LA ABOMINACIÓN DE LA DESOLACIÓN EN EL LUGAR SANTO (EL ANTICRISTO MONTINI-PABLO 666) (3)

 



“Y tocó la trompeta el quinto ángel, y vi una estrella que había caído del cielo a la tierra, y le fue dada la llave del pozo del abismo. Abrió el pozo del abismo, y subió humo del pozo como el humo de un gran horno, y a causa del humo del pozo se obscurecieron el sol y el aire. Del humo salieron langostas sobre la tierra; y les fue dado poder, semejante al poder que tienen los escorpiones de la tierra. Y se les mandó que no dañasen la hierba de la tierra, ni verdura alguna, ni árbol alguno, sino solamente a los hombres que no tuviesen el sello de Dios en la frente. Les fue dado no matarlos, sino torturarlos por cinco meses; y su tormento era cómo el tormento que causa el escorpión cuando pica al hombre. En aquellos días los hombres buscarán la muerte, y no la hallarán; desearán morir, y la muerte huirá de ellos”. (Apocalipsis 9,1-6).



Jean Guitton, un íntimo amigo del Anticristo Pablo 6, cuenta lo que éste le dijo en la sesión final del infausto conciliábulo Vaticano  2, el fatídico día del 8 de diciembre de 1965:

“Era  la  sesión  final  del  Concilio”,   escribe  Guitton, “la  más esencial, en la que Pablo VI entregó a toda  la humanidad las enseñanzas del Concilio. Él me anunció en aquel día lo siguiente: Estoy a punto de tocar las siete trompetas del Apocalipsis”(!!)

Jean Guitton, “Nel segno dei Dodici”,  entrevista por Maurizio Blondet,  Avvenire, 11 de octubre de 1992.


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Anticristo Pablo  6, Homilía, 29 de junio  de 1972: “El humo  de Satanás ha penetrado  por una grieta en el Templo de Dios…” L’Osservatore Romano, edición  inglesa, 13 de julio de 1972, p. 6.

 

Este pérfido impostor hereje y apóstata no tenía las llaves de San Pedro, pero le fue dada la llave del pozo del abismo.  Fue él quien introdujo el humo del gran horno de Satanás, por la grieta del conciliábulo Vaticano 2, la gran apostasía bíblica.


“Y un tercer ángel los siguió diciendo a gran voz: “Si alguno adora a la bestia y a su estatua y recibe su marca en la frente o en la mano, él también beberá del vino del furor de Dios, vino puro, mezclado en el cáliz de su ira; y será atormentado con fuego y azufre, en la presencia de los santos ángeles y ante el Cordero. Y el humo de su suplicio sube por siglos de siglos; y no tienen descanso día ni noche los que adoran a la bestia y a su estatua y cuantos aceptan la marca de su nombre”. (Apocalipsis 14,9-11)

                                    

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Estudiaremos ahora la mentalidad y las motivaciones de este siniestro personaje, el Anticristo Montini-Pablo 6, el cual jamás tuvo el espíritu católico. Su mentalidad era abiertamente laica, masónica, modernista. Ahora bien, la particularidad del modernismo es la hipocresía, la mentira, el equívoco.


A principio de siglo, para luchar eficazmente contra esta herejía, “desagüe colector de todas las herejías”, Dios hizo surgir un santo Pontífice, S.S. Pío X.


¿Qué hizo San Pío X?  Dándose cuenta de este carácter solapado, hipócrita, disimulado del nuevo engaño del diablo, el santo Pontífice en cierto modo sacó de su contexto equívoco las proposiciones erróneas y las condenó absolutamente, de tal suerte que la verdad apareció proclamada con mayor relieve.

 

Es un trabajo parecido el que haría falta hacer con las actas del satánico conciliábulo publicadas por Pablo 666, así como con todos los discursos, declaraciones y actos de este diabólico sujeto. La ambigüedad, el equívoco, y las expresiones confusas pululan en todo lo que Montini dijo o escribió. Un lenguaje falaz y enigmático que sugiere la herejía y la apostasía, favoreciéndolas a cada momento.

 

Para mostrar mejor la vastedad y gravedad de su herejía, empezaremos por recordar algunas de sus declaraciones y acciones, poniendo enfrente al Magisterio y la Doctrina Católica que ellas contradicen.


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“Me maravillo que tan pronto os apartéis del que os llamó por la gracia de Cristo, y os paséis a otro Evangelio. Y no es que haya otro Evangelio, sino es que hay quienes os perturban y pretenden pervertir el Evangelio de Cristo. Pero, aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predicasen un Evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Lo dijimos ya, y ahora vuelvo a decirlo: Si alguno os predica un Evangelio distinto del que recibisteis, sea anatema. ¿Busco yo acaso el favor de los hombres, o bien el de Dios? ¿O es que procuro agradar a los hombres? Si aún tratase de agradar a los hombres no sería siervo de Cristo”. (Gálatas 1,6-10).


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ALGUNAS DECLARACIONES DEL ANTICRISTO PAULO 666 Y SU DIFERENCIA CON LA DOCTRINA CATÓLICA.

 

SOBRE EL ORIGEN DEL PODER Y LA AUTORIDAD

Pablo 6. - “Estamos en democracia... esto quiere decir que el pueblo manda, que el poder proviene del número, de la población tal como es”.  (1 de enero de 1970).

 

Doctrina Católica. - Cualquiera sea el modo con que se denomine al que detenta el poder, todo poder viene de Dios.

“Que, si se quiere determinar la fuente del poder en el Estado, la Iglesia enseña con razón que es necesario buscarla en Dios. Es lo que ella ha encontrado, expresado con evidencia, en las Sagradas Escrituras y en los monumentos de la antigüedad cristiana...”. “Es por Mí que reinan los reyes, por Mí que los soberanos imperan, que los jueces administran justicia”. En otra parte: “Escuchad, vosotros que gobernáis las naciones, porque es por Dios que os ha sido dado el poder; la autoridad viene del Altísimo’ (Sab. VI, 3-4)... “No tendrías ningún poder sobre Mí, si el que tienes no te hubiese sido dado de lo Alto” (Jn. XIX, 11).


San Agustín, explicando este pasaje, exclama: “Aprendamos aquí de la boca del Maestro lo que Él enseña en otra parte por su Apóstol: es que no hay más poder que el que viene de Dios. Y, en efecto, la doctrina y la moral de Jesucristo han encontrado un eco fiel en la predicación de los Apóstoles. Se conoce la enseñanza sublime y decisiva que San Pablo daba a los Romanos, aunque ellos estuvieran sujetos a emperadores paganos: ‘No hay más poder que el que viene de Dios’. De donde el Apóstol deduce, como una consecuencia, que ‘el soberano es el ministro de Dios’ “(Rom. XIII, 1-4)”.

(Encícl. Diuturnum, de S.S. el Papa León XIII, del 29 de junio de 1881).



Pablo 6.- “Esta colaboración internacional a la vocación mundial (?) requiere unas instituciones que la preparen, la coordinen y la rijan hasta construir un orden jurídico universalmente reconocido. De todo corazón, Nos alentamos las organizaciones que han puesto mano en esta colaboración para el desarrollo y deseamos que crezca su autoridad. «Vuestra vocación —dijimos a los representantes de las Naciones Unidas en Nueva York— es la de hacer fraternizar no solamente a algunos pueblos, sino a todos los pueblos (...). ¿Quién no ve la necesidad de llegar así progresivamente a instaurar una autoridad mundial que pueda actuar eficazmente en el terreno jurídico y en el de la política?»[1].

[1] AAS 57 (1965), 880.

(Encícl. Populorum Progressio, del Anticristo Montini, alias “Pablo 6”, 26 de marzo de 1967).

 

Doctrina Católica.- “Ya hemos demostrado que una de las principales causas del caos en el que vivimos reside en los graves ataques que se han producido contra el culto a la ley y el respeto a la autoridad, como ocurrió el día en que se nos negó ver en Dios, Creador. y Amo del mundo, fuente de ley y autoridad. Este mal encontrará también su remedio en la paz cristiana, que se funde con la paz divina y prescribe así el respeto al orden, a la ley y a la autoridad. Leemos, de hecho, en la Escritura: Mantened la disciplina en paz ( Ecl ., XLI, 14); La paz colma a los que aprecian tu ley, Señor ( Sal . CXVIII, 165); El que respeta la ley vivirá en paz ( Prov . XIII, 13). El Señor Jesús no se contentó con decir: Dad al César lo que es del César ( Mt. XXII, 21); afirmó que reverenciaba en el mismo Pilato el poder que le había sido dado desde arriba ( Jn , XIX, 11); ¿Y no había impuesto previamente a sus discípulos la ley de respetar a los escribas y fariseos que se sentaban en la cátedra de Moisés? ( Mat . XXIII, 2)

 

En su familia, Cristo mostró una admirable deferencia hacia la autoridad de sus padres, sometiéndose como ejemplo a María y José (Lc, II, 51). Es en su nombre, finalmente, que los apóstoles promulgaron esta regla: Que todo hombre esté sujeto a las autoridades superiores, porque no hay poder que no venga de Dios (Rom. XIII, 1 ; cf. I P. II, 13, 18).

 

Notemos también este hecho: su doctrina y preceptos sobre la dignidad de la persona humana, la pureza de las costumbres, el deber de obediencia, la organización divina de la sociedad, el sacramento del matrimonio y la santidad de la familia cristiana, todo esto y todas las verdades que había traído del cielo a la tierra, Cristo las confió sólo a su Iglesia únicamente, con la promesa formal de que la ayudaría y estaría con ella para siempre, y le dio la misión de enseñarlas, en un magisterio infalible, a todas las naciones hasta el fin de los siglos. Esta observación muestra inmediatamente qué poderosos remedios puede y debe ofrecer la Iglesia católica para la pacificación del mundo.

 

Sólo la Iglesia, constituida por Dios como intérprete y guardiana de estas verdades y de estos preceptos, goza también para siempre del poder efectivo de erradicar de la vida pública, de la familia y de la sociedad civil, la plaga del materialismo, que ya ha causado tantos daños. caos allí; introducir principios cristianos, muy superiores a los sistemas de los filósofos, sobre la naturaleza espiritual o inmortalidad del alma; Reunir a todas las clases de ciudadanos, y unir a todo el pueblo por los sentimientos de profunda benevolencia y por una cierta fraternidad (S. Aug., de Moribus Ecclesiæ Catholicæ , I, 30): defender la dignidad humana y elevarla. a Dios que ve los corazones, y de acuerdo con sus enseñanzas y preceptos, que el sagrado sentimiento del deber sea ley de todos, de los individuos y de los gobernantes, y hasta de las instituciones públicas; y así Cristo es todo y en todos ( Col. III, 11).

 

La Iglesia, que posee la verdad y el poder de Cristo, tiene como única misión dar a las mentes la formación adecuada; es también el único capaz no sólo de restablecer hoy la verdadera paz de Cristo, sino también de consolidarla para el futuro, alejando las amenazas inminentes de nuevas guerras que Hemos señalado. Sólo, en virtud de un mandato y de un orden divino, la Iglesia enseña la obligación de los hombres de conformarse a la ley eterna de Dios en todas sus actividades, tanto públicas como privadas, tanto como individuos como como miembros de la Iglesia: además, es evidente que lo que concierne al destino de la mayoría tiene una importancia mucho mayor.

 

El día en que los Estados y los gobiernos tengan como deber sagrado regularse, en su vida política, dentro y fuera, sobre las enseñanzas y preceptos de Jesucristo, entonces, pero sólo entonces, disfrutarán en su interior de una paz provechosa, mantendrán relaciones de confianza mutua y resolverá pacíficamente cualquier conflicto que pueda surgir.

 

En este sentido, hasta ahora se han intentado ciertos esfuerzos; pero, como sabemos, no han logrado nada o casi nada, principalmente en los puntos donde las diferencias internacionales son más marcadas.

 

Esto se debe a que no existe ninguna institución humana capaz de imponer a todas las naciones una especie de Código internacional, adaptado a nuestro tiempo, análogo al que regía en la Edad Media esta verdadera Sociedad de Naciones que se llamaba Cristianismo. Ella también ha visto cometerse demasiadas injusticias; al menos el valor sagrado de la ley seguía siendo indiscutible, una regla segura según la cual las naciones debían rendir cuentas.

 

Pero existe una institución divina capaz de garantizar la inviolabilidad del derecho internacional; una institución que, abrazando a todas las naciones, las supera a todas, que goza de la autoridad soberana y del privilegio glorioso de la plenitud del magisterio, es la Iglesia de Cristo: ella sola se eleva a la altura de tan gran tarea gracias a su misión divina, a su la naturaleza, su constitución misma y el prestigio que le han conferido los siglos; y las mismas vicisitudes de la guerra, lejos de disminuirla, le aportan avances maravillosos.

 

Por lo tanto, no puede haber verdadera paz -esta tan deseada paz de Cristo- hasta que todos los hombres sigan fielmente las enseñanzas, preceptos y ejemplos de Cristo, tanto en la vida pública como en la privada; es necesario que, una vez organizada regularmente la familia humana, la Iglesia pueda finalmente, en cumplimiento de su misión divina, mantener tanto frente a los individuos como frente a la sociedad, todos y cada uno de los derechos de Dios.

 

Éste es el significado de nuestra breve fórmula: el reino de Cristo”.

(Encícl. Ubi Arcano Dei Consilio, de S.S. Pío XI, del 23 de dic. de 1922).




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 SOBRE LA UNICA ESPERANZA DE LOS HOMBRES

 Paulo 6.- “Los pueblos se vuelven hacia las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de la concordia y de la paz. (!?) Nos atrevemos a aportar aquí, con el Nuestro, su tributo de honor y de esperanza. (La ONU) Es el ideal con que sueña la humanidad en su peregrinaje a través del tiempo; es la gran esperanza del mundo”.

 (Discurso en la Sede de las Naciones Unidas, octubre de 1965).


“Gracias a vosotros, gloria a vosotros [a la ONU(!)], que desde hace veinte años lucháis por la paz y que hasta habéis dado ilustres victorias a esta santa causa. Gracias a vosotros y gloria a vosotros por los conflictos que habéis impedido y por los que habéis solucionado. Los resultados de vuestros esfuerzos en favor de la paz hasta estos muy últimos días merecen aun cuando no sean todavía decisivos, que Nos osemos hacernos intérpretes del mundo entero y que en su nombre os felicitemos y expresemos su gratitud.


Vosotros habéis cumplido, señores, y estáis cumpliendo una gran obra: Enseñar a los hombres la paz. Las Naciones Unidas son la gran escuela donde se recibe esta educación, y estamos aquí en el aula magna de esta escuela. Todo el que toma asiento aquí se convierte en alumno y llega a ser maestro en el arte de construir la paz. Y cuando salís de esta sala, el mundo os mira como a los arquitectos, los constructores de la paz”.

(Discurso en la Sede de las Naciones Unidas, octubre de 1965).

 

Doctrina Católica. – “Jesucristo Nuestro Señor es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos[1].


Él es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos[2]. No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que al comenzar nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo —lamentábamos— de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido»[3].


En cambio, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres[4].

[1] Hech 4,12.

[2] S. Agustín, Ep. ad Macedonium c.3

[3] Enc. Ubi arcano.

[4] 1 Cor 7,23.

(Encícl. Quas Primas, de S.S. Pío XI, del 11 de dic. de 1925).


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SOBRE EL ORIGEN DE LA PAZ

Pablo 6.- “La paz verdadera debe fundarse en la justicia, en la idea de la intangible dignidad humana, en el reconocimiento de una igualdad indeleble y feliz entre los hombres, en el dogma basilar de la fraternidad humana. (*¡igualdad, fraternidad y libertad!) Es decir, en el respeto, en el amor debido a todo hombre, por el solo hecho de ser hombre. Irrumpe aquí la palabra victoriosa: por ser hermano. Hermano mío, hermano nuestro.

 

También esta conciencia de la fraternidad humana universal se desarrolla felizmente en nuestro mundo, al menos en línea de principio.

 

El que trabaja por educar a las nuevas generaciones en la convicción de que cada hombre es nuestro hermano, construye el edificio de la paz desde sus cimientos. El que introduce en la opinión pública el sentimiento de la hermandad humana sin límites, prepara al mundo para tiempos mejores. El que concibe la tutela de los intereses políticos como necesidad dialéctica y orgánica del vivir social, sin el estímulo del odio y de la lucha entre los hombres, abre a la convivencia humana el progreso siempre activo del bien común. El que ayuda a descubrir en cada hombre, por encima de los caracteres somáticos, étnicos y raciales, la existencia de un ser igual al propio, transforma la tierra de un epicentro de divisiones, de antagonismos, de insidias y de venganzas en un campo de trabajo orgánico de colaboración civil. Porque la paz está radicalmente arruinada donde se ignora radicalmente la hermandad entre los hombres. En cambio, la paz es el espejo de la humanidad verdadera, auténtica, moderna, victoriosa de toda autolesión anacrónica. Es la paz la gran idea que celebra el amor entre los hombres que se descubren hermanos y deciden vivir como tales.

 

Este es nuestro mensaje para el año 1971. Es un eco de la Declaración de los Derechos Humanos, (!!) como voz que brota de la nueva conciencia civil (!?): «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Hasta esta cima ha escalado la doctrina de la civilización. (!?) No retrocedamos. No perdamos los tesoros de esta conquista axiomática. Más bien, demos aplicación lógica y valiente a esta fórmula, meta del progreso humano (!?): «cada hombre es mi hermano». Esta es la paz, la paz ya en acto o la paz que se está haciendo. ¡Y vale para todos!”

(Mensaje para la Cuarta Jornada de la Paz, 1 de enero de 1971).


Pablo 6.- "La madurez de la conciencia civil ha formulado este obvio propósito: en vez de confiar la solución de las contiendas humanas al irracional y bárbaro duelo de la fuerza ciega y homicida de las armas, fundaremos instituciones nuevas, donde la palabra, la justicia, el derecho se expresen y hagan ley, severa y pacífica, en las relaciones internacionales. Estas instituciones, la primera entre ellas la Organización de las Naciones Unidas, han sido ya fundadas; un humanismo nuevo las sostiene y las honra; un empeño solemne hace solidarios a los miembros que se adhieren a ellas; una esperanza positiva y universal las reconoce como instrumentos de orden internacional, de solidaridad y de fraternidad entre los pueblos. La paz encuentra en ellas la propia sede y el propio taller”.

(Mensaje para la Sexta Jornada de la Paz, 1 de enero de 1973).



Doctrina Católica. - “Si Yahveh no construye la casa, es en vano que trabajen los que la construyen; si Yahveh no guarda la ciudad, en vano el centinela vela en sus puertas” (Ps. CXXVII, 1).


“En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.


Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.

 

Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo”.

(…)

Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

 

Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad”.

(Encícl. Quas Primas, de S.S. Pío XI, del 11 de dic. de 1925).


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SOBRE LA NATURALEZA HUMANA VICIADA POR EL PECADO ORIGINAL Y SOBRE EL “NUEVO” HUMANISMO

Pablo 6.- “Los hombres, en el fondo, son buenos (!?), se orientan hacia la razón, hacia el orden, hacia el bien común”. (!?)

(Mensaje para la Primera Jornada de la Paz. Diario “La Croix”, 3-1-68).

 

Doctrina Católica. - “Todo hombre es mentiroso” (Ps. CXVI, 11).

“Sin Mí, no podéis hacer nada” (Jn. XV, 5).

“El hombre tiende al mal desde la infancia” (Gén. VIII, 21).

 

Pablo 6.- “Hoy hablamos de humanismo. Este sería el término moderno en el que se resuelve el cristianismo. Hoy quisiéramos celebrar la Navidad del hombre (?), no del Verbo que se hizo carne, no de Jesús que vino a nosotros Salvador, Maestro, Hermano; del hombre que se salva a sí mismo (??); del hombre que progresa a través de la sabiduría y de sus propias fuerzas, del hombre como principio y fin en sí mismo (!?)”.

(Mensaje Urbi et Orbi, 25 de diciembre de 1969)




Pablo 6.- “Hace más de veinticinco años que vuestra Asamblea proclamó la carta de los derechos del hombre que a nuestros ojos continúa siendo uno de sus mayores sellos de gloria. (!) Exigir para todos sin acepción de raza, de edad, de sexo, de religión, (!!) el respeto de la dignidad humana y las condiciones necesarias para su ejercicio, ¿no es traducir a plena voz la aspiración unánime de los corazones y el testimonio universal de las conciencias? Ninguna violación de hecho podrá disminuir el reconocimiento de este derecho inalienable. Pero en las situaciones de opresión prolongada, tan contrarias a las exigencias así proclamadas, ¿quién evitará que los humillados cedan a la tentación de lo que les parece la solución de la desesperación?

 

A pesar de los inevitables fracasos y de tantas trabas impuestas por su misma complejidad a un organismo tan vasto, el honor de vuestra Asamblea debe consistir en prestar su voz a los que no tienen medio de hacerse oír, de denunciar –sin preocupación de ideologías (!)– toda opresión, venga de donde viniere, y de obrar de tal modo que los gritos de angustia sean percibidos, las justas reclamaciones tomadas en consideración, los débiles protegidos contra la violencia de los fuertes, y la llama de la esperanza sea así mantenida en el seno de la humanidad más humillada.

(…)

En los albores del segundo decenio del desarrollo ¿quién sabrá mejor que la ONU y sus agencias especializadas poner de relieve el desafío lanzado a toda la humanidad? Se trata de actuar de tal modo que los pueblos, aun conservando su identidad y manera de vivir original, se concierten, al menos sobre los medios que hay que tomar para asegurar su común voluntad de vivir y para algunos de ellos su supervivencia. Reconozcámoslo, el bien común de los pueblos – pequeños o grandes – exige de los Estados el superar los propios intereses nacionalistas, para que los mejores proyectos no sean letra muerta, y para que las estructuras de diálogo, incluso las mejor montadas, no se desvíen en cálculos capaces de poner en peligro a la humanidad.

(…)

Asimismo es de importancia capital que vuestra Organización haya reconocido entre los derechos fundamentales de la persona humana lo que nuestro venerable predecesor Juan XXIII llamaba « el derecho de honrar a Dios según la justa regla de la conciencia y de profesar su religión en la vida privada y pública»[1]: es decir, libertad religiosa de la que la Iglesia ha reafirmado todo su valor en el Concilio ecuménico[2]”. 

[1] Pacem in terris, en AAS, t. LV, 1963, p. 260.

[2] Declaración Dignitatis Humanae, n. 2.

Mensaje con motivo del 25 aniversario de la fundación de la ONU (4 de octubre de 1970)


Doctrina Católica. – “Es por haberse separado miserablemente de Dios y de Jesucristo, que desde su antigua felicidad los hombres han caído en este abismo de males; Por la misma razón, todos los programas que elaboran para reparar las pérdidas y salvar lo que queda de tantas ruinas chocan con una esterilidad casi total. Habiendo sido excluidos Dios y Jesucristo de la legislación y de los asuntos públicos, y de la autoridad que ya no proviene de Dios, sino de los hombres, las leyes han perdido la garantía de sanciones reales y efectivas, así como los principios soberanos del derecho, que, en el ojos incluso de filósofos paganos como Cicerón, sólo pueden derivarse de la ley eterna de Dios; es más, las bases mismas de la autoridad fueron anuladas tan pronto como se eliminó la razón fundamental del derecho de mandar para algunos y del deber de obedecer para otros. Inevitablemente, lo que siguió fue una sacudida de toda la sociedad, ahora privada de apoyo y apoyo sólido, presa de facciones que buscaban el poder para garantizar sus propios intereses y no los de la patria”.

(…)

La tarea que se requiere por encima de todas las demás es la pacificación de las mentes. Hay muy poco que esperar de una paz artificial y externa que regula y controla las relaciones recíprocas de los hombres como un código de cortesía; se necesita una paz que penetre en los corazones, los calme y los abra poco a poco a sentimientos recíprocos de caridad fraterna. Tal paz sólo puede ser la paz de Cristo: y que la paz de Cristo traiga alegría a vuestros corazones (Col. III, 15); no puede haber otra paz que la que Cristo mismo da a los suyos ( Jn XIV, 27), quien, como Dios, ve el interior de los corazones (I Samuel XVI, 7) y reina en lo íntimo de las almas. Es además con razón que el Señor Jesús llamó a esta paz su propia paz, porque Él fue el primero en decir a los hombres: Todos sois hermanos ( Mat . XXIII, 8); fue Él quien promulgó la ley del amor y del apoyo mutuo entre todos los hombres, y la selló, por así decirlo, con su sangre: Mi precepto es que os améis unos a otros como yo os he amado ( Jn , xv, 12). ; Llevad las cargas unos de otros, y así cumpliréis la ley de Cristo ( Gál . VI, 2).

 

De esto se desprende claramente que la auténtica paz de Cristo no puede desviarse de la regla de la justicia, ya que es Dios quien juzga la justicia ( Sal . IX, 5) y que la paz es obra de la justicia (Isaías XXXII, 17). Pero esta justicia no debe adoptar una inflexibilidad brutal y férrea; debe estar igualmente atenuado por la caridad, esa virtud que esencialmente tiene como objetivo establecer la paz entre los hombres. Es en este sentido que Cristo trajo la paz a la humanidad; mucho mejor, siguiendo las fuertes palabras de San Pablo, Él mismo es nuestra paz ( Ef . II, 14), ya que, al mismo tiempo que en su carne satisfizo la justicia divina en la cruz, mató en sí mismo incluso enemistades, logrando paz (Ibid.), y en Él reconcilió a los hombres y al mundo con Dios. En la redención misma, San Pablo considera y señala menos una obra de justicia -ciertamente lo es- que una obra divina de reconciliación y de caridad: En Cristo Dios reconcilió al mundo consigo mismo (II Cor . V, 19); Dios amó tanto al mundo que le dio a su único Hijo ( Jn III, 16). El angelical Doctor expresa este pensamiento cuando dice, en una fórmula muy feliz como siempre, que la verdadera y auténtica paz es más del orden de la caridad que de la justicia, teniendo esta última la misión de remover obstáculos a la paz tales como agravios, daños, mientras que la paz es propia y especialmente un acto de caridad (Summ. Theol ., II-II, q. 29 art. 3, ad. III).

 

A esta paz de Cristo, que, hija de la caridad, reside en lo profundo del alma, son aplicables las palabras de san Pablo sobre el reino de Dios, porque es precisamente por la caridad como Dios reina en las almas: el reino de Dios es ni comida ni bebida (Rom . XIV, 17). En otras palabras, la paz de Cristo no se nutre de bienes perecederos, sino de realidades espirituales y eternas cuya excelencia y superioridad Cristo mismo reveló al mundo y nunca dejó de mostrar a los hombres. Es en este sentido que dijo: ¿De qué le sirve al hombre ganar el universo si pierde su alma? ¿O qué puede dar para redimir su alma? (Mat . XVI, 26.) Asimismo, indicó la perseverancia y firmeza de alma con que debe estar animado el cristiano: No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede perder el cuerpo y el alma en la Gehena (Mt. X, 28; Lc. XII, 4, 5).

 

No es que quien quiera gustar la paz de Cristo deba renunciar a los bienes de esta vida; lejos de ello, el mismo Cristo les promete en abundancia: Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todos estos bienes os serán añadidos (Mt. VI, 33; Lc. XII, 31). Sólo la paz de Dios supera todo sentimiento  (Fil . IV, 7), y por eso precisamente domina los apetitos ciegos, e ignora las discusiones y discordias que la sed de riquezas no puede dejar de generar.

 

Que la virtud frene los deseos, que se dé a los bienes espirituales la consideración que merecen, y con toda naturalidad obtendremos el feliz resultado de que la paz cristiana garantice la integridad de las costumbres y honre la dignidad de la persona humana, redimida por la sangre de Cristo, adoptada por el Señor. Padre celestial, consagrado por los vínculos fraternos que lo unen a Cristo, hecho partícipe mediante las oraciones y los sacramentos de la gracia y de la naturaleza divinas, mientras espera, como recompensa de una vida santa aquí abajo, goza eternamente de la posesión de la gloria del cielo.

(Encícl. Ubi Arcano Dei Consilio, de S.S. Pío XI, del 23 de dic. de 1922).


Pablo 6.- “El hombre, este átomo del universo, ¡de qué es capaz! ¡Honor al hombre! ¡Honor al pensamiento! ¡Honor a la ciencia! ¡Honor a la técnica! ¡Honor al trabajo! ¡Honor al coraje humano! Honor a la síntesis de la actividad científica y organizativa del hombre, que, a diferencia de cualquier otro animal, sabe dar herramientas de conquista a su mente y a su mano. Honor al hombre, rey de la tierra y ahora también príncipe del cielo”.

(Mensaje del Ángelus del 7 de febrero de 1971)


Doctrina Católica.

Te Deum laudamus:
te Dominum confitemur.
Te aeternum Patrem,
omnis terra veneratur.

 

(…)

 

Sanctus, Sanctus, Sanctus
Dominus Deus Sabaoth.
Pleni sunt caeli et terra
maiestatis gloriae tuae.

 

(…)

 

Te per orbem terrarum
sancta confitetur Ecclesia,
Patrem immensae maiestatis;
venerandum tuum verum et unicum Filium;
Sanctum quoque Paraclitum Spiritum.


Tu rex gloriae, Christe.
Tu Patris sempiternus es Filius.
Tu, ad liberandum suscepturus hominem,
non horruisti Virginis uterum.

Continuará…



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