Las
siguientes reflexiones sacadas de un Santoral Católico de tiempos de S.S. Pío
XII [*Martirologio Romano (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J.] nos
ayudarán a poner en contexto el vasto asunto que vamos a tratar:
Sólo engaño hay en el mundo. No se
encuentra fidelidad entre los amigos, ni caridad entre los parientes; por todas
partes reina el disimulo; todos disimulan sus sentimientos, ocultan sus
proyectos, buscan sus intereses y sus placeres. ¿En quién se podrá uno confiar?
¿De quién no se habrá de desconfiar? Sin embargo, ¡oh Dios mío! ¡nos fiamos del
mundo que tan a menudo nos ha engañado y no de Vos, que siempre habéis sido
fiel a vuestras promesas!
No hay paz en el mundo; por todas
partes reinan la división y la turbación: los hombres guerrean unos contra
otros y se rebelan contra Dios con sus pecados; ¡concedednos esa paz que dais a
vuestros servidores y que el mundo no puede darnos! Imitemos a los santos, que
viven sin turbación en medio del mundo, porque no están animados por el
espíritu del mundo, sino por el de Jesucristo.
No existen en el mundo verdaderos
bienes. Sus favores son emboscadas que nos tiende para perdernos. Sus bienes no
son sino aparentes. Sus placeres siempre están mezclados de hiel y de amargura:
nunca han contentado ni a uno solo de sus partidarios; cuanto más se tiene, más
miserable se es. Renunciemos a un mundo poco fiel y siempre sospechoso: los
pequeños son en él presa de oprobios, y los grandes de la envidia (San
Euquerio).
No nos lisonjeemos de ganar el cielo
sin que ello nos cueste mucho trabajo. El reino de los cielos sufre violencia;
únicamente los animosos pueden conquistarlo. Esta vida no es lugar de descanso;
es campo de batalla. Jesucristo nos ha señalado el camino del cielo con las
huellas de su sangre; los santos lo han regado con sus sudores, sus lágrimas y
su propia sangre. ¡Qué cobardes que somos! ¿Quisiéramos tener sin trabajo lo
que tanto ha costado a nuestros antepasados en la fe?
Dios llama a su servicio a los que Él
ama; los separa del mundo, como hizo con estos dos apóstoles, hijos de María de
Cleofás, prima de la Santísima Virgen. Jesús amaba particularmente a estos dos
hermanos, gracias, sin duda, a la intercesión de María en su favor. Dios sólo
es quien nos llama a su servicio, mas, ¡cuántas almas deben su vocación a la
Santísima Virgen! Renunciemos al mundo, y seremos más grandes que sus honores y
que toda su gloria (San Cipriano).
El mundo persiguió al bendito San
Pedro y a todos los apóstoles y les dio muerte, porque disipaban sus tinieblas
con la luz del Evangelio. Cristianos: la persecución será siempre vuestra
parte. Vosotros aborrecéis al mundo, no os asombréis de que él os pague con la
misma moneda. Regocijaos, porque cuanto más disgustéis a los hombres, más
agradaréis al Señor. El mundo ama sólo a los que se le parecen.
Las amenazas, las calumnias, los
tormentos y la muerte no fueron suficientes para detener el celo de los
Apóstoles. El mundo se esforzará por hacer fracasar todo lo que emprendáis por
amor a Dios; pero no os dejéis abatir: avanzad, Dios os hará triunfar contra
todos los obstáculos. No busquemos agradar a los hombres; alegrémonos más bien
de disgustar a aquellos a quienes Dios mismo ha disgustado (San Paulino).
No ames al mundo, no te dejes prender
por sus caricias falaces; halaga a sus partidarios, pero sólo para perderlos.
Les presenta miel en copa de oro, pero esta miel está envenenada. El amor de
Jesús, por el contrario, comienza por la amargura y termina en la dulcedumbre.
Cristiano, has sido creado para el cielo, no olvides tu glorioso destino. ¿Qué
haces en el siglo, hermano mío, tú que eres más grande que el mundo? (San
Jerónimo).
No temas al mundo. El temor tanto
como el amor al mundo, desvía del servicio de Dios. El mundo es un insensato,
un enemigo de Jesucristo; es imposible darle contento, hagas lo que hicieres.
Si tienes un poco de valor, será impotente contra ti; triunfa sólo de los
cobardes. Yo no quiero temeros sino a Vos, oh Dios mío; que hable el mundo como
quiera, yo temeré tus juicios y no los suyos. No es el mundo, no son sus
partidarios los que un día me juzgarán. Vos seréis, Señor, y Vos me juzgaréis
no según las máximas del mundo, sino según los preceptos del Evangelio.
Hay que despreciar al mundo,
pisotearlo; para lograrlo, basta considerar la vanidad de sus promesas y la
manera cómo trata, todos los días, a sus más caros favoritos. ¿Qué les da en
cambio de los sacrificios que se han impuesto, sino amargas decepciones? El
mundo nos grita que nada puede hacer por nosotros; Vos, Señor, prometéis
socorrernos; ¡y he aquí que nosotros dejamos a quien nos sostiene para correr
tras quien nos abandona! (San Agustín).
Continuará...
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