DE LA PASTORAL DEL CARDENAL GOMÁ SOBRE “EL SENTIDO CRISTIANO ESPAÑOL DE LA GUERRA” (30 de enero de 1937)
“¡Manes de nuestros antepasados si hubiesen visto a su Dios lanzado de España! El Dios de nuestros sabios y guerreros, de nuestros sabios y artistas; de nuestras leyes e instituciones incomparables; de nuestras catedrales y bibliotecas; de aquel pueblo teólogo que acudía ávido a los autos de Calderón; el de nuestros grandes historiadores y poetas; en cuyo santo nombre fueron lanzados de nuestro suelo los hijos de Mahoma, y se inauguraba y se consumaba la conquista de un Nuevo Mundo; el de Dios, cuya doctrina dulce y lúcida fue guía de nuestra historia, y cuyas santas influencias embalsamaron la familia, la escuela, la vida ciudadana; por cuyo nombre se juró siempre en nuestra tierra y cuya cruz besó todo español a la hora de la muerte, y señaló, en el suelo de nuestras iglesias, a la vera de nuestros caminos, en los campos de batalla y en los camposantos, el sitio donde cayera el cuerpo exánime de un español!...
¡El dolor de España! Dolor de la sangre de nuestros hermanos, que han caído por millares... Dolor de las piedras calcinadas de nuestros templos, en que había cristalizado la fe y la piedad de nuestros mayores... Dolor del ultraje hecho a lo que deba amar más el hombre, a Dios, perpetrado en las formas más antidivinas, y, por lo mismo, más repugnantes... cometido en las personas de sus sacerdotes, en la profanación de sus templos, en robos horrendos de vasos, reliquias, ornamentos. Porque esta guerra, por parte de los enemigos de nuestro Dios, ha sido un sistema vastísimo de sacrilegios, perpetrados a sangre fría, y que culminaron en este sacrilegio sintético que, si no fue el mayor en su aberración teológica, sí que fue el más simbólico y clamoroso: el fusilamiento del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles... Dolor de millares de sacerdotes asesinados, con saña inhumana, por el simple hecho de ser representantes de Dios... Nunca en la historia se vio una matanza de sacerdotes como la hemos visto en la España que se gloría de llamarse católica... Dolor de haber visto a España envuelta en una ola de barbarie como no se da en las tribus de África... Dolor por la pérdida de nuestra riqueza y de un caudal de arte que nos habían legado el pensamiento y la labor de siglos cristianos, que no tenían igual en el mundo, y que ya no nos volverá más...
Dolor de haber visto el territorio nacional mancillado por la presencia de una raza forastera, víctima e instrumento a la vez de esa otra raza que lleva en sus entrañas el odio inmortal a Nuestro Señor Jesucristo. Dolor acerbo... de que fuera de España corra con vilipendio el nombre y la gesta de quienes luchan para salvarnos, y de que fuera de casa se ignore lo que queda aún acá de sentido de Dios, de civilización cristiana, de esfuerzo generoso de rehabilitarnos ante el mundo. Es el dolor de lo que con razón se ha llamado la soledad de España. Cuando la conquista de Abisinia, obra de la civilización, la Sociedad de Naciones se alzaba contra el conquistador; y se inhibe en una pasividad suicida cuando la barbarie se lanza en España a la destrucción de la civilización más gloriosa de la historia. Y cuando el mundo se conmovió por haberse mutilado la catedral de Reims en la guerra europea, no oímos más que la voz autorizadísima de Roma, que lamenta la desolación de casi media España sin templos...
Nosotros, los que pretendemos encarnar el espíritu cristiano y español y la continuidad de nuestra tradición y de nuestra historia... vejados en todo orden, lanzados por leyes injustas fuera de nuestra ley, porque la ley de la vida es la conciencia fundada en Dios, hemos sido sus víctimas... Y nuestro espíritu nacional es estar injertado en Dios... Poner a Dios en su sitio debe ser el primer propósito y la ley máxima de la anti-revolución...
A la intención y a la acción de los sin Dios debemos responder metiendo a Dios y sus cosas en todo, como nuestros mayores lo hicieron, en las leyes, en la casa, en las instituciones, en la inteligencia, en el corazón, en la vida privada y pública. En todo y en todos, sin que haya nadie que pueda esconderse del calor y de la luz de Dios. Y por todos, sacerdotes, legisladores, maestros, padres, por la comunicación mutua de un ciudadano a otro. Y por todo procedimiento, de palabra y por escrito, por la hoja y el libro, por el espectáculo y el gráfico, por todo procedimiento de efusión y difusión del pensamiento humano, tocando todos los resortes del alma humana. ¿No lo han hecho así los sin Dios para eliminarle?...
Por esto aplaudimos, de corazón de sacerdote, la palabra recientemente dicha por el Jefe del Estado español: “Nosotros queremos una España católica”. España católica de hecho, hasta su entraña viva: en la conciencia, en las instituciones y leyes, en la familia y en la escuela, en la ciencia y el trabajo, con la imagen de nuestro buen Dios, Jesucristo en el templo, en el hogar y en la tumba... Por esto, por el bien de España, hay que decir a los que la rigen: ¡Gobernantes! Haced catolicismo a velas desplegadas si queréis hacer la Patria grande. Fuimos el primer pueblo del orbe cuando nuestro catolicismo vibró en su diapasón más alto; nuestra decadencia coincide con la destrucción de los templos y la matanza de los sacerdotes de nuestro Dios. Ni una ley, ni una cátedra, ni una institución, ni un periódico fuera o contra Dios y su Iglesia en España...
Corrosivos de la autoridad son la indisciplina y el sovietismo. La primera podrá curarse con la selección de jerarquías y las debidas sanciones. Para el segundo no puede haber en España sino guerra hasta el exterminio, de ideas y procedimientos. “Defensa contra la anarquía y el terrorismo bolchevique”, ha dicho el Generalísimo...
Todo ello –espíritu, autoridad y justicia- sostenido y reforzado por el sentido y la realización de la unidad. Que acabe la atomización de nuestros hombres y de nuestras fuerzas, por sobra de egoísmo y falta de grandes ideales. Un ideal: la España una y grande en Dios y por Dios; y un esfuerzo unánime de pensamiento, de corazón y de vida para lograrlo. Lo demás, que sale del terreno de la religión y moral, no cabe en una carta cuaresmal de un obispo. Política y economía tienen sus maestros, a ellos toca lo que solo toca a la tierra. La Iglesia tendrá siempre luz y bendiciones para darles luz y fuerza; porque hasta las cosas de la tierra tienen todas un lado por donde miran al cielo.”