Sobre las tres concupiscencias.
El
evangelista San Juan dice que las cosas del mundo que el cristiano ha de
aborrecer, porque hacen que el corazón del hombre se aleje de Dios, son:
concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (1
Jn. 2, 16).
1) La
concupiscencia de la carne abarca todos los apetitos y deseos propios que
emanan de la carne, o sea, de nuestra naturaleza humana corrompida por el
pecado, como son la lujuria, y también los apetitos desordenados de la comida,
de la bebida, de los placeres mundanos y toda aspiración al bienestar sensible
y carnal…
2) La
concupiscencia de los ojos. Se ha dicho que las ventanas del alma son los ojos,
y por ellos la mala inclinación del hombre se sirve para cometer pecados, pues
a través de ellos entran las cosas obscenas e ilícitas que se presencian con
agrado en los espectáculos o en escenas inmorales…
3) La
soberbia de la vida, es decir, el apego exagerado a nuestra persona, la
idolatría del propio yo, el egoísmo, en cuyo fondo están las raíces del pecado.
El hombre tentado por el orgullo se vanagloria en las riquezas, los honores y
los placeres. Nos hacemos culpables de orgullo por apegarnos a nuestras ideas y
nuestra voluntad, por presunción, con complacencia en nosotros mismos, por
jactancia, por autosuficiencia, no tomando consejo de nadie, por hipocresía,
mostrando más piedad y talento que el que se posee…
De estas
tres concupiscencias, dice Santo Tomás, derivan, como de tres raíces, todos los
pecados.
El mundo
vive en la impenitencia y el escándalo permanentes, y así perecerá. A la hora
que el Padre Eterno tenga fijada y decretada desde toda la eternidad, acabará
por fin la ficción absurda y desquiciada de este mundo que renegó de Dios y no
conoció ni quiso recibir a la única luz del mundo, N.S.J.C. Mientras tanto,
quienes somos hijos muy queridos de Dios Uno y Trino debemos peregrinar en
medio de este peligrosísimo valle de lágrimas, rodeados a diestra y siniestra
por escandalosos, impúdicos, descreídos, viciosos, inmorales, orgullosos,
avarientos, glotones, perezosos, invertidos, idólatras de toda raza, índole,
lengua y condición. Esta es la cizaña que nos rodea y amenaza con engullir y
ahogar la buena semilla que produce el trigo de los escogidos de Dios Uno y
Trino, pero no tienen ningún poder o influjo sobre nosotros si les tratamos con
una santa indiferencia y con moderado desprecio, pues todos esos desgraciados
no ven ni entienden las cosas de Dios ya que no dejan que la buena semilla de
la santa Palabra de Dios penetre en ellos y dé su fruto para la vida eterna,
por lo que al carecer de criterio espiritual para juzgar las cosas, únicamente
juzgan en base a criterios humanos, racionales, pero sin la luz de la Fe, por
lo que erran miserablemente y son bamboleados sin piedad por las pasiones
animalescas, las emociones y obsesiones compulsivas, y el sentimentalismo hueco
y estéril, que no deja de ser una forma sibilina de egoísmo y de orgullo
encubierto, ya que exige siempre la autosatisfacción por encima de cualquier
otra consideración, atropellando así con los derechos del Creador sobre su
criatura, atropellando con Dios y Su Cristo, al cual estos infelices crucifican
una y otra vez por satisfacer impía y ciegamente su orgullo y su voluptuosidad.
Para ellos, la única norma suprema y profana es hacer siempre su propia
voluntad torcida y egoísta, ante lo cual no vacilan lo más mínimo en
transgredir todos los sagrados preceptos y leyes establecidas por Dios Uno y
Trino, atropellando incluso con su propia voz de la conciencia, que les
reprocha y reprende constantemente sus múltiples extravíos y crímenes, y que
fue puesta por Dios para que actúe como el gusano roedor que martillea sus
cabezas, incluso ya en esta efímera vida mortal.
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