MANUAL DE SUPERVIVENCIA DURANTE LA GRAN TRIBULACIÓN Y LA OPERACIÓN DEL ERROR. (LXVI)

 

El mundo está mal desde el principio, desde que Adán y Eva fueron vencidos por la antigua serpiente, Satanás; por eso, el espíritu del mundo y todo lo que el mundo tiene por valores y cosas nobles y elogiables, para los cristianos no son sino vanidad de vanidades, falsas apariencias, orgullo hinchado, concupiscencia de la carne y de los ojos. Hablar por tanto del “sentido común”, de lo que piensan el común de los habitantes del orbe, de lo que el mundo siempre ha considerado como bueno y aceptable, para nosotros los que amamos a Dios es en realidad una trampa en la que no debemos caer, pues todos los valores y ambiciones del mundo y de quienes tienen su espíritu torcido son para nosotros necedad y locura, ambición desmesurada, egoísmo absoluto, licencia y disipación supremas, inmoralidad e idolatría flagrantes. El mundo no tiene el “sensus fidei”, en el sentido de la gran tradición escolástica de Alberto Magno y Tomás de Aquino, entendido como una actividad del creyente que se adhiere a la revelación; también como consenso universal en materia de fe; el sensus fidei apela a la forma del conocer personal que precede al conocimiento reflejo; es fruto de la gracia y acción del Espíritu Santo que actúa sobre el creyente para que "comprenda y crea". El sensus fidei se inserta ante todo en el horizonte peculiar de la comprensión de fe como llamada al seguimiento, que hace al discípulo cada vez más afín al maestro. En este sentido, ya en el Nuevo Testamento se encuentran referencias, como "sensus Domini" (1 Cor 2,16), ´ojos iluminados del corazón´ (Ef 11,18), "inteligencia espiritual" (Col 1,9). Esta misma terminología se encuentra en los Padres, donde el concepto se enriquece con una nueva connotación: la comunión visible de todos los creyentes en torno a una única verdad. Se habla en consecuencia de " sensus eclesiasticu et catholicus" y -particularmente en Basilio, Agustín, León y los grandes Padres- del "sentire cum Ecclesia". La expresión más significativa, cercana a nuestra idea, se encuentra en Agustín: "Habet namque fides oculos suos". Para los Padres, acostumbrados a tener una relación de inmediatez entre la verdad que procedía del anuncio de fe y de la praxis cotidiana del vivir del creyente, desembocar en el sensus fidei equivalía a comprender la forma de conocimiento coherente para comprender el Evangelio; una verdad que les precedía y que los encontraba en las diversas situaciones de vida, permitiéndoles arrostrarlo todo, hasta el martirio, con la inquebrantable certeza de estar en la fe de toda la Iglesia. El mundo no entiende ni podrá entender jamás las cosas como las “entiende” Dios, porque no conoce al Espíritu Santo ni conoce a Dios.


Como hemos mencionado anteriormente, el mundo vive instalado en una especie de error común monumental y permanente, por eso su criterio no es fiable para nosotros los hijos de Dios. Todo lo que el mundo considera que es bueno y deseable, en realidad es malo y despreciable; del mismo modo, lo que el mundo toma como necedad y locura, nosotros los cristianos sabemos que es la verdadera sabiduría y la gloriosa “locura” de la Cruz, que el mundo no puede entender. El llamado “sentido común mundano” es en verdad la suma de los disparates y las injusticias, lo que piensan el común de los infortunados habitantes de este mundo pecador y apóstata. Por eso no debemos acomodarnos de ninguna manera al modo de pensar y juzgar que usan el mundo y sus acólitos, porque son fallidos y engañosos, al no estar basados en la única Verdad que es Dios.


El mundo es también falso e hipócrita, como los fariseos que condenaron a muerte al Hijo de Dios, N.S.J.C., por eso no hay verdad en el mundo ni tampoco la puede conocer, puesto que el mundo vive instalado en el error y la mentira, el fingimiento y la doblez, las falsas apariencias y la vanidad, y todo esto permanentemente. Dios detesta particularmente a los hipócritas y los falsarios, mientras que ama a quienes son rectos de corazón. [Las promesas del Señor son para los hombres sin ficción (Salmo 7, 11; 31, 11). Dios no se cansa de insistir, en ambos Testamentos, sobre, esta condición primaria e indispensable que es la rectitud de corazón, o sea la sinceridad sin doblez (Salmo 25, 2). Es en realidad lo único que Él pide, pues todo lo demás nos lo da el Espíritu Santo con su gracia y sus dones. De ahí la asombrosa benevolencia de Jesús con los más grandes pecadores, frente a su tremenda severidad con los fariseos, que pecaban contra la luz (Juan 3, 19) o que oraban por fórmula (Santiago 4, 8). De ahí la sorprendente revelación de que el Padre descubre a los niños lo que oculta a los sabios (Lucas 10, 21).]

Continuará...



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