España una y grande en Dios y por Dios. (Mons. Gomá)

 



DE LA PASTORAL DEL CARDENAL GOMÁ SOBRE “EL SENTIDO CRISTIANO ESPAÑOL DE LA GUERRA” (30 de enero de 1937)


“¡Manes de nuestros antepasados si hubiesen visto a su Dios lanzado de España! El Dios de nuestros sabios y guerreros, de nuestros sabios y artistas; de nuestras leyes e instituciones incomparables; de nuestras catedrales y bibliotecas; de aquel pueblo teólogo que acudía ávido a los autos de Calderón; el de nuestros grandes historiadores y poetas; en cuyo santo nombre fueron lanzados de nuestro suelo los hijos de Mahoma, y se inauguraba y se consumaba la conquista de un Nuevo Mundo; el de Dios, cuya doctrina dulce y lúcida fue guía de nuestra historia, y cuyas santas influencias embalsamaron la familia, la escuela, la vida ciudadana; por cuyo nombre se juró siempre en nuestra tierra y cuya cruz besó todo español a la hora de la muerte, y señaló, en el suelo de nuestras iglesias, a la vera de nuestros caminos, en los campos de batalla y en los camposantos, el sitio donde cayera el cuerpo exánime de un español!...


¡El dolor de España! Dolor de la sangre de nuestros hermanos, que han caído por millares... Dolor de las piedras calcinadas de nuestros templos, en que había cristalizado la fe y la piedad de nuestros mayores... Dolor del ultraje hecho a lo que deba amar más el hombre, a Dios, perpetrado en las formas más antidivinas, y, por lo mismo, más repugnantes... cometido en las personas de sus sacerdotes, en la profanación de sus templos, en robos horrendos de vasos, reliquias, ornamentos. Porque esta guerra, por parte de los enemigos de nuestro Dios, ha sido un sistema vastísimo de sacrilegios, perpetrados a sangre fría, y que culminaron en este sacrilegio sintético que, si no fue el mayor en su aberración teológica, sí que fue el más simbólico y clamoroso: el fusilamiento del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles... Dolor de millares de sacerdotes asesinados, con saña inhumana, por el simple hecho de ser representantes de Dios... Nunca en la historia se vio una matanza de sacerdotes como la hemos visto en la España que se gloría de llamarse católica... Dolor de haber visto a España envuelta en una ola de barbarie como no se da en las tribus de África... Dolor por la pérdida de nuestra riqueza y de un caudal de arte que nos habían legado el pensamiento y la labor de siglos cristianos, que no tenían igual en el mundo, y que ya no nos volverá más...


Dolor de haber visto el territorio nacional mancillado por la presencia de una raza forastera, víctima e instrumento a la vez de esa otra raza que lleva en sus entrañas el odio inmortal a Nuestro Señor Jesucristo. Dolor acerbo... de que fuera de España corra con vilipendio el nombre y la gesta de quienes luchan para salvarnos, y de que fuera de casa se ignore lo que queda aún acá de sentido de Dios, de civilización cristiana, de esfuerzo generoso de rehabilitarnos ante el mundo. Es el dolor de lo que con razón se ha llamado la soledad de España. Cuando la conquista de Abisinia, obra de la civilización, la Sociedad de Naciones se alzaba contra el conquistador; y se inhibe en una pasividad suicida cuando la barbarie se lanza en España a la destrucción de la civilización más gloriosa de la historia. Y cuando el mundo se conmovió por haberse mutilado la catedral de Reims en la guerra europea, no oímos más que la voz autorizadísima de Roma, que lamenta la desolación de casi media España sin templos...


Nosotros, los que pretendemos encarnar el espíritu cristiano y español y la continuidad de nuestra tradición y de nuestra historia... vejados en todo orden, lanzados por leyes injustas fuera de nuestra ley, porque la ley de la vida es la conciencia fundada en Dios, hemos sido sus víctimas... Y nuestro espíritu nacional es estar injertado en Dios... Poner a Dios en su sitio debe ser el primer propósito y la ley máxima de la anti-revolución...


A la intención y a la acción de los sin Dios debemos responder metiendo a Dios y sus cosas en todo, como nuestros mayores lo hicieron, en las leyes, en la casa, en las instituciones, en la inteligencia, en el corazón, en la vida privada y pública. En todo y en todos, sin que haya nadie que pueda esconderse del calor y de la luz de Dios. Y por todos, sacerdotes, legisladores, maestros, padres, por la comunicación mutua de un ciudadano a otro. Y por todo procedimiento, de palabra y por escrito, por la hoja y el libro, por el espectáculo y el gráfico, por todo procedimiento de efusión y difusión del pensamiento humano, tocando todos los resortes del alma humana. ¿No lo han hecho así los sin Dios para eliminarle?...


Por esto aplaudimos, de corazón de sacerdote, la palabra recientemente dicha por el Jefe del Estado español: “Nosotros queremos una España católica”. España católica de hecho, hasta su entraña viva: en la conciencia, en las instituciones y leyes, en la familia y en la escuela, en la ciencia y el trabajo, con la imagen de nuestro buen Dios, Jesucristo en el templo, en el hogar y en la tumba... Por esto, por el bien de España, hay que decir a los que la rigen: ¡Gobernantes! Haced catolicismo a velas desplegadas si queréis hacer la Patria grande. Fuimos el primer pueblo del orbe cuando nuestro catolicismo vibró en su diapasón más alto; nuestra decadencia coincide con la destrucción de los templos y la matanza de los sacerdotes de nuestro Dios. Ni una ley, ni una cátedra, ni una institución, ni un periódico fuera o contra Dios y su Iglesia en España...


Corrosivos de la autoridad son la indisciplina y el sovietismo. La primera podrá curarse con la selección de jerarquías y las debidas sanciones. Para el segundo no puede haber en España sino guerra hasta el exterminio, de ideas y procedimientos. “Defensa contra la anarquía y el terrorismo bolchevique”, ha dicho el Generalísimo...


Todo ello –espíritu, autoridad y justicia- sostenido y reforzado por el sentido y la realización de la unidad. Que acabe la atomización de nuestros hombres y de nuestras fuerzas, por sobra de egoísmo y falta de grandes ideales. Un ideal: la España una y grande en Dios y por Dios; y un esfuerzo unánime de pensamiento, de corazón y de vida para lograrlo. Lo demás, que sale del terreno de la religión y moral, no cabe en una carta cuaresmal de un obispo. Política y economía tienen sus maestros, a ellos toca lo que solo toca a la tierra. La Iglesia tendrá siempre luz y bendiciones para darles luz y fuerza; porque hasta las cosas de la tierra tienen todas un lado por donde miran al cielo.”


Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA (7)

 


Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA
(Sacado de Instrucciones morales sobre la Doctrina Cristiana, por Ildefonso de Bressanvido O.F.M., tomo cuarto, Paris, 1853).


XIII. La envidia es común entre los comerciantes, quienes ven con mal ojo que otros triunfen en sus empresas y en su comercio. La envidia reina también entre los médicos, abogados y los que integran el colegio de jueces, que no pueden ver sin celos el mérito distinguido de quienes ejercen su profesión. La envidia está presente igualmente entre los campesinos, entre los aldeanos que ven con pesar el campo o las vides de sus vecinos mejor cultivadas y más productivas que los de ellos. Reina también entre las mujeres, que no puede tolerar que otras tengan vestidos más ricos y más elegantes, que tengan más espíritu, que obtengan el primer rango en la sociedad, en los círculos sociales o en el baile. Los hermanos entre sí no están libres de envidia; tenemos pruebas en el inocente Abel que se convirtió en la víctima de la envidia de Caín; en el casto José, víctima de la envidia de sus hermanos; no lo mataron como lo habían planeado inicialmente, pero lo vendieron como un esclavo. La envidia penetró incluso en el mismo colegio de los Apóstoles, ya que se dice que concibieron sentimientos, de indignación contra los dos hermanos Santiago y Juan, que habían pedido a Jesucristo los dos primeros lugares en su reino: Indignati sunt de duobus fratribus. ¿Y no es de temer que este vicio se introduzca incluso en el santuario, y que contagie a quienes profesan la virtud y la santidad?



XIV. Lo que más hay que temer en el pecado de la envidia es que las personas que son más culpables de este pecado no lo reconocen en ellos, no se lo reprochan a sí mismos, y no se acusan; por lo tanto, les resulta imposible corregirlo. Muchos cristianos se culpan a sí mismos por transportes de ira, malas palabras, blasfemias, intemperancia, incontinencia; pero ¿quiénes son los que confiesan de envidia? Las personas que quieren pasar por espirituales y los devotos se acusarán de algunas faltas leves, que ni siquiera son errores, como distracciones involuntarias, tentaciones a las que no dieron su consentimiento; pero ¿vemos a muchas de estas personas examinándose seriamente a sí mismas sobre este pecado de la envidia, y que se acusen de él? Pecado de envidia que tal vez sea su pasión dominante. Se suele poner a prueba la paciencia del confesor, pasando horas enteras exponiéndole escrúpulos, perturbaciones de conciencia, y no sentimos ningún remordimiento ante este vicio, no nos preocupamos por él, no pensamos en arrepentirnos y corregirnos ¿Quiénes son los penitentes que vienen a decir sinceramente al confesor: padre, la envidia es un pecado habitual en mí ; siento disgusto por el bien y la prosperidad de mi prójimo, y un gozo secreto en sus desgracias; consiento en ello, y no me esfuerzo en superar este hábito? Cristianos, tengamos cuidado de no equivocarnos en un punto tan esencial. Pocos están exentos de esta debilidad; pocos se culpan a sí mismos y se corrigen; de ahí sucede que la envidia se convierta en un mal casi incurable.

Continuará...

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE, San Alfonso Mª de Ligorio (9)

 



                                                  TERCERA CONSIDERACIÓN 
                                                      BREVEDAD DE LA VIDA


                                                                                           PUNTO TERCERO
           La vida es BREVE: luego hay que trabajar para alcanzar la muerte


¡Qué gran locura es, por los breves y míseros deleites de esta cortísima vida, exponerse al peligro de una infeliz muerte y comenzar con ella una desdichada eternidad! ¡Oh, cuánto vale aquel supremo instante, aquel postrer suspiro, aquella última escena! Vale una eternidad de dicha o de tormento. Vale una vida siempre feliz o siempre desgraciada. Consideremos que Jesucristo quiso morir con tanta amargura e ignominia para que tuviéramos muerte venturosa. Con este fin nos dirige tan a menudo sus llamamientos, sus luces, sus reprensiones y amenazas, para que procuremos concluir la hora postrera en gracia y amistad de Dios.


Hasta un gentil, Antístenes, a quien preguntaban cuál era la mayor fortuna de este mundo, respondió que era una buena muerte. ¿Qué dirá, pues, un cristiano á quien la luz de la fe enseña que en aquel trance se emprende uno de los dos caminos, el de un eterno padecer o el de un eterno gozar? Si en una bolsa hubiese dos papeletas, una con el rótulo del infierno, otra con el de la gloria, y tuvieses que sacar por suerte una de ellas para ir sin remedio a donde designase, ¿qué de cuidado no pondrías en acertar a escoger la que te llevase al Cielo? Los infelices que estuvieran condenados a jugarse la vida, ¡cómo temblarían al tirar los dados que fueran a decidir de la vida o la muerte! ¡Con qué espanto te verás próximo a aquel punto solemne en que podrás a ti mismo decirte: «De este instante depende mi vida o muerte perdurables! ¡Ahora se ha de resolver si he de ser siempre bienaventurado o infeliz para siempre!" Refiere San Bernardino de Sena que cierto príncipe, estando a punto de morir, atemorizado, decía: Yo, que tantas tierras y palacios poseo en este mundo, ¡no sé, si en esta noche muero, qué mansión iré a habitar!


Si crees, hermano mío, que has de morir, que hay una eternidad, que una vez sola se muere, y que, engañándote entonces, el yerro es irreparable para siempre y sin esperanza de remedio, ¿cómo no te decides, desde el instante que esto lees, a practicar cuanto puedas para asegurarte buena muerte?... Temblaba un San Andrés Avelino, diciendo: «¿Quién sabe la suerte que me estará reservada en la otra vida, si me salvaré o me condenaré?...» Temblaba un San Luis Beltrán de tal manera, que en muchas noches no lograba conciliar el sueño, abrumado por el pensamiento que le decía: ¿Quién sabe si te condenarás?... ¿Y tú, hermano mío, que de tantos pecados eres culpable, no tienes temor?... Sin tardanza, pon oportuno remedio; forma la resolución de entregarte a Dios completamente, y comienza, siquiera desde ahora, una vida que no te cause aflicción, sino consuelo en la hora de la muerte. Dedícate a la oración; frecuenta los sacramentos; apártate de las ocasiones peligrosas, y aun abandona el mundo, si necesario fuere, para asegurar tu salvación; entendiendo que cuando de esto se trata no hay jamás confianza que baste.



AFECTOS Y PETICIONES

¡Cuánta gratitud os debo, amado Salvador mío!... ¿Y cómo habéis podido prodigar tantas gracias a un traidor ingrato para con Vos? Me creasteis, y al crearme veíais ya cuántas ofensas os había de hacer. Me redimisteis, muriendo por mí, y ya entonces percibíais toda la ingratitud con que había de colmaros. Luego, en mi vida del mundo, me alejé de Vos, fui como muerto, como animal inmundo, y Vos, con vuestra gracia, me habéis vuelto a la vida. Estaba ciego, y habéis dado luz a mis ojos. Os había perdido, y Vos hicisteis que os volviera a hallar. Era enemigo vuestro, y Vos me habéis dado vuestra amistad... ¡Oh Dios de misericordia!, haced que conozca lo mucho que os debo y que llore las ofensas que os hice. Vengaos de mi dándome dolor profundo de mis pecados; mas no me castiguéis privándome de vuestra gracia y amor... ¡Oh eterno Padre, abomino y detesto sobre todos los males cuantos pecados cometí ! ¡ Tened piedad de mí, por amor de Jesucristo! Mirad a vuestro Hijo muerto en la cruz, y descienda sobre mí su Sangre divina para lavar mi alma. ¡Oh Rey de mi corazón, adveniat regnum tuum! Resuelto estoy a desechar de mí todo afecto que no sea por Vos. Os amo sobre todas las cosas; venid a reinar en mi alma. Haced que os ame como único objeto de mi amor. Deseo complaceros cuanto me fuere posible en el tiempo de vida que me reste. Bendecid, Padre mío, este mi deseo, y otorgadme la gracia de que siempre esté unido a Vos. Os consagro todos mis afectos, y de hoy en adelante quiero ser sólo vuestro, ¡oh tesoro mío, mi paz, mi esperanza, mi amor y mi todo! De Vos lo espero todo por los merecimientos de vuestro Hijo!


Reina Y Madre mía María, mi reina y mi Madre!, ayudadme con vuestra intercesión. Madre de Dios, rogad por mí.

Continuará...

AUDI, FILIA, ET VIDE (Beato Juan de Ávila) (5)

 


                                                                   CAPÍTULO 5

De cuánto debemos huir los regalos de la carne; y cómo es peligrosísimo enemigo; y de qué medios nos habemos de aprovechar para vencerlo.


La carne habla regalos y deleites; unas veces claramente, y otras debajo de título de necesidad. Y la guerra de esta enemiga, allende [además] de ser muy enojosa, es más peligrosa, porque combate con deleites, que son armas más fuertes que otras. Lo cual parece en que muchos han sido de los deleites vencidos, que no lo fueron por dineros, ni honras, ni recios tormentos. Y no es maravilla, pues es su guerra tan escondida y tan a traición, que es menester mucho aviso para se guardar de ella. ¿Quién creerá que debajo de blandos deleites viene escondida la muerte, y muerte eterna, siendo la muerte lo más amargo que hay, y los deleites el mismo sabor? Copa de oro y ponzoña de dentro, es el falso deleite, con el cual son embriagados los hombres que no miran sino a la apariencia de fuera. Traición es de Joab que abrazando a Amasás lo mató (2 Reg., 20, 9); y de Judas, que con falsa paz entregó a la muerte a su bendito Maestro (Lc., 22, 47). Y así es, que en bebiendo del deleite del pecado mortal, muere Cristo en el alma; y Él muerto, el ánima muere; porque la vida de ella viene de Él. Y así dice San Pablo (Rom., 8, 13): Si según la carne viviéredes, moriréis. Y en otra parte (1 Tim., 6, 6): La viuda que en deleites está, viviendo está muerta; viva en la vida del cuerpo, y muerta en la del ánima. Y cuanto la carne es a nos más conjunta, tanto más nos conviene temerla; pues el Señor dice (Mt., 10, 36) que los enemigos del hombre son los de su casa; y ésta no sólo es de casa, mas de dos paredes que tiene nuestra casa, ella es la una.


Y por esta y otras causas que hay, dijo San Agustín que «la pelea de la carne es continua, y la victoria dificultosa»; y quien quisiere salir vencedor, de muchas y muy fuertes armas le conviene ir armado. Porque la preciosa joya de la castidad no se da a todos, mas a los que con muchos sudores de importunas oraciones y de santos trabajos la alcanzan de nuestro Señor. El cual quiso ser envuelto en sábana limpia de lienzo, que pasa por muchas asperezas para venir a ser blanco; para dar a entender que el varón que desea alcanzar o conservar el bien de la castidad, y aposentar a Cristo en sí como en otro sepulcro, conviene le con mucha costa y trabajos ganar esta limpieza: la cual es tan rica que, por mucho que cueste, siempre se compra barato.


Y así como se piden otros trabajos más ásperos de penitencia y satisfacción al que mucho ha ofendido a nuestro Señor que a quien menos, así, aunque a todos los que en esta carne viven convenga temerla, y guardarse de ella, y enfrenarla, y regirla con prudente templanza, mas los que particularmente son de ella guerreados, particulares remedios y trabajos han menester. Por tanto, quien esta necesidad sintiere en sí mismo, debe primeramente tratar con aspereza su carne, con apocarle la comida y el sueño, con dureza de cama, y de cilicios, y otros convenientes medios con que la trabaje. Porque, según San Jerónimo dice: «Con el ayuno se sanan las pestilencias de la carne»; y San Hilarión, que decía a su propia carne: «Yo te domaré y haré que no tires coces, sino que, de hambrienta y trabajada, pienses antes en comer que en retozar.» Y San Jerónimo aconseja a Eustoquio [hija de Santa Paula, discípula de S. Jerónimo], virgen, que aunque ha sido criada con delicados manjares, tenga gran cuenta con la abstinencia y trabajos del cuerpo, afirmándole que sin esta medicina no podrá poseer la castidad. Y si de aqueste tratamiento se sigue flaqueza a la carne, o daño a la salud, responde el mismo San Jerónimo en otra parte: «Más vale que duela, el estómago, que no el alma; y mejor es que mandes al cuerpo, que no que le sirvas; y que tiemblen las piernas de flaqueza, que no que vacile la castidad.» Verdad es que en otra parte dice que no sean los ayunos tan excesivos, que debiliten el estómago; y en otra parte reprende a algunos que él conoció haber corrido peligro de perder el juicio por la mucha abstinencia y vigilias.


Para estas cosas no se puede dar una general regla que cuadre a todos; pues unos se hallan bien con unos medios, y otros no; y lo que daña a uno en su salud, a otro no. Y una cosa es ser la guerra tan grande, que pone al hombre a riesgo de perder la castidad, porque entonces a cualquier riesgo conviene poner el cuerpo por quedar con la vida del alma; y otra cosa es pelear con una mediana tentación, de la cual no se teme tanto peligro ni ha menester tanto trabajo para la vencer. Y el tomar en estas cosas el medio que conviene, está a cargo del que fuere guía prudente de la persona tentada; habiendo de parte de entrambos humilde oración al Señor, para que dé en ello su luz. Y pues San Pablo (1 Cor., 9, 27), vaso de elección, no se fía de su carne, mas dice que la castiga y la hace servir, porque predicando él a otros que sean buenos, no sea él hallado malo cayendo en algún pecado, ¿cómo pensaremos nosotros, que seremos castos sin castigar nuestro cuerpo, pues tenemos menos virtud que él, y mayores causas para temer? Muy mal se guarda la humildad entre honras, y templanza entre abundancia, y castidad entre los regalos. Y si sería digno de escarnio quien quisiese apagar el fuego que arde en su casa y él mismo le echase leña muy seca, muy más digno de escarnio, es quien por una parte desea la castidad, y por otra hinche de manjares y de regalo su carne, y se da a la ociosidad; porque estas cosas no sólo no apagan el fuego encendido, mas bastan a encenderlo a quien muy apagado lo tuviere. Y pues el Profeta Ezequiel (16, 49) da testimonio que la causa por que aquella desventurada ciudad de Sodoma llegó a la cumbre de tan abominable pecado, fue la hartura y abundancia de pan y ociosidad que tenía, «quién osará vivir en regalos ni ocio, ni aun verlos de lejos, pues los que fueron bastantes a hacer el mayor mal, con más facilidad harán los menores". Ame, pues, la templanza y mal tratamiento de su carne quien es amador de la castidad; porque si lo uno quiere tener sin lo otro, no saldrá con ello, mas antes se quedará sin entrambas cosas. Que a los que Dios juntó, ni los debe el hombre querer apartar (Mt., 19, 6), ni puede aunque quiera.


Continuará...

Syllabus de errores condenados por S.S. Pío IX (1)

 



Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores.

Indice de los principales errores de nuestro siglo ya notados en las Alocuciones Consistoriales y otras Letras Apostólicas de Nuestro Santísimo Padre Pío IX



§ I. Panteísmo, Naturalismo y Racionalismo absoluto

I. No existe ningún Ser divino [Numen divinum], supremo, sapientísimo, providentísimo, distinto de este universo, y Dios no es más que la naturaleza misma de las cosas, sujeto por lo tanto a mudanzas, y Dios realmente se hace en el hombre y en el mundo, y todas las cosas son Dios, y tienen la misma idéntica sustancia que Dios; y Dios es una sola y misma cosa con el mundo, y de aquí que sean también una sola y misma cosa el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.

ERROR CONDENADO 
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)



II. Dios no ejerce ninguna manera de acción sobre los hombres ni sobre el mundo.

ERROR CONDENADO 
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)



III. La razón humana es el único juez de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, con absoluta independencia de Dios; es la ley de sí misma, y le bastan sus solas fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos.

ERROR CONDENADO 
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)



IV. Todas las verdades religiosas dimanan de la fuerza nativa de la razón humana; por donde la razón es la norma primera por medio de la cual puede y debe el hombre alcanzar todas las verdades, de cualquier especie que estas sean.

ERROR CONDENADO 
(Encíclica Qui pluribus, 9 noviembre 1846) (Encíclica Singulari quidem, 17 Marzo 1856) (Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)



V. La revelación divina es imperfecta, y está por consiguiente sujeta a un progreso continuo e indefinido correspondiente al progreso de la razón humana.

ERROR CONDENADO 
(Encíclica Qui pluribus, 9 noviembre 1846) (Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)



VI. La fe de Cristo se opone a la humana razón; y la revelación divina no solamente no aprovecha nada, pero también daña a la perfección del hombre.

ERROR CONDENADO 
(Encíclica Qui pluribus, 9 noviembre 1846) (Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)



VII. Las profecías y los milagros expuestos y narrados en la Sagrada Escritura son ficciones poéticas, y los misterios de la fe cristiana resultado de investigaciones filosóficas; y en los libros del antiguo y del nuevo Testamento se encierran mitos; y el mismo Jesucristo es una invención de esta especie.

ERROR CONDENADO 
(Encíclica Qui pluribus, 9 noviembre 1846) (Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

Continuará...

"Cristo y el Anticristo se dan la batalla en nuestro suelo español”. (Cardenal Gomá, 1936).

 


4. DE LA PASTORAL DEL CARDENAL GOMÁ, PRIMADO DE ESPAÑA Y ARZOBISPO DE TOLEDO, SOBRE ‘EL CASO DE ESPAÑA’ (24 de noviembre de 1936)


“Esta cruentísima guerra es, en el fondo, una guerra de principios, de doctrinas, de un concepto de la vida y del hecho social contra otro, de una civilización contra otra. Es la guerra que sostiene el espíritu cristiano y español contra este otro espíritu, si espíritu puede llamarse, que quisiera fundir todo lo humano, desde las cumbres del pensamiento a la pequeñez del vivir cotidiano, en el molde del materialismo marxista...


Podemos afirmar, porque somos testigos de ello, es que, al pronunciarse una parte del Ejército contra el viejo estado de cosas, el alma nacional se sintió profundamente percutida y se incorporó, en corriente profunda y vasta, al movimiento militar; primero, con la simpatía y el anhelo con que se ve surgir una esperanza de salvación, y luego, con la aportación de entusiastas milicias nacionales, de toda tendencia política, que ofrecieron, sin tasa ni pactos, su concurso al Ejército, dando generosamente vidas y haciendas, para que el movimiento inicial no fracasara. Y no fracasó –lo hemos oído de militares prestigiosos– precisamente por el concurso armado de las milicias nacionales.


Es preciso haber vivido aquellos días de la primera quincena de agosto en esta Navarra, que, con una población de 320.000 habitantes, puso en pie de guerra más de 40.000, casi la totalidad de los hombres útiles para las armas, que dejando las parvas en sus eras y que mujeres y niños levantaran las cosechas, partieron para los frentes de batalla sin más ideas que la defensa de su religión y de la patria. Fueron, primero, a guerrear por Dios. Al compás de Navarra se ha levantado potente el espíritu español en las demás regiones no sometidas de primer golpe a los ejércitos gubernamentales. Aragón, Castilla la Vieja, León y Andalucía han aportado grandes contingentes... Y en todos los frentes se ha visto alzarse la Hostia divina en el santo sacrificio y se han purificado las conciencias por la confesión de millares de jóvenes soldados, y mientras callaban las armas resonaba en los campamentos la plegaria colectiva del Santo Rosario. En ciudades y aldeas se ha podido observar una profunda reacción religiosa de la que no hemos visto ejemplo igual.


Es que la Religión y la Patria –arae et foci– estaban en gravísimo peligro, llevadas al borde del abismo por una política totalmente en pugna con el sentir nacional y con nuestra historia. Por esto la reacción fue más viva donde mejor se conservaba el espíritu de religión y de patria. Y por esto logró este movimiento el matiz religioso que se ha manifestado en los campamentos de nuestras milicias, en las insignias sagradas que ostentan los combatientes y en la explosión del entusiasmo religioso de las multitudes de retaguardia.


Quítese, si no, la fuerza del sentido religioso, y la guerra actual queda enervada. Cierto que el espíritu de patria ha sido el gran resorte que ha movilizado las masas de combatientes; pero nadie ignora que el resorte de la religión, actuando en las regiones donde está más enraizada, ha dado el mayor contingente inicial y la máxima bravura a nuestros soldados. Más: estamos convencidos de que la guerra se hubiese perdido para los insurgentes sin el estímulo divino que ha hecho vibrara el alma del pueblo cristiano que se alistó en la guerra o que sostuvo con su aliento, fuera de los frentes, a los que guerreaban.


Quede, pues, por esta parte como cosa inconclusa que en el fondo debe reconocerse en esta guerra un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica, cuya savia ha vivificado durante siglos la historia de España y ha constituido como la médula de su organización y de su vida... Cuanto cabe en la intención de Moscú, el pabellón comunista se ha plantado en España frente a su cristianísima bandera. Aquí se han enfrentado las dos civilizaciones, las dos formas antitéticas de la vida social. Cristo y el Anticristo se dan la batalla en nuestro suelo”.

Continuará...

Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA (6)

 



Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA
(Sacado de Instrucciones morales sobre la Doctrina Cristiana, por Ildefonso de Bressanvido O.F.M., tomo cuarto, Paris, 1853).


XI. ¿No es justo que San Agustín llame a la envidia un pecado diabólico? peccatum diabolicum, puesto que los envidiosos hacen precisamente lo que el demonio le hizo a nuestro primer padre. Ardía de rabia y de envidia, al ver que Dios había creado al hombre y lo había rodeado de tanta grandeza y de dicha. ¿Qué hizo entonces Satanás? Usó tantos trucos y artificios, que logró hacerlo caer de su glorioso estado. Esto es precisamente lo que hace el envidioso con su prójimo. Si lo ve elevado y feliz, utiliza todos los medios para hacerlo caer. El diablo ama el mal; además, encuentra su tormento en la felicidad del hombre: esto sigue siendo lo que sucede en el corazón de los envidiosos. San Juan Crisóstomo dice algo más fuerte (Hom. 44. ad pop.), y llega incluso a declarar al envidioso peor que el diablo: Invidi daemonibus pares, immo forte pejores. Pero ¿de que manera es peor la malicia de un envidioso que la del diablo? En esto que, responde el Santo, el envidioso descarga su veneno contra los de su naturaleza y especie, cosa que el demonio no hace. El demonio arde de envidia contra los hombres, los odia, los persigue, pero no siente odio contra los otros demonios. En cambio los hombres se envidian unos a otros, se lamentan por el bien de sus semejantes y se regocijan en sus desgracias: Invicem invidentes, invicem provocantes (Gál. 5. 26). Por tanto, oh hombre envidioso, eres más malvado en un sentido que el demonio, y aparte de su obstinación y su impenitencia, eres más demonio que el demonio mismo. ¿Y no te sonrojas de un vicio tan abominable y tan indigno de tu grandeza?


XII. Y sin embargo, ¿quién lo creería? este vicio diabólico es tan contrario a la humanidad, a la sociedad, a la caridad cristiana, tan detestable a los ojos de Dios, tan cruel con el prójimo, es el vicio de una infinidad de personas, un vicio común entre los hombres. No hay enfermedad más mortal que la peste, y sin embargo, no hay ninguna que se propague tan fácilmente y que infecte a más personas. Asimismo, no hay nada más odioso, más indigno que la envidia, y sin embargo no hay nada que se comunique con tanta facilidad. San Agustín nos asegura que hay muy pocos hombres que estén libres de este vicio. Porque, dice, cada hombre se encuentra en uno de estos tres estados, o igual, o superior o inferior. El igual envidia a su igual, porque lo ve caminando al unísono con él, y le gustaría adelantarse a él. El inferior envidia al superior, porque lo ve más alto que él, y que le gustaría igualarlo. El superior envidia al inferior, porque teme que algún día logre ser igual a él. No hay edad, género, estado, condición o lugar donde la envidia no lleve su veneno. Si vais a la corte de los príncipes, a los palacios de los grandes, encontraréis casi tanta gente envidiosa allí como tantos cortesanos y sirvientes hay. Todos quieren ponerse delante; todos buscan aspirar; todos temen que otros reciban favores especiales; todos buscan suplantar o perder a sus rivales. El profeta Daniel nos proporciona una prueba (14, 30). Fue el ministro más fiel de su rey y lleno de piedad para con Dios. Su misma piedad sirvió como un pretexto para que otros cortesanos lo condenaran; y si Dios no lo hubiera preservado, habría llegado a ser presa de leones y víctima inocente del deseo más infernal.

Continuará...

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE, San Alfonso Mª de Ligorio (8)

 


                                                   TERCERA CONSIDERACIÓN 
                                                      BREVEDAD DE LA VIDA


                                                                                      PUNTO SEGUNDO
               La vida es corta: luego los bienes de este mundo son pura vanidad


Exclamaba el rey Exequias: Mi vida ha sido cortada como por tejedor. Mientras se estaba aún formando, me cortó (Is., 38, 12). ¡Oh, a cuántos que están tramando la tela de su vida, ordenando y persiguiendo previsoramente sus mundanos designios, los sorprende la muerte y lo rompe todo! Al pálido resplandor de la última luz se oscurecen y huyen todas las cosas de la tierra: aplausos, placeres, grandezas y galas... ¡Gran secreto de la muerte! Ella sabe mostrarnos lo que no ven los amantes del mundo. Las más envidiadas fortunas, las mayores dignidades, los magníficos triunfos, pierden todo su esplendor cuando se les contempla desde el lecho de muerte. La idea de cierta falsa felicidad que nos habíamos forjado se trueca entonces en desdén contra nuestra propia locura. La negra sombra de la muerte cubre y oscurece hasta las regias dignidades.



Ahora las pasiones nos presentan los bienes del mundo muy diferentes de lo que son. Mas la muerte los descubre y muestran como son en sí humo, fango, vanidad y miseria. .. ¡Oh Dios! ¿De qué sirven después de la muerte las riquezas, dominios y reinos, cuando no hemos de tener más que un ataúd de madera y una mortaja que apenas baste para cubrir el cuerpo? ¿De qué sirven los honores, si sólo nos darán un fúnebre cortejo o pomposos funerales, que si el alma está perdida, de nada le aprovecharán? ¿De qué sirve la hermosura del cuerpo, si no quedan más que gusanos, podredumbre espantosa y luego un poco de infecto polvo?



Me ha puesto como por refrán del vulgo, y soy delante de ellos un escarmiento (Jb., 17, 6). Muere aquel rico, aquel gobernante, aquel capitán, y se habla de él en dondequiera. Pero si ha vivido mal, vendrá a ser murmurado del pueblo, ejemplo de la vanidad del mundo y de la divina justicia, y escarmiento de muchos. Y en la tumba confundido estará con otros cadáveres de pobres. Grandes y pequeños allí están (J., 3, 18). ¿Para qué le sirvió la gallardía de su cuerpo, si luego no es más que un montón de gusanos? ¿Para qué la autoridad que tuvo, si los restos mortales se pudrirán en el sepulcro, y si el alma está arrojada a las llamas del infierno? ¡Oh, qué desdicha ser para los demás objeto de estas reflexiones, y no haberlas uno hecho en beneficio propio!


Convenzámonos, por tanto, de que para poner remedio a los desórdenes de la conciencia no es tiempo hábil el tiempo de la muerte, sino el de la vida. Apresurémonos, pues, a poner por obra enseguida lo que entonces no podremos hacer. Todo pasa y fenece pronto (1 Co., 7, 29). Procuremos que todo nos sirva para conquistar la vida eterna.



AFECTOS Y PETICIONES

Oh Dios de mi alma, oh bondad infinita! Tened compasión de mí, que tanto os he ofendido. Harto sabía que pecando perdería vuestra gracia, y quise perderla. ¿Me diréis, Señor, lo que debo hacer para recuperarla?... Si queréis que me arrepienta de mis pecados, de ellos me arrepiento de todo corazón, y desearía morir de dolor por haberlos cometido. Si queréis que espere vuestro perdón, lo espero por los merecimientos de vuestra Sangre. Si queréis que os ame sobre todas las cosas, todo lo dejo, renuncio a cuantos placeres o bienes puede darme el mundo, y os amo más que a todo, ¡oh amabilísimo Salvador mío! Si aún queréis que os pida alguna gracia, dos os pediré: que no permitáis os vuelva a ofender; que me concedáis os ame de veras, y luego hacer de mí lo que quisiereis.


¡Oh María, esperanza de mi alma, alcanzadme estas dos gracias. Así lo espero de Vos.

Continuará...

AUDI, FILIA, ET VIDE (Beato Juan de Ávila) (4)

 



                                                                    CAPÍTULO 4

En qué grado y por qué fin es lícito desear la humana honra; y del grandísimo peligro que hay en los oficios honrosos y de mando.



Para que mejor entendáis lo que se os ha dicho, habéis de saber que una cosa es amar la honra o estimación humana por sí misma y parando en ella, y esto es malo según se ha dicho, y otra cosa es cuando estas cosas se aman por algún buen fin, y esto no es malo.


Claro es que una persona que tiene mando o estado de aprovechar a otros, puede querer aquella honra y estima para tratar su oficio con mayor provecho de los otros; pues que si tienen en poco al que manda, tendrán en poco su mandamiento, aunque sea bueno.


Y no solamente estas personas, mas generalmente todo cristiano debe cumplir lo que está escrito (Eccli., 41, 15): Ten cuidado de la buena fama. No porque ha de parar en ella, mas porque ha de ser tal un cristiano, que quienquiera que oyere o viere su vida, dé a Dios gloria; como la solemos dar viendo una rosa, o un árbol con fruto y frescura. Esto es lo que manda el santo Evangelio (Mt., 5, 13), que luzca nuestra luz delante de los hombres, de manera que, viendo nuestras buenas obras, den gloria al celestial Padre, del cual procede todo lo bueno.


Y este intento de la honra de Dios y de aprovechar a los prójimos movió a San Pablo (2 Cor., 4) a contar de sí mismo grandes y secretas mercedes que nuestro Señor le había hecho, sin tenerse por quebrantador de la Escritura, que dice (Prov., 27): Alábete la boca ajena, y no la tuya. Porque contaba él estas sus alabanzas tan sin pegársele nada de ellas, como si no las hablara; cumpliendo él mismo lo que había dicho a los de Corinto (1 Cor., 7), que los que tienen mujeres sean como si no las tuviesen, y los que lloran como si no llorasen, con otras cosas semejantes a éstas. En lo cual quiere decir, que aquél provechosamente usa de lo temporal, próspero o adverso, gozoso o triste, que no se le pega el corazón a ello; mas pasa por ello como por cosa vana y que presto se pasa. Y cierto, cuando San Pablo contaba estas cosas de sí, con un corazón las decía, no sólo despreciador de la honra, mas amador del desprecio y deshonra por Jesucristo, cuya cruz él tenía por honra suprema (Gal., 6, 14) Y de estos tales corazones bien se puede fiar que reciban honra, o digan ellos cosas que aprovechen para tenerla; porque nunca harán estas cosas sino cuando fuere muy menester; para algún buen fin.


Más así como es cosa de mucha virtud tener la cosa cómo si no la tuviesen, y no pegarse al corazón la honra que de fuera nos dan, así es cosa dificultosa y que muy pocos la alcanzan. Porque, como San Crisóstomo dice: «Andar entre honras y no pegarse al corazón del honrado, es como andar entre hermosas mujeres sin alguna vez mirarlas con ojos no castos.» Y la experiencia nos ha mostrado que las dignidades y lugares de honra muy pocas veces han hecho de malos buenos, y muy muchas de los buenos malos; Porque para sufrir el peso de la honra y ocasiones que vienen con ella, es menester gran fuerza y virtud. Porque, según San Jerónimo dice: «Los montes más altos con mayores vientos son combatidos.» Y cierto es que se requiere mayor virtud para tener mando que para obedecer. Y no sin causa, y gran causa, nuestro soberano Maestro y Señor, que todo lo sabe, huyó de ser elegido por Rey (Jn., 6). Y pues Él no podía peligrar en estado por alto que fuese, claro está que es doctrina para nuestra flaqueza, que debe ella huir de lo peligroso, pues huyó Él, que estaba seguro.


Y si es atrevimiento muy grande, y contra el ejemplo de Cristo, recibir el estado de honra cuando lo ofrecen, ¿qué será desearlo y qué será procurarlo? Porque para decir cuánto mal es dar dineros por ello, no hay hombre que baste. Cosa es de grandísimo espanto, que pudiendo un hombre andar seguramente por tierra llana, escoja los peligros de andar por la mar; y no con bonanza, sino con tempestades continuas. Porque, según San Gregorio dice: «¿Qué otra cosa es el poderío de la alteza sino tempestad del ánima?» Y tras estos trabajos y peligros que en lugar alto hay, sucede aquélla terrible amenaza dicha por Dios, aunque de pocos oída y sentida, (Sab., 6): Juicio durísimo será hecho en los que tienen mando. ¿Qué será esto, que siendo el juicio ordinario de Dios tal, que los más estirados en la virtud tiemblan y dicen (Sal., 142, 2): No entres en juicio con tu siervo. Señor, hay gente tan atrevida que elija entrar en juicio, no cualquiera, mas estrechísimo y durísimo? Y viendo que un Rey Saúl, a quien fue el reino ofrecido de parte de Dios, sin que por ello él se ensalzase ni hiciese caso de él, y aun se escondió por no recibirlo, y fue hallado porque Dios lo manifestó (1 Reg., 10), con todo esto maltratóle tan mal la alteza de la dignidad con sus ocasiones, que habiendo precedido elegirlo Dios, y huirlo él, sucedió tan mala vida y mal fin, que debe poner temor y escarmiento a los que entran en estados de honra, aun llamados y por buena puerta, y muy mayor a los que no entran por tal.


Y cierto, es cosa de maravillar que haya gente tan tasada [escasa] en el servicio de nuestro Señor, que si les dicen que hagan algo, aunque muy bueno, andan mirando y remirando si es cosa que no les obliga a pecado mortal para no la hacer; porque dicen que son flacos, y no quieren meterse en cosas altas y de perfección, sino andar camino llano, como ellos dicen. Y éstos por una parte tan cobardes en buscar la perfecta virtud para sí mismos, que con la gracia del Señor les fuera fácil de alcanzar, por otra parte son tan atrevidos en meterse en señoríos y mandos y honras, que para usar bien de ellos y sin daño propio, es menester perfecta o aprovechada virtud, que se hacen entender que la tienen, y que darán buena cuenta del lugar alto, sin que peligren sus conciencias en lo que muchos han peligrado. Tanto ciega el deseo de la honra y mandos y de intereses humanos, que a los que no osan acometer lo fácil y seguro, hace acometer lo que está lleno de peligros y dificultad. Y los que no fían de Dios que les ayudará en las buenas obras que tocan a sí mismos, se prometen con grande osadía que los traerá Dios de la mano en lo que toca a regir a los otros, pudiendo Dios responder con mucha justicia, que pues ellos se metieron en aquel peligro, ellos se ayuden a valerse en él. Porque de estos tales dice Dios (Oseas, 8, 4): Ellos reinaron, y no por mi parecer: fueron príncipes, y yo no lo supe. Quiere decir: No lo aprobé, ni me pareció bien. Y quien mirare que desechó Dios de su mano al Rey Saúl, habiéndole el mismo Dios metido en el reino, tendrá mucha razón para desengañarse, pues que no hay quien le asegure de que no sea tan flaco como Saúl, sino la soberbia y gana del mando. Y por muy buena entrada que tenga en él, no será mejor que la de Saúl.


Razón tuvo San Agustín en decir que el lugar alto es necesario para regimiento [gobierno, régimen] del pueblo. Aunque cuando se tiene se administre como conviene, mas cuando no se tiene, no es lícito desearlo. Y él decía de sí mismo, que deseaba y procuraba salvarse en el lugar bajo, por no peligrar en el alto. Especialmente se debe esto hacer cuando el tal lugar tiene regimiento de ánimas; lo cual tiene tanta dificultad para hacerse bien, que se llama «arte de artes». Huir se deben estos peligros en cuánto buenamente fuere posible, imitando el ejemplo ya dicho, que el Señor nos dio, en huir de aceptar el reino, y el que nos han dado muchas personas santas y sabias que los han huido con todo su corazón [San Juan de Ávila rehuyó las mitras de Segovia y Granada]. Y para entrar bien en ellos ha de ser o por revelación del Señor, o por obediencia de quien lo puede mandar, o por consejo de persona que entienda muy bien la obligación del oficio y los peligros de él, y tenga el juicio de Dios delante sus ojos, y muy atrás de ellos todo respeto temporal. Y si estas condiciones no se hallaren, será menester que haya tales conjeturas de que Dios es de ello servido, que sean de tanto peso, que pueda el tal hombre fiarse, de ellas para entrar en tan grave peligro. Y con todo esto aún hay que temer; y conviene velar y suplicar al Señor, que pues guardó la entrada de mal, guarde también la salida, porque no pare en eterna condenación. Porque a muchos de los que han vivido contentos en estos estados, hemos visto morir con deseo de no los haber tenido, y con grandes temores de lo que primero, a su parecer, estaban seguros. Débese mejor parecer la verdad de las cosas temporales, cuanto el hombre más se aleja de ellas, y más se acerca al juicio de Dios, en el cual hay toda verdad.

Continuará...

Encíclica QUANTA CURA, S.S. Pío IX (5)

 




Concedemos, pues, por estas Letras y en virtud de nuestra autoridad Apostólica, una indulgencia plenaria a manera de jubileo a todos y a cada uno de los fieles de ambos sexos del orbe católico, la cual habrá de durar y ganarse sólo dentro del espacio de un mes, que habrá de señalarse por Vosotros, Venerables Hermanos, y por los otros legítimos ordinarios locales dentro de todo el año venidero de 1865 y no más allá; y este jubileo lo concedemos y habrá de publicarse en el modo y forma con que lo concedimos desde el principio de nuestro Supremo Pontificado por medio de nuestras Letras Apostólicas dadas en forma de Breve el día 20 de Noviembre del año de 1846 y dirigidas a todo vuestro Orden episcopal, cuyo principio es Arcano Divinae Providentiae consilio, y con todas las mismas facultades que por las mencionadas Letras fueron por Nos concedidas, queriendo sin embargo que se observen todas aquellas cosas que se prescribieron en las expresadas Letras y se tengan por exceptuadas las que allí por tales declaramos. Estas cosas concedemos sin que obste ninguna de las cosas que pueda haber contrarias, por más que sean dignas de especial mención y derogación. Para quitar toda duda y dificultad hemos dispuesto se os remita un ejemplar de las mismas Letras.


«Roguemos, Venerables Hermanos, de lo íntimo de nuestro corazón y con toda nuestra mente a la misericordia de Dios, porque Él mismo nos ha asegurado diciendo: No apartaré de ellos mi misericordia. Pidamos, y recibiremos, y si tardare en dársenos lo que pedimos, porque hemos ofendido gravemente al Señor, llamemos a la puerta, porque al que llama se le abrirá, con tal que llamen a la puerta nuestras preces, gemidos y lágrimas, en las que debemos insistir y detenernos, y sin perjuicio de que sea unánime y común la oración... cada uno sin embargo ruegue a Dios no sólo para sí mismo sino también por todos los hermanos, así como el Señor nos enseñó a orar» (San Cipriano, Epístola 11). Mas para que Dios más fácilmente acceda a nuestras oraciones y votos, y a los vuestros y de todos los fieles, pongamos con toda confianza por medianera para con Él a la Inmaculada y Santísima Madre de Dios la Virgen María, la cual ha destruido todas las herejías en todo el mundo, y siendo amantísima madre de todos nosotros, «toda es suave y llena de misericordia... a todos se muestra afable, a todos clementísima, y se compadece con ternísimo afecto de las necesidades de todos» (San Bernardo, Serm. de duodecim praerogativis B.M.V. ex verbis Apocalypsis) y como Reina que asiste a la derecha de su Unigénito Hijo Nuestro Señor Jesucristo con vestido bordado de oro, y engalanada con varios adornos, nada hay que no pueda impetrar de él. Imploremos también las oraciones del Beatísimo Príncipe de los Apóstoles San Pedro, y de su compañero en el Apostolado San Pablo, y de los Santos de la corte celestial, que siendo ya amigos de Dios han llegado a los reinos celestiales, y coronados poseen la palma de la victoria, y estando seguros de su inmortalidad, están solícitos de nuestra salvación.


En fin, deseando y pidiendo a Dios para vosotros de toda nuestra alma la abundancia de todos los dones celestiales, os damos amantísimamente, y como prenda de nuestro singular amor para con vosotros, nuestra Apostólica Bendición, nacida de lo íntimo de nuestro corazón para vosotros mismos, Venerables Hermanos, y para todos los clérigos y fieles legos encomendados a vuestro cuidado.


Dado en Roma en San Pedro el día 8 de Diciembre del año de 1864, décimo después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios la Virgen María, y decimonono de nuestro Pontificado. 

Pío Papa IX


A continuación... Syllabus o Indice de los principales errores de nuestro siglo

DE LA PASTORAL DE MONS. PLA Y DENIEL, OBISPO DE SALAMANCA SOBRE ‘LAS DOS CIUDADES’ (30 de septiembre de 1936)

 



3. DE LA PASTORAL DE MONS. PLA Y DENIEL, OBISPO DE SALAMANCA SOBRE ‘LAS DOS CIUDADES’ (30 de septiembre de 1936)


“¡Cómo han florecido las flores rojas del martirio en nuestra España en los dos meses que llevamos del desencadenamiento del odio comunista en tantas provincias de nuestra Patria! El mismo Vicario, en su solemnísima alocución del día 14 de este mes, lo ha proclamado a la faz del mundo. El ya largo y glorioso martirologio español se ha alargado y enriquecido con obispos, sacerdotes y seglares, con ancianos, con vírgenes y aun con niños. Todos son hermanos nuestros de fe y de Patria...


Con la misma sinceridad hemos de declarar que no sospechábamos que el número de mártires de la España contemporánea fuese tan crecido, de tantos centenares como ciertamente han ya sido, y aun tal vez de tantos millares cuando los conozcamos todos. Si la sangre de mártires ha sido siempre semilla de cristianos, ¡qué reflorecimiento de vida cristiana no es de esperar en la España regada por tanta sangre de mártires, de obispos y sacerdotes, de religiosos y seglares que han muerto por confesar a Cristo!


Podría alguien que no desconociese el Código de Derecho Canónico, decirnos: Enhorabuena que los ciudadanos españoles, haciendo uso de un derecho natural, se hayan alzado para derrocar un gobierno que llevaba la nación a la anarquía. Pero ¿no pregona siempre la Iglesia su apartamiento de las luchas partidistas? ¿No ha dicho muchas veces Su Santidad Pío XI que la acción de la Iglesia se desarrolla fuera y por encima de todos los partidos políticos? ¿No prescribe el canon 141 a los clérigos que no presten apoyo de modo alguno a las guerras intestinas y a las perturbaciones de orden público: neve intestinis bellis et ordinis publici perturbationibus opem quoquo modo ferant? ¿Cómo se explica, pues, que hayan apoyado el actual alzamiento los Prelados españoles, y el mismo Romano Pontífice haya bendecido a los que luchan en uno de los dos campos?» ...


La explicación plenísima nos la da el carácter de la actual lucha que convierte a España en espectáculo para el mundo entero. Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad es una Cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden... La Iglesia no interviene en lo que Dios ha dejado a la disputa de los hombres. Si desde el primer instante los Prelados hubiesen oficialmente excitado a la lucha, los que han asesinado obispos y sacerdotes, incendiado y saqueado templos, habrían dicho que era la Iglesia la que había excitado la guerra, y que sus horribles y sacrílegos atentados no eran más que represalias...


Por el contrario, cuando los sacrílegos asesinatos e incendios se han verificado antes de todo apoyo oficial de la Iglesia; cuando el Gobierno no contestó siquiera a las razonadas protestas del Romano Pontífice; cuando el mismo Gobierno ha ido desapareciendo de hecho, no ya sólo en la parte del territorio nacional que perdió desde los primeros momentos, sino que aun en el territorio a él todavía sujeto no ha podido contener los desmanes y se ha visto desbordado por turbas anarquizantes y aun declaradamente anarquistas…¡ah!, entonces ya nadie ha podido recriminar a la Iglesia porque se haya abierta y oficialmente pronunciado a favor del orden contra la anarquía, a favor de la implantación de un gobierno jerárquico contra el disolvente comunismo, a favor de la defensa de la civilización cristiana y de sus fundamentos religión, patria y familia contra los sin Dios y contra Dios, sin patria y hospicianos del mundo, en frase feliz de un poeta cristiano. Ya no se ha tratado de una guerra civil, sino de una Cruzada por la Religión y por la Patria y por la Civilización. Ya nadie podía tachar a la Iglesia de perturbadora del orden, que ni siquiera precariamente existía...


El comunismo, que en Rusia y en España ha consentido millares de asesinatos de personas inocentes, que quiere exterminar la religión, que destruye la familia, que pervierte a la niñez y a la mujer, que suprime a clases enteras de la sociedad, que esclaviza dictatorialmente a los mismos obreros, es bárbaro e inhumano, y esta barbarie e inhumanidad es un justísimo título de guerra, según los principios del maestro Vitoria, no sólo para una guerra nacional, sino internacional.”

Continuará...

DEL DOSSIER "FRANCISCO FRANCO, SALVADOR DE LA RELIGIÓN CATÓLICA EN ESPAÑA".

Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA (5)

 



Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA
(Sacado de Instrucciones morales sobre la Doctrina Cristiana, por Ildefonso de Bressanvido O.F.M., tomo cuarto, Paris, 1853).


IX. Pero lo que hace que la envidia sea más indigna de un cristiano es que destruye esta admirable caridad que debería unir a los hombres, y que Jesucristo trajo a la tierra, para ser el carácter distintivo de sus verdaderos discípulos. ¿Cuál es el oficio de esta santa caridad? Es, dice San Pablo, alegrarse con los que se alegran, y llorar con los que lloran: Gaudere cum gaudentibus, et flere cum flentibus. ¿Y esto por qué? Y esto, añade el Apóstol, porque todos somos miembros del mismo cuerpo del cual Jesucristo es cabeza, como en el cuerpo humano descubrimos esta unión, esta simpatía entre todos los miembros que lo componen, de modo que si uno de estos miembros sufre, todos los demás participan en su dolor; y si está sano, todos los demás se alegran; de este modo, todo cristiano debe experimentar sentimientos de tristeza y aflicción, cuando a otros les sucede alguna desgracia o algún mal; y debe regocijarse en la felicidad y prosperidad de sus hermanos al igual que se regocija de su propio bien. Éstos son los sentimientos generosos, nobles y dignos de un verdadero cristiano, y que la caridad debe inspirar. Pero la envidia produce efectos totalmente opuestos.


X. La envidia hace que los hombres se regocijen en lo que debería afligirlos y que se entristezcan por lo que debería alegrarlos. Una persona acaba de entrometerse en vuestros ambiciosos proyectos sin pensar, o tal vez lo hizo a propósito y por buenas razones. ¡Oh Dios! Pero quisieras clavarle el hierro en el pecho para vengarte, quisieras reducirla a la miseria extrema; pero la justicia humana te ata las manos. El deseo y la venganza permanece concentrada en tu corazón; ellos lo roen y lo devoran. Pero este otro no os ha desobedecido; ¿os hizo acaso algún daño? No importa: impulsado por la envidia, os afligís por su fortuna y sentís una alegría secreta y maligna por sus desgracias. Pero éste de aquí,¡ es vuestro amigo, ¿no le habéis dado siempre señales externas de estima y bondad? Sigue sin importar; la envidia hace que externamente le deseéis todo tipo de prosperidad, y que cada uno de sus éxitos sea para vos el motivo de una nueva pena. Le demostráis por fuera que simpatizáis con sus desgracias, pero sus desgracias proporcionan a vuestro corazón materia de gran alegría. ¿Cómo podrían los envidiosos llamarse a sí mismos discípulos de Jesucristo, ya que están tan lejos de practicar la caridad, la cual es su carácter distintivo?

Continuará...

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE, San Alfonso Mª de Ligorio (7)

 


                                                    TERCERA CONSIDERACIÓN 
                                                        BREVEDAD DE LA VIDA


                                                                                                Quae est vita vestra? Vapor est ad módícu parens.
                                                                ¿Qué es vuestra vida? Vapor es que aparece por un poco tiempo. Jac., IV, 15.


                                                             
                                                           PUNTO PRIMERO 
                                                       La muerte viene pronto

¿Qué es nuestra vida?... Es como un tenue vapor que el aire dispersa y al punto acaba. Todos sabemos que hemos de morir. Pero muchos se engañan, figurándose la muerte tan lejana como si jamás hubiese de llegar.


Mas, como nos advierte Job, la vida humana es brevísima: El hombre viviendo breve tiempo, brota como flor, y se marchita. Manda el Señor a Isaías que anuncie esa misma verdad: Clama —le dice— que toda carne es heno...; verdaderamente, heno es el pueblo: secóse el heno y cayó la flor (Is., 40, 6-7). Es, pues, la vida del hombre como la de esa planta. Viene la muerte, sécase el heno, acábase la vida, y cae marchita la flor de las grandezas y bienes terrenos. Corre hacia nosotros velocísima la muerte, y nosotros en cada instante hacia ella corremos (Jb., 9, 25). Todo este tiempo en que escribo —dice San Jerónimo— se quita de mi vida. Todos morimos, y nos deslizamos coma sobre la tierra el agua, que no se vuelve atrás (2 Reg., 14, 14). Ved cómo corre a la mar aquel arroyuelo; sus corrientes aguas no retrocederán. Así, hermano mío, pasan tus días y te acercas a la muerte. Placeres, recreos, faustos, elogios, alabanzas, todo va pasando... ¿Y qué nos queda?... Sólo me resta el sepulcro (Jb., 17, 1). Seremos sepultados en la fosa, y allí habremos de estar pudriéndonos, despojados de todo.


En el trance de la muerte, el recuerdo de los deleites que en la vida disfrutamos y de las honras adquiridas sólo servirá para acrecentar nuestra pena y nuestra desconfianza de obtener la eterna salvación... ¡Dentro de poco, dirá entonces el infeliz mundano, mi casa, mis jardines, esos muebles preciosos, esos cuadros, aquellos trajes, no serán ya para mí! Sólo me resta el sepulcro. ¡Ah! ¡Con dolor profundo mira entonces los bienes de la tierra quien los amó apasionadamente! Pero ese dolor no vale más que para aumentar el peligro en que está la salvación. Porque la experiencia nos prueba que tales personas apegadas al mundo no quieren ni aun en el lecho de la muerte que se les hable sino de su enfermedad, de los médicos a que pueden consultar, de los remedios que pudieran aliviarlos. Y apenas se les dice algo de su alma, se entristecen de improviso y ruegan que se les deje descansar, porque les duele la cabeza y no pueden resistir la conversación. Si por acaso quieren contestar, se confunden y no saben qué decir. Y a menudo, si el confesor les da la absolución, no es porque los vea bien dispuestos, sino porque no hay tiempo que perder. Así suelen morir los que poco piensan en la muerte.



AFECTOS Y PETICIONES

¡Ah Señor mío y Dios de infinita majestad! Me avergüenzo de comparecer ante vuestra presencia. ¡Cuántas veces he injuriado vuestra honra, posponiendo vuestra gracia a un mísero placer, a un ímpetu de rabia, a un poco de barro, a un capricho, a un humo leve!


Adoro y beso vuestras llagas, que con mis pecados he abierto; mas por ellas mismas espero mi perdón y salud. Dadme a conocer, ¡oh Jesús!, la gravedad de la ofensa que os hice, siendo como sois la fuente de todo bien, dejándoos para saciarme de aguas pútridas y envenenadas.


¿Qué me resta de tanta ofensa sino angustia, remordimiento de conciencia y méritos para el infierno? Padre, no soy digno de llamarme hijo tuyo (Lc. 15, 21). No me abandones, Padre mío; verdad es que no merezco la gracia de que me llames tu hijo. Pero has muerto para salvarme... Habéis dicho, Señor: Volveos a Mi y Yo me volveré a vosotros (Zac., 1, 3). Renuncio, pues, a todas las satisfacciones. Dejo cuantos placeres pudiera darme el mundo, y me convierto a Vos. Por la sangre que por mi derramasteis, perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de todo corazón de haberos ultrajado. Me arrepiento y os amo más que todas las cosas. Indigno soy de amaros; mas Vos, que merecéis tanto amor, no desdeñéis el de un corazón que antes os desdeñaba. Con el fin de que os amase, no me hicisteis morir cuando yo estaba en pecado.. Deseo, pues, amaros en la vida que me reste, y no amar a nadie más que a Vos. Ayudadme, Dios mío; concededme el don de la perseverancia y vuestro santo amor.


¡Oh María, refugio mío, encomendadme a Jesucristo!

Continuará...

AUDI, FILIA, ET VIDE (Beato Juan de Ávila) (3)

 



                                                                 CAPÍTULO 3 

De qué remedios nos habemos de aprovechar para desapreciar la honra vana del mundo, y de la grande fuerza que Cristo da para la poder vencer.


Mucha ayuda contra este mal nos debía ser, que la misma lumbre natural lo condene; pues nos enseña que el hombre ha de hacer obras dignas de honra, mas no por la honrar merecerla y no preciarla; y que el corazón grande debe despreciar el ser preciado y el ser despreciado; y que ninguna cosa debe tener por grande, sino la virtud.


Mas si con todo esto no tuviere el cristiano corazón para despreciar esta vanidad, alce los ojos a su Señor puesto en cruz, y verle ha tan lleno de deshonras, que si bien se pesaren, pueden competir con la grandeza de los tormentos que recibía. Y no sin causa eligió el Señor muerte con extrema deshonra, sino porque conoció cuan poderoso tirano es el amor de la honra en el corazón de muchos; que no dudan de ponerse a la muerte, y huyen del género de la muerte, si es con deshonra. Y para darnos a entender que no nos ha de espantar lo uno ni lo otro, eligió muerte de cruz, en la cual se juntan graves dolores con excesiva deshonra.


Mirad, pues, si ojos tenéis, a Cristo estimado por el más bajo de los hombres, y aviltado [(de vil), menospreciado, afrentado] con graves deshonras; unas, que la misma muerte de cruz trae consigo, pues era la más infame de todas; y otras con que particularmente ofendieron a nuestro Señor, pues ningún género de gente quedó que no se emplease en le blasfemar, despreciar e injuriar con géneros de deshonras no vistos; y veréis cuan bien cumple lo que predicando había dicho (Jn., 8): Yo no busco mi honra. Haced vos así. Y si paráredes las orejas de vuestra ánima a oír con atención aquel lastimero pregón que contra la misma inocencia se dio, pregonando a Jesucristo nuestro Señor por malhechor por las calles de Jerusalén, os confundiréis vos cuando viéredes que os honran, o cuando deseéis ser honrada; y diréis con gemido entrañable: ¡Oh Señor! ¿Vos pregonado por malo, y yo alabada por buena? ¿Qué cosa de mayor dolor? Y no sólo se os quitará la gana de la honra del mundo, mas tendréis gana de ser despreciada, por ser conforme al Señor, seguir al cual, como dice la Escritura (Ecli., 23, 38), es grande honra. Y entonces diréis con San Pablo (Gal., 6, 14): No plega [agrada] a Dios que yo me honre, sino en la cruz de Jesucristo Nuestro Señor; y desearéis cumplir lo que el mismo Apóstol dice (Hebr., 13, 13): Salgamos, a Cristo fuera de los reales, imitándole en su deshonra.


Y si es poderosa cosa el afecto de la honra vana, muy más poderosa es la medicina del ejemplo y gracia de Cristo, que de tal manera la vencen y desarraigan del corazón, que le hacen sentir que es cosa muy abominable, que viendo un cristiano al Señor de la Majestad bajarse a tales desprecios, se quede el gusano vil hinchado con amor de la honra. Por lo cual el Señor nos convida y esfuerza con su ejemplo, diciendo (Jn., 16, 33): Confiad, que yo vencí al mundo. Como si dijese: Antes que yo acá viniese, cosa recia era tomarse con el mundo engañoso, desechando lo que en él florece, y abrazando lo que él desecha; mas después que contra mí puso todas sus fuerzas, inventando nuevo género de tormentos y deshonras, todo lo cual yo sufrí sin volverles el rostro, ya no solamente pareció flaco, pues encontró con quien pudo más sufrir; mas aún queda vencido para vuestro provecho, pues con mi ejemplo que yo os di, y fortaleza que os gané, lo podréis ligeramente vencer, sobrepujar y hollar.


Mire el cristiano, que pues el mundo despreció al bendito Hijo de Dios, que es eterna Verdad y Bien sumo, no hay por qué nadie en nada le tenga, ni en nada le crea. Antes mirando que fue engañado en no conocer una tan clarísima luz, y en no honrar al que es verdaderísima honra; aquello repruebe el cristiano, que el mundo aprueba; y aquello precie y ame, que el mundo aborrece y desprecia; huyendo con mucho cuidado de ser preciado de aquel que a su Señor despreció; y teniendo por grande señal de ser amado de Cristo, el ser despreciado del mundo, con Él y por Él.


De lo cual resulta, que así como los que son de este mundo no tienen orejas para escuchar la verdad y doctrina de Dios, antes la desprecian, así el que es del bando de Cristo no las ha de tener para escuchar ni creer las mentiras del mundo. Porque ahora halague, ahora persiga, ahora prometa, ahora amenace, ahora espante, o parezca blando, en todo se engaña y quiere engañar, y con tales ojos lo debemos mirar; pues es cierto que en tantas mentiras y falsas promesas le hemos tomado, que las medias [la mitad] que un hombre dijese, en ninguna cosa nos fiaríamos de él, y a duras penas, aunque dijese verdad, le daríamos crédito. No es bien ni mal verdadero lo que el mundo puede hacer, pues no puede dar ni quitar la gracia de Dios. Ni aun en lo que parece que puede, no puede nada, pues que no puede llegar al cabello de nuestra cabeza sin la voluntad del Señor (Lc., 21, 18): y si otra cosa nos quisiere hacer entender, no le creamos. ¿Quién habrá ya que no ose pelear contra un enemigo que no puede nada?

Continuará...