Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA (6)

 



Instrucción religiosa sobre el pecado de la ENVIDIA
(Sacado de Instrucciones morales sobre la Doctrina Cristiana, por Ildefonso de Bressanvido O.F.M., tomo cuarto, Paris, 1853).


XI. ¿No es justo que San Agustín llame a la envidia un pecado diabólico? peccatum diabolicum, puesto que los envidiosos hacen precisamente lo que el demonio le hizo a nuestro primer padre. Ardía de rabia y de envidia, al ver que Dios había creado al hombre y lo había rodeado de tanta grandeza y de dicha. ¿Qué hizo entonces Satanás? Usó tantos trucos y artificios, que logró hacerlo caer de su glorioso estado. Esto es precisamente lo que hace el envidioso con su prójimo. Si lo ve elevado y feliz, utiliza todos los medios para hacerlo caer. El diablo ama el mal; además, encuentra su tormento en la felicidad del hombre: esto sigue siendo lo que sucede en el corazón de los envidiosos. San Juan Crisóstomo dice algo más fuerte (Hom. 44. ad pop.), y llega incluso a declarar al envidioso peor que el diablo: Invidi daemonibus pares, immo forte pejores. Pero ¿de que manera es peor la malicia de un envidioso que la del diablo? En esto que, responde el Santo, el envidioso descarga su veneno contra los de su naturaleza y especie, cosa que el demonio no hace. El demonio arde de envidia contra los hombres, los odia, los persigue, pero no siente odio contra los otros demonios. En cambio los hombres se envidian unos a otros, se lamentan por el bien de sus semejantes y se regocijan en sus desgracias: Invicem invidentes, invicem provocantes (Gál. 5. 26). Por tanto, oh hombre envidioso, eres más malvado en un sentido que el demonio, y aparte de su obstinación y su impenitencia, eres más demonio que el demonio mismo. ¿Y no te sonrojas de un vicio tan abominable y tan indigno de tu grandeza?


XII. Y sin embargo, ¿quién lo creería? este vicio diabólico es tan contrario a la humanidad, a la sociedad, a la caridad cristiana, tan detestable a los ojos de Dios, tan cruel con el prójimo, es el vicio de una infinidad de personas, un vicio común entre los hombres. No hay enfermedad más mortal que la peste, y sin embargo, no hay ninguna que se propague tan fácilmente y que infecte a más personas. Asimismo, no hay nada más odioso, más indigno que la envidia, y sin embargo no hay nada que se comunique con tanta facilidad. San Agustín nos asegura que hay muy pocos hombres que estén libres de este vicio. Porque, dice, cada hombre se encuentra en uno de estos tres estados, o igual, o superior o inferior. El igual envidia a su igual, porque lo ve caminando al unísono con él, y le gustaría adelantarse a él. El inferior envidia al superior, porque lo ve más alto que él, y que le gustaría igualarlo. El superior envidia al inferior, porque teme que algún día logre ser igual a él. No hay edad, género, estado, condición o lugar donde la envidia no lleve su veneno. Si vais a la corte de los príncipes, a los palacios de los grandes, encontraréis casi tanta gente envidiosa allí como tantos cortesanos y sirvientes hay. Todos quieren ponerse delante; todos buscan aspirar; todos temen que otros reciban favores especiales; todos buscan suplantar o perder a sus rivales. El profeta Daniel nos proporciona una prueba (14, 30). Fue el ministro más fiel de su rey y lleno de piedad para con Dios. Su misma piedad sirvió como un pretexto para que otros cortesanos lo condenaran; y si Dios no lo hubiera preservado, habría llegado a ser presa de leones y víctima inocente del deseo más infernal.

Continuará...

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