto es, de sí misma.
Sostener que esta condena no debe tener ya lugar significa propugnar, por un lado, una concepción mutilada del Magisterio de la Iglesia; por el otro, sustituir el diálogo con el que yerra, que la Iglesia siempre ha procurado, por el diálogo con el error. Todo ello configura un error doctrinal, que en el texto susodicho de Juan 23 se manifiesta en el peligroso puerto que tocan sus ideas al final, donde parece latir el pensamiento de que la demostración de la “validez de la doctrina” es incompatible con la “renovación de las condenas”, como si tal validez hubiera de imponerse únicamente gracias a la fuerza de su propia lógica interna. Pero si fuera así, la fe no sería ya un don de Dios y no necesitaría, ni de la gracia para llegar a ser y fortalecerse, ni del ejercicio del principio de autoridad –encarnado por la Iglesia Católica– para sostenerse. Y aquí es donde radica propiamente el error que se esconde en la frase de Roncalli: una forma de pelagianismo, característico de toda concepción racionalista de la fe, condenada multitud de veces por el Magisterio.
La demostración de la validez de la doctrina y la condena de los errores se han implicado siempre necesaria y recíprocamente en la historia de la Iglesia, y las condenas fulminaban no sólo las herejías y los errores teológicos en sentido estricto, sino, además y de manera implacable, toda concepción del mundo que no fuese cristiana (no tan solo las contrarias a la fe, sino también las distintas de ella, religiosas o no, por poco que lo fuesen), porque, al decir de Nuestro Señor Jesucristo, “quien no recoge conmigo, dispersa” (Mt 12, 30).
La heterodoxa toma de posición de Juan 23, mantenida por el concilio y el postconcilio hasta hoy, derrocó por tierra –se nota ya en los textos conciliares– la típica y férrea armazón conceptual de la Iglesia, muy entrañada otrora hasta por sus enemigos, algunos de los cuales incluso la apreciaban sinceramente: «El sello intelectual de la Iglesia es, en esencia, el rigor inflexible con que se tratan los conceptos y los juicios de valor como consolidados, como eternos» (Nietzche).
Esta falsa proclamación del principio de la misericordia como contrapuesto al de la severidad no tiene en cuenta que en la mente de la Iglesia incluso la condena del error es una obra de misericordia, pues atacando al error se corrige a quien yerra y se preserva a otros del error. Además, hacia el error no puede haber propiamente misericordia o severidad, al ser éstas virtudes morales cuyo objeto es el prójimo, mientras que el intelecto repudia el error con un acto lógico que se opone a un juicio falso. Siendo la misericordia, según la Summa Theol. II, 11, q.30, a.1, un pesar por la miseria de los demás acompañado del deseo de socorrerles, el método de la misericordia no se puede usar hacia el error (ente lógico en el cual no puede haber miseria), sino sólo hacia el que yerra (a quien se ayuda proponiéndole la verdad y rebatiendo el error).
El hereje de Roncalli divide por la mitad dicha ayuda al restringir todo el oficio ejercitado por la Iglesia hacia el que yerra a la simple presentación de la verdad: ésta bastaría por sí misma, sin enfrentarse al error, para desbaratarlo. La operación lógica de la refutación se omitiría para dar lugar a una mera didascalia de la verdad, confiando en su eficacia para producir el asentimiento del hombre y destruir el error. Esta nueva “doctrina” roncalliana constituye una variación relevante en la Iglesia católica y se apoya en una singular visión de la situación intelectual de nuestros contemporáneos. Estos estarían tan profundamente penetrados por opiniones falaces y funestas, máxime in re morali, que como dice paradójicamente Juan 23, los hombres, por sí solos (es decir, sin refutación ni condena), hoy día parece que están por condenarlas, y en especial aquellas costumbres que desprecian a Dios y a su Ley. Es sin duda admisible que el error puramente teórico pueda curarse a sí mismo cuando nace de causas exclusivamente lógicas; pero que se cure a sí mismo el error práctico en torno a las acciones de la vida, dependiente de un juicio en el que interviene la parte libre del pensamiento, es una proposición difícil de comprender. Y aparte de ser difícil desde un punto de vista doctrinal, esa interpretación optimista del error, que ahora se reconocería y corregiría por sí mismo, está crudamente desmentida por los hechos. En el momento en que hablaba Roncalli estos hechos estaban madurando, pero en la década siguiente salieron totalmente a la luz. Los hombres no se retractaron de esos errores, sino que más bien se confirmaron en ellos y les dieron vigor de ley: la pública y universal adopción de estos errores morales se puso en evidencia con la aceptación del divorcio y del aborto; las costumbres de los pueblos cristianos fueron enteramente cambiadas y sus legislaciones civiles (hasta hacía poco modeladas sobre el Derecho Canónico) se tornaron en legislaciones puramente profanas, sin sombra de lo sagrado.
CONTINUARÁ...
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