El mundo
está mal desde el principio, desde que Adán y Eva fueron vencidos por la
antigua serpiente, Satanás; por eso, el espíritu del mundo y todo lo que el
mundo tiene por valores y cosas nobles y elogiables, para los cristianos no son
sino vanidad de vanidades, falsas apariencias, orgullo hinchado, concupiscencia
de la carne y de los ojos. Hablar por tanto del “sentido
común”, de lo que piensan el común de los habitantes del orbe, de lo que el
mundo siempre ha considerado como bueno y aceptable, para nosotros los que
amamos a Dios es en realidad una trampa en la que no debemos caer, pues todos
los valores y ambiciones del mundo y de quienes tienen su espíritu torcido son
para nosotros necedad y locura, ambición desmesurada, egoísmo absoluto,
licencia y disipación supremas, inmoralidad e idolatría flagrantes. El mundo no
tiene el “sensus fidei”, en el sentido de la gran tradición escolástica de Alberto
Magno y Tomás de Aquino, entendido como una actividad del creyente que se
adhiere a la revelación; también como consenso universal en materia de fe; el
sensus fidei apela a la forma del conocer personal que precede al conocimiento
reflejo; es fruto de la gracia y acción del Espíritu Santo que actúa sobre el
creyente para que "comprenda y crea". El sensus fidei se inserta
ante todo en el horizonte peculiar de la comprensión de fe como llamada al
seguimiento, que hace al discípulo cada vez más afín al maestro. En este
sentido, ya en el Nuevo Testamento se encuentran referencias, como "sensus
Domini" (1 Cor 2,16), ´ojos iluminados del corazón´ (Ef 11,18),
"inteligencia espiritual" (Col 1,9). Esta misma terminología se
encuentra en los Padres, donde el concepto se enriquece con una nueva
connotación: la comunión visible de todos los creyentes en torno a una única
verdad. Se habla en consecuencia de " sensus eclesiasticu et
catholicus" y -particularmente en Basilio, Agustín, León y los grandes
Padres- del "sentire cum Ecclesia". La expresión más significativa,
cercana a nuestra idea, se encuentra en Agustín: "Habet namque fides
oculos suos". Para los Padres, acostumbrados a tener una relación de
inmediatez entre la verdad que procedía del anuncio de fe y de la praxis
cotidiana del vivir del creyente, desembocar en el sensus fidei equivalía a
comprender la forma de conocimiento coherente para comprender el Evangelio; una
verdad que les precedía y que los encontraba en las diversas situaciones de
vida, permitiéndoles arrostrarlo todo, hasta el martirio, con la inquebrantable
certeza de estar en la fe de toda la Iglesia. El mundo no
entiende ni podrá entender jamás las cosas como las “entiende” Dios, porque no
conoce al Espíritu Santo ni conoce a Dios.
Como hemos
mencionado anteriormente, el mundo vive instalado en una especie de error común
monumental y permanente, por eso su criterio no es fiable para nosotros los
hijos de Dios. Todo lo que el mundo considera que es bueno y deseable, en
realidad es malo y despreciable; del mismo modo, lo que el mundo toma como
necedad y locura, nosotros los cristianos sabemos que es la verdadera sabiduría
y la gloriosa “locura” de la Cruz, que el mundo no puede entender. El llamado
“sentido común mundano” es en verdad la suma de los disparates y las
injusticias, lo que piensan el común de los infortunados habitantes de este
mundo pecador y apóstata. Por eso no debemos acomodarnos de ninguna manera al
modo de pensar y juzgar que usan el mundo y sus acólitos, porque son fallidos y
engañosos, al no estar basados en la única Verdad que es Dios.
El mundo es
también falso e hipócrita, como los fariseos que condenaron a muerte al Hijo de
Dios, N.S.J.C., por eso no hay verdad en el mundo ni tampoco la puede conocer,
puesto que el mundo vive instalado en el error y la mentira, el fingimiento y
la doblez, las falsas apariencias y la vanidad, y todo esto permanentemente.
Dios detesta particularmente a los hipócritas y los falsarios, mientras que ama
a quienes son rectos de corazón. [Las promesas del Señor
son para los hombres sin ficción (Salmo 7, 11; 31, 11). Dios no se cansa de
insistir, en ambos Testamentos, sobre, esta condición primaria e indispensable
que es la rectitud de corazón, o sea la sinceridad sin doblez (Salmo 25, 2). Es
en realidad lo único que Él pide, pues todo lo demás nos lo da el Espíritu
Santo con su gracia y sus dones. De ahí la asombrosa benevolencia
de Jesús con los más grandes pecadores, frente a su tremenda
severidad con los fariseos, que pecaban contra la luz (Juan 3, 19) o que oraban
por fórmula (Santiago 4, 8). De ahí la sorprendente revelación de que el Padre
descubre a los niños lo que oculta a los sabios (Lucas 10, 21).]
Continuará...
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