El mundo y
sus ciegos amadores y pobres esclavos están en el orden de la naturaleza, en el
reino de lo sensible y lo material, mientras que los Santos y a quienes se nos
ha abierto el entendimiento espiritual para entender las cosas sobrenaturales
estamos en el orden de la Gracia, en el reino de lo espiritual, en un plano
sobrenatural superior al plano natural en que se
hallan los que no han dejado entrar en ellos la Palabra de Dios y no reciben el
influjo del Espíritu Santo. Es crucial entender que Dios es un Padre bueno,
justo y misericordioso con todos Sus hijos, y que no desea que nadie se pierda,
sino que todos tenga la vida eterna, pero Él respeta profundamente nuestro
libre albedrío, y no nos fuerza a que Le conozcamos y Le amemos, sino que quiere
que seamos nosotros quienes, por voluntad propia, demos el paso y el salto de
Fe necesario para que Dios entre en nuestra vida por la predicación de la
Verdad y por la lectura de libros espirituales y de piedad. Si alguien se
obstina en rechazar las muchas llamadas que Dios le hace, y desprecia las
gracias que Él envía a cada alma, llega un momento en que Dios abandona a esa
alma al verse abandonado de ella en primer lugar. Esto constituye la mayor de
las desgracias que le puede acontecer a alguien en vida, verse abandonado de
Dios por su propia rebeldía y orgullo. El principal problema hoy es que ya casi
nadie predica la Palabra de Dios, por tanto, la buena semilla difícilmente puede
entrar en las almas y el Espíritu Santo no puede ejercer su influjo y su acción
bienhechora en ellas, no puede formar a las almas para la vida eterna. Y el
mayor responsable de que esto sea así es el mundo y sus engaños y vanidades,
que tiene a la gran mayoría de las almas en estado crítico por negligencia
espiritual, y que únicamente se ocupa de satisfacer sus necesidades corporales
y de inflar el orgullo y la vanagloria de quienes están bajo su perniciosa
influencia. Es por eso que decimos que el mundo es nuestro principal enemigo
hoy, porque su atmósfera infecta y negativa para la vida espiritual ha invadido
prácticamente todos los ámbitos de la vida pública y privada, impidiendo que
las personas piensen en Dios y en la eternidad, haciendo de ellas meros
esclavos de las pasiones y las posesiones materiales.
“La primera acción del Espíritu Santo
será la de ponemos en guardia contra el único obstáculo en la tierra capaz de
separarnos de la voluntad divina, es decir, nuestro amor al pecado. Pues bien,
el amor al pecado se nutre de objetos sin los cuales no puede subsistir, y es
el mundo y son nuestras propias pasiones quienes lo alimentan con las riquezas
que mantienen vivo. ¿Qué alimento es ese? San Juan dice: «Porque todo lo que
hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y
soberbia de la vida» (I Jn 2, 16). En la tierra y en el mundo --ese mundo que
nuestro Señor detesta- hay objetos que nos atraen y que favorecen la concupiscencia
de la carne con las tentaciones más bajas, la concupiscencia de los ojos con
los bienes materiales y la concupiscencia del espíritu con la soberbia y la
independencia. En el mundo no hay otra cosa y, por eso, nuestro Señor detesta
esos tres atractivos que, para hacernos pecar, tienden a arrancar del Reino de
Dios nuestros afanes, nuestras aspiraciones y nuestra voluntad.
El don de temor de Dios nos arma
contra esas tendencias pecaminosas -contra esas tres concupiscencias que buscan
las riquezas de este mundo- por medio del desprendimiento de la carne, del
desprendimiento de una independencia exagerada y del desprendimiento de las
riquezas. Pues bien, eso es el espíritu de pobreza. El temor perfecto nos
inspira un sentimiento de rechazo hacia nuestra tendencia al pecado y hacia los
bienes con los que se alimenta, que se traduce por el deseo de desprendimiento
de todos esos bienes.
¡Qué diferencia con el espíritu
mundano que, en su carrera desenfrenada, se vuelca en los placeres, los
honores, el libertinaje y la fortuna! La llamada del Espíritu de Dios es
absolutamente opuesta. San Pablo dice: «Lo que eran para mí ganancias lo
considero basura» (Fil 3, 8). El Espíritu de temor hace que convirtamos el
objeto de nuestros deseos mundanos en un objeto rechazable. Rechazable porque
aun aceptándolo en cierta medida, nos asusta el peligro de ligamos a él y
separamos de nuestro Señor; porque tememos su justicia; y porque no contamos
con más refugio que Él ni con más seguridad que la que el espíritu de pobreza
nos inspira frente a todo lo que podría alimentar nuestra tendencia al pecado”.
(Fr.
Ambroise Gardeil OP, El Espíritu Santo en
la vida cristiana, pp. 30-32).
Continuará...
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