UN CATÓLICO ESPAÑOL VALENCIANO CONTRA LA SATÁNICA "LIBERTAD RELIGIOSA" DEL VATICANO 2

 


Los 24 argumentos de Don Ramón Tatay (carlista valenciano) contra la totalidad del proyecto de ley de Libertad Religiosa (1967)


LA LIBERTAD RELIGIOSA, LEY CONSTITUCIONAL

LOS 24 ARGUMENTOS DE DON RAMÓN TATAY CONTRA LA TOTALIDAD DEL PROYECTO DE LEY

Elaborado ya (1967) el proyecto de Ley de Libertad Religiosa, que deberá pasar a las Cortes del Reino para su examen, dictamen, debate, si hubiere lugar, y aprobación definitiva, hemos considerado interesante recabar la opinión, acerca de problema de tanta trascendencia histórica, de un hombre tan autorizado como el ilustre letrado valenciano Don Ramón Tatay y Tatay, Licenciado en Derecho Canónico, Bachiller en Sagrada Teología y una de las más descollantes figuras del carlismo de nuestro tiempo. Don Ramón Tatay, integrista ciento por ciento, nos ha dicho:

«He aquí algunos de los más numerosos y principales argumentos que me obligan a rechazar cualquier intento, por mínimo que sea, de introducir la llamada «Libertad religiosa» en esta tierra sagrada de España, nunca hasta hoy profanada por la presencia legal y masiva de las sectas anticatólicas:


1) Doy por reproducido el texto íntegro del escrito firmado por los señores Fagoaga, Marrero, Piñar, Vallet de Goytisolo y Vegas Latapie, en agosto de 1964, y publicado en Madrid por las revistas «¿QUE PASA?» e «Ilustración del Clero», y aludido en otros órganos no menos autorizados y prestigiosos.


2) «.., ¿Seguiríamos a los Papas o al Concilio? ¿O es que los textos del Vaticano II, que nada han querido definir, tienen más autoridad en materia de libertad religiosa que las epístolas y encíclicas de Pío VI, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII, San Pío X, Pío XI, y Pío XII, coherentes, por lo demás, con sus antecesores, v. gr. con todos los que gobernaron la Iglesia desde Constantino hasta el Cisma de Focio y, especialmente, con San León el Grande, con Gelasio y Celestino, tan expresivos en esta materia?». (P. Eustaquio Guerrero. S. I., en «Cristiandad», Barcelona, núms. 427-428, septiembre-octubre 1966. págs. 198-199). Y prosigue:


3) «Y si la Iglesia enseñó siempre como indiscutible verdad que el Estado católico correspondiente a una sociedad católica NO DEBE RESPETAR la inmunidad en materia religiosa cuando el acatólico trata de difundir sus errores entre los católicos. ESO SIGUE Y SEGUIRA ENSEÑANDO. Fuera de que el Concilio ha ratificado esa doctrina en el número 1 de la Declaración (art. cit., pág. 199).


4) En efecto, la Decl. «Dignitatis humanae» proclama en su número 1: «Se mantiene íntegra la doctrina tradicional…» Nadie puede desconocer ese inequívoco texto que cierra el paso, una vez más, a la «libertad religiosa» en España. (*)


5) Irrefutable escrito del mismo P. Guerrero probando, de modo definitivo, que no se puede lícitamente autorizar la menor propaganda protestante en España si se tiene presente la Doctrina católica («Cruzado Español», núms. 205-206, 1 y 15 octubre de 1966. pág. 3).


6) «Es un error creer que este es un problema religioso. Es un problema político que va contra el régimen español, como lo fue el de los presos de Burgos y el de los mineros de Asturias» (P. Francisco Peiró, S. I. «Lo que debe usted saber sobre la libertad religiosa». Madrid-Barcelona. 1965. Cfr. pág. 14. Artículos publicados anteriormente en «ABC»).


7) La «historia de la Iglesia», de la B.A.C., escrita por los PP. jesuitas, en su tomo IV (edic. de 1951), páginas 329-330, prueba la conexión existente entre los templos protestantes y logias masónicas al servicio de Inglaterra, según documentos capturados durante nuestra guerra civil de 1936-1939.


8) En esa misma gravísima consideración insiste, encarándose con el Gobierno español e invocando la perennidad del Movimiento Nacional de julio del 36, el actual miembro del Consejo del Reino, monseñor Olaechea, en su pastoral de 15 de agosto de 1952: «Los disidentes, ¿cuántos y quiénes son?» El arzobispo de Valencia juzga ya anticipadamente lo que ahora se propone tan sin rodeos al país. Es muy explícito sobre los crímenes horrendos de las sectas protestantes aliadas con las hordas rojas y a su servicio desde antes del 17 de julio del 36. La pastoral del consejero del Reino, doctor Olaechea, tiene ahora más actualidad que entonces y es completamente imposible olvidar las conclusiones a que llega y las advertencias tan cargadas de temibles presagios que hace al Gobierno español.


9) Públicamente ha dicho y repetido el arzobispo de Madrid, doctor Morcillo, que España es el país que más “arriesga” (sic) con la libertad religiosa. Y ¿quién nos obliga a incurrir en esos riesgos no sólo innecesarios, sino gravemente ilícitos? Ya hemos visto que eso sería suicida, según expresamente afirma monseñor Olaechea, tan adicto a la persona y a la obra de S. E el Jefe del Estado.


10) El mismo prestigiosísimo prelado habla de la guerra civil probable si se abre la puerta al protestantismo, y la misma severa admonición hicieron en su día -con casi idénticas palabras— a quien podía y debía oírlas, monseñor Zacarías de Vizcarra en sus innumerables artículos de «Ecclesia» sobre las insidias de las sectas y sus pretensiones y el apoyo internacional; el obispo de Las Palmas, doctor Pildain, y el actual arzobispo de Zaragoza, doctor Cantero, en su conferencia en el C. S. de I. C.


11) El nada sospechoso de amor a nuestra unidad católica, el muy izquierdista Emilio Salcedo, nos refiere en su completa biografía sobre Unamuno (Edit. Anaya. Salamanca, 1954) que todos los pastores protestantes españoles eran a la vez masones y con vinculaciones anglófilas. Lo testimonió la esposa del pastor Atilano Coco, fusilado en aquella ciudad.


12) Doy por reproducidos los muy serios argumentos del actual ministro señor Carrero Blanco ante el Consejo de Ministros, en La Coruña el 10 de septiembre de 1964, objeto de virulentos ataques por el corresponsal de «Le Fígaro» en Madrid y reproducidos y amplificados por la progresista revista jesuita «Hechos Dichos» (Zaragoza, enero de 1965, páginas 119-122) por oponerse al estatuto de acatólicos. Y doy aquí por reproducida la carta a dicho señor Carrero que le envié el 29 de enero de 1965 aún sin respuesta.


13) El Jefe del Estado dijo ante las Cortes el 24 de octubre de 1953, al ratificar el vigente Concordato: «En todo caso, la tolerancia para creencias y cultos diversos NO QUIERE DECIR LIBERTAD DE PROPAGANDA que fomente las discordias religiosas y turbe la segura y unánime posesión de la verdad y de su culto religioso en nuestra Patria. PORQUE NOSOTROS PODEMOS CONSENTIR que los disidentes encuentren en España modo de practicar su culto, PERO NO QUE, contra la voluntad general y con escándalo del pueblo, HAGAN PROSELITISMO e intenten desviar a los católicos con dádivas de los deberes religiosos, cuando la casi totalidad de la nación quiere conservar, A CUALQUIER PRECIO, su unidad católica.»


14) Escribía yo en carta del 31 de diciembre de 1965 (completando otra del día anterior) al señor Oriol, ministro de Justicia —cuyo subsecretario, señor Alfredo López, tanto se ha distinguido en sostener tesis arriesgadísimas y sin base alguna sobre «libertad religiosa», con gran escándalo de los católicos conscientes—: «...8) Los catedráticos de Universidad sancionados hace pocos meses por actividades subversivas pedían en sus escritos ilegales la libertad religiosa y la separación de la Iglesia y del Estado (cf. texto oficial hecho público por el Gobierno): por tanto, sería suicida hacer la más mínima concesión (a esos enemigos declarados del Estado y del Régimen) en esa materia. Bien claro se advierte en los contundentes escritos de los padres F. Peiró y José Alvarez (especialista prestigioso en probar los errores del íntegro Secretariado para la Unión de los cristianos (Vaticano II), que preparó e impuso los textos sobre libertad religiosa, pero que no pudo impedir que bajasen de peldaño en peldaño jurídicamente hablando en cada etapa hasta llegar al ínfimo: una declaración pura y simple, cuando se pretendió sucesivamente que fuera constitución dogmática, constitución pastoral y decreto, quedándose en lo que fue y es.)


15) Un destacado religioso O. P. probó en «El Español» hace algunos meses (1967) la mala fe del protestantismo mundial respecto del Concilio. En cuanto a los planes de envergadura que esas sectas están ya ejecutando (como nadie ignora) para protestantizar a España y cobrarse así la derrota del s. XVI, hay detalles escalofriantes en el «Boletín del C. I O.», núm 14, pág. 11, del año 1966. ¡Y no puede leerse sin tristeza que cierto embajador ose pedir que se despolitice nuestra unidad religiosa! Si viviera monseñor Vizcarra no lo repetiría. Me recuerda a cuando Pío XII hizo salir de Roma al embajador de De Gaulle ante el Vaticano, nuestro feroz enemigo Jacques Maritain. Es imposible leer aquélla con paciencia, y que conste que si yo callara hablarán hasta las piedras, como dice el Evangelio.


16) Los rojos en el exilio y todos los órganos extranjeros más hostiles siempre a la Cruzada, ahora baten palmas y se apresuran a felicitar a régimen tan aperturista. ¿De dónde sale tan repentino afecto y cariño? ¡Y aún osa decir la prensa que el partido comunista obstaculiza el Referéndum (1966)! ¡Falso por completo! Los secuaces de Moscú no son tan idiotas que combatan sus propios intereses. Nunca lo han hecho y cada día saben más. Siempre desearon la «libertad religiosa» y se preparan a sacar buen partido de ella, si llega a introducirse —«quod Deus avertat!»


17) ¡Bastaría leer lo que la muy escandalosa —en todos los sentidos— sucursal del masónico e izquierdista «Le Monde» en Madrid: me refiero, claro está, a cierto diario «popular» (“Pueblo”). Lo que escriben estos días allí con grandes titulares sobre dicho tema testifica sobradamente de qué se trata! No se puede indicar más claramente que España es ya (1967) presa de las sectas, y casi más que durante la sanguinaria república que también introdujo la libertad religiosa, aunque esa vez con la expresa reprobación de la Santa Sede. Ahora se alega que existe el visto bueno de Roma. Ya expuse lo que se puede pensar de eso con el Magisterio Pontificio de veinte siglos en la mano. (*)


18) De una vez para siempre hago constar que la unidad religiosa es total y radicalmente incompatible con la menor libertad religiosa y es un monstruoso sofisma confundir adrede -como se viene haciendo incluso por altos eclesiásticos- UNIDAD CATÓLICA y ESTADO CONFESIONAL, que son cosas muy diversas y conceptos no siempre coincidentes. Ampliamente se probó este aserto en el número de ¿QUÉ PASA? correspondiente al 3 de diciembre de 1966, pág. 4 y antes, de modo completo, en «Boina Roja» decano de la prensa carlista de posguerra.


19) En la autorizada revista falangista «Juanpérez», B.ª, afirmó expresamente en su núm. 13, autorizado por la censura, en 1964, página 11, que «el objetivo del Estatuto es DISOLVER LA UNIDAD CATÓLICA».


20) Y «Montejurra», número extraordinario, octubre 1964, sobre unidad religiosa, proclamaba con grandes titulares en su portada esto:

«LIBERTAD RELIGIOSA EN ESPAÑA IGUAL A:
ROMPER LA UNIDAD NACIONAL
DESVIRTUAR LOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES.
TRAICIONAR A LOS MUERTOS DE LA CRUZADA.
Mientras el pueblo español desconoce el proyecto, los órganos protestantes, progresistas y rojos lo conocen hasta el último detalle».


21) Habla el Papa San Pío X: «La libertad de cultos es un error monstruoso, un delirio, una libertad de perdición, un error que no puede haberlo más fatal para la Iglesia católica y la salvación de las almas, UNA DESASTROSA Y PARA SIEMPRE DEPLORABLE HEREJIA, un temible sistema: la libertad de cultos corrompe las costumbres y el espíritu, propaga la peste del indiferentismo, constituye un verdadero crimen social.»


22) Más de un centenar de libros y folletos, desde 1960 hasta hoy prueban concienzudamente cuanto yo he venido exponiendo sobre deberes gravísimos de gobernantes católicos en naciones católicas. El Vaticano II, pese a cuanto se diga en contra (*), jamás podía modificar en lo más mínimo al Supremo Magisterio Pontificio en esa materia, por ser éste, hasta Juan XXIII inclusive:

Explícito
Infalible
Irreformable; y
Reiteradísimo.


23) Como carlista en activo ratifico mi adhesión al documento oficial de la Comunión Tradicionalista de 23 de mayo de 1963, firmado por don Javier, su jefe delegado, y restantes autoridades de la C. T., y expreso mis reservas ante recientes defecciones, de cuya autenticidad desconfío.

Nadie puede olvidar en conciencia tantos documentos obligatorios de Roma, sobre todo las proposic. 15 a 18, la 55 y las 77 a 79 del «Syllabus» y encíclica «Quanta cura» de 1864, de Pío IX, y las de Gregorio XVI y León XIII. En la «Quanta cura» hay un texto directamente afectante a la nueva redacción del art. 6.°, que queda ya reprobado sin apelación posible ante la conciencia católica del país y del mundo entero. Ya León XIII confirmó la grave obligación de los gobernantes católicos de reprimir por la fuerza a los cultos acatólicos en la difusión de sus errores.


24) Yo pronuncié en enero y febrero de 1966 un ciclo de conferencias contra la libertad religiosa, entendida en sentido heterodoxo, en el Circulo Carlista de Valencia, y todas las noches presidieron destacados representantes de ambos cleros, lo que hago constar con legitima satisfacción. Por mis convicciones profundas debo rechazar esa ley anunciada que atenta contra el dogma católico y lo hago con toda mi alma como teólogo y canonista, y también como jurista seglar. Mis padres y tres tíos fueron asesinados por los rojos y yo mismo escapé milagrosamente a idéntico fin. Las hordas —a las que propone «Arriba» del 11 de agosto pasado un homenaje nacional— se incautaron de todos mis bienes, y puedo asegurar que desde 1936 me hallo en pie de guerra contra quienes intenten repetir la hecatombe del 36.


(*) Referencia al famoso párrafo “engañabobos” del cap I de la Introducción a “Dignitatis Humanae: “El santo Concilio…. deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”.

Revista ¿QUÉ PASA? núm 158, 7-Ene-1967




Encíclica “Vigilanti Cura” (1936), de S.S. Pío XI, exigiendo la censura en el cine

 




Enciclica Vigilanti Cura (1936), del Papa Pío XI, exigiendo la censura, la decencia y contra la perversión moral del cine en las naciones católicas. Y así fue por lo que, obedeciendo a tal Encíclica, el odiosísimo, perverso, degenerado, etc. etc. "nacional-catolicismo" de Franco implantó la censura en España.

Censura o código ético (moral cristiana) que ya existía en Hollywood anteriormente, el llamado "Código Hays" (vigente desde 1930 a 1968), firmado por todos los productores y distribuidores de las grandes compañías cinematográficas de los "liberalísimos" EEUU.



Encíclica Vigilanti cura (1936)

VENERABLES HERMANOS

SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

Con vigilante cuidado, como lo exige nuestro ministerio pastoral, seguimos toda la laudable tarea de nuestros hermanos Obispos y de todo el pueblo cristiano; y por esto nos alegró conocer los saludables frutos que ya se han recogido y los avances que sigue obteniendo aquella providente empresa, iniciada hace más de dos años como una sagrada contienda encomendada especialmente a la "Legión de la decencia"[a] para contener la depravación de la cinematografía.


Esto Nos ofrece la oportunidad, largamente deseada, de manifestar extensamente Nuestro pensamiento sobre un tema que está estrechamente relacionado con la vida moral y religiosa de todo el pueblo cristiano. En primer lugar deseamos felicitaros a Vosotros y a los fieles que os han prestado su ayuda, a esta Legión que, con vuestra dirección y guía, tan eficazmente ha trabajado en este campo de apostolado. Y nuestra gratitud es tanto más viva cuanto mayor es nuestra angustia cuando vemos que el arte y la industria de este género se desliza, «con grandes avances fuera del camino», exponiendo a la luz para todos los vicios, crímenes y delitos.


Cada vez que se nos presenta la oportunidad sentimos el deber, movidos por Nuestro altísimo ministerio, de llamar la atención inmediata, no sólo del episcopado y del clero, sino de todos los todos los hombres de bien que se preocupan por el bien público.


Ya en la encíclica «Divini Illius Magistri», lamentamos que «estos poderosos medios de difusión que, si se rigen por sanos principios, pueden tener éxito y ser de gran utilidad para la instrucción y la educación, por desgracia a menudo se subordinada a los incentivos las malas pasiones y a la codicia del lucro». También en agosto de 1934, dirigiéndonos a unos representantes de la Federación Internacional de Prensa Cinematográfica, tras constatar la gran importancia que ha alcanzado este tipo de espectáculos en nuestros días y la amplísima influencia que ejerce, tanto en la promoción del bien como en la insinuación de la mal, advertíamos, finalmente, que es totalmente necesario aplicar al cine aquellas prescripciones, que rigen y moderan la práctica del arte, para no dañar a la moral cristiana, o simplemente humana según la ley natural. Ahora bien, cualquier arte noble debe apoyarse principalmente en aquello a lo que está orientado por su propia naturaleza: perfeccionar al hombre en su honradez y virtud; por tanto, debe conducir a los principios y preceptos de la disciplina moral. De aquí concluimos, en medio de la expresa aprobación de esos representantes –todavía no es grato recordarlo– que el cine debe adaptarse a unas normas rectas, para que excite en todos los espectadores una integridad de vida a una autentica educación. También recientemente, en abril de este año, cuando con gusto recibimos en audiencia a un grupo de los delegados del Congreso de la Prensa Cinematográfica Internacional, celebrada en Roma, señalamos la gravedad del problema: y del mismo modo exhortamos a todas las personas de buena voluntad en nombre no sólo de la religión sino también en nombre del verdadero bienestar civil y moral de la gente, a que luchasen con todos los medios a su alcance, al igual que la prensa, para que el cine pueda realmente convertirse en un factor valioso de instrucción y educación, y no de la destrucción y la ruina de las almas.


Sin embargo, este asunto es de tal gravedad por sí mismo y para las actuales condiciones de la sociedad, que vemos oportuno tratarlo nuevo, no sólo con recomendaciones específicas, como en ocasiones anteriores, sino con una mirada universal, es decir, no solo como una necesidad de vuestras diócesis, Venerables Hermanos, sino de todo el mundo católico. En efecto, es muy necesario y urge prever y poner los medios para que el progreso del arte, la ciencia, y la misma perfección técnica y la industria humana -pues todos ellos son verdaderos dones de Dios- se ordenen a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirvan para propagar el reino de Dios en la tierra, para que todos, tal como nos hace orar la Iglesia «pasemos por los bienes temporales, de modo que no perdamos los eternos».


Ahora bien, es cierto, y fácilmente es observado por todos, que el progreso de la industria del arte y del cine, cuanto más maravillosos se han hecho, más perniciosos y mortíferos resultaban para la moral y la religión y, de hecho, para la honestidad de la misma convivencia civil.


Por esto también los propios líderes de esta industria en los Estados Unidos, cuando reconocieron su propia responsabilidad, ante la opinión pública, de hecho ante toda la sociedad, y en marzo de 1930, con un acto libre, adoptado de común acuerdo, y solemnemente sancionado por sus firmas y hecho público en la prensa, asumieron conjuntamente el solemne compromiso de proteger en adelante la moralidad de los cinéfilos. Y personalmente se comprometieron según este código, a no exhibir nunca ninguna película que atacasen las normas morales de los espectadores o que despreciase la naturaleza humana y la ley natural, o que persuadiese su violación. (b)


A pesar de tan laudable determinación, aquellos mismos que la habían tomado y los productores de películas, o no quisieron o no pudieron someterse a los principios a que libremente se habían obligado. Así, habiéndose demostrado poco eficaz el compromiso aludido, y continuando en el cinematógrafo la exhibición del vicio y del delito, parecía casi cerrado el camino de la diversión honesta mediante las películas cinematográficas.


En medio de estas graves circunstancias vosotros, Venerables Hermanos, fuisteis los primeros en estudiar cómo se podrían proteger a las almas de los que estaban confiados a vuestro cuidado de este mal que avanzaba; y esto hicisteis cuando instituisteis la "Legión de la Decencia", como una cruzada en favor de la moralidad pública, cuya magnífica obra, igual que sus propósitos y principios, está conformada por las normas de la honestidad natural y cristiana, y dirigida, finalmente, a revitalizarlas. Estaba muy lejos de vosotros la intención de perjudicar a la industria cinematográfica; al contrario, os esforzasteis en que la diversión en este arte no degenerase en deshonestidad y depravación.


Sus directivas provocaron una adhesión rápida y devota de vuestros fieles y millones de católicos de Estados Unidos firmaron el compromiso de "Legión de la Decencia", obligándose a no asistir a ninguna película que ofendiese la moral cristiana o los preceptos de una vida recta. En pocas ocasiones hemos visto, y esto Nos llena de gozo decirlo, al pueblo tan íntimamente unido con sus Obispos colaborando en esta obra, de tal suerte, que en ninguna otra ocasión de los tiempos modernos podremos contemplar más unión. Y no sólo a los hijos de la Iglesia católica, sino muchos de los protestantes, también de los judíos y otros muchos, acogieron vuestros consejos y propósitos. y se unieron a vuestros esfuerzos para devolver las película a las adecuadas normas del arte y de las costumbres. En el momento presente Nos conforta reconocer que en esta cruzada se han conseguido ya no pocos resultados. Por lo que Nos conocemos, gracias a vuestra celosa vigilancia y a la fuerza de opinión del público, las películas en cierta medida se han enmendado desde el punto de vista moral. Las imágenes de los vicios y los crímenes no son presentadas tan abundantemente como antes; el pecado ya no es tan abiertamente respaldado y reconocido; ni los falsos principios morales son exhibidos a las mentes jóvenes con las mismas procaces e excitantes razones.


Aunque en algunos sectores, se predijo que el mérito artístico del cine se vería seriamente afectado por la insistencia de la «Legión», sin embargo, parece ocurrir todo lo contrario.


De hecho se ha trabajado afanosamente para que las películas se conformen a los nobles preceptos de las artes liberales. De modo que , tanto los mejores clásicos, como las nuevas obras de la mente humana que brillan por su mérito, se presenten a los ojos de los espectadores,


Tampoco por esta causa se han resentido las finanzas de aquellos que habían invertido en esta industria, como algunos había previsto, sin argumentar razones consistentes, pues no pocos que se alejaban de la diversión del cine por su ataque a la moral, cuando se pudo comprobar que las acciones que se exponían en el cine, no parecían ofensivas para la virtud humana y cristiana, volvieron de nuevo a asistir a estos espectáculos.


Cuando vosotros, Venerables Hermanos, iniciasteis esta cruzada, no faltaron quienes dijeron, considerando el esfuerzo que requiere este asunto, que su influjo desparecería en breve tiempo, hasta el punto de que reducida paso a paso vuestra supervisión y la vigilancia de los vuestros, los autores de estas películas volverían de nuevo libremente a su primitivo modo de hacer. Es fácil ver por qué algunos de ellos desean regresar a los malos contenidos, que excitan las pasiones más bajas y que se habín proscrito. Mientras que la producción de aquellas películas que presentan acontecimientos humanos virtuosos, requiere un esfuerzo intelectual, habilidad y, a veces, unos gastos más que considerables, por el contrario puede ser relativamente fácil inducir a la asistencia al cine de ciertos individuos y grupos sociales con las películas que se centran en despertar las pasiones y bajos instintos latentes en los corazones humanos.


Por esto es necesario que una vigilancia incesante y universal convenza a los productores de esto. La «Legión de la decencia» no es una contienda temporal, que pronto puede llegar a ser descuidada y olvidada, porque -bajo la orientación de los obispos de los Estados Unidos- tiene la intención de proteger a toda costa la moralidad en la recreación de las personas, en todo momento y en cualquier forma que suceda.


La recreación, de hecho, en sus múltiples formas, se ha convertido en una necesidad para todos los que trabajan en las ocupaciones necesarias para la vida, pero debe ser digna de lo racional y, por lo tanto sana y moral, debe elevarse al nivel de un factor que despierte sentimientos buenos y nobles. Un pueblo que en sus momentos de descanso se dediqun a entretenimientos que ofenden el sentido correcto de la decencia, el honor, la moral; a una recreación que puede ser ocasión de pecado, especialmente para los jóvenes, está en grave peligro de perder su grandeza y el poder del mismo país.


Y no hay duda de que entre las actuales diversiones, en los últimos años el cine ha ocupado un lugar de importancia universal. Tampoco es necesario señalar que hay millones de personas que acuden a estas proyecciones todos los días, a medida que más y más se abran estos programas a todas las personas en los países desarrollados y en desarrollo, finalmente, la película se ha convertido en la forma de entretenimiento más popular que se ofrece para los momentos de ocio, no sólo para los ricos, sino a todas las clases de la sociedad.


Por otro lado, hoy no hay otro medio más potente que el cine para ejercer su influencia sobre las masas, tanto por la misma naturaleza de las imágenes proyectadas en la pantalla, como por la facilidad que suponen para el descanso, por la popularidad del cine y por circunstancias que lo rodean.


El poder del cine radica en el hecho de que se habla a través de imágenes, que con gran placer y sin fatiga, se muestra en las mentes, también de aquellos rudos e incultos, que no tendrían la capacidad o la voluntad de hacer el esfuerzo de abstracción y la deducción, que exige el razonamiento. Pues leer, o escuchar, requiere un esfuerzo, que en la visión cinematográfica se sustituye por el placer de la sucesión continua de imágenes concretas y, por así decirlo, vivas. En las imágenes que hablan este poder se fortalece, porque la comprensión de los hechos se hace más fácil y el encanto de la música, está conectado con el espectáculo.


Por desgracia, además, las escenas de bailes, que llaman «variedades», que a veces se introducen en los interludios, aumentan la excitación de las pasiones.


Por esto las películas son como escuelas que, más que un razonamiento abstracto, pueden enseñar para el bien o para el mal a la mayoría de los hombres. Es necesario, pues conducirla a los saludables propósitos de una conciencia cristiana, y liberarla de su efectos desmoralizadores y de depravación.


Todo el mundo sabe el daño que pueden causar al alma las películas: se convierten en ocasiones de pecado, seducen a los jóvenes en los caminos del mal, por la glorificación de las pasiones; exponen la vida bajo una luz falsa; ofuscan los ideales; destruyen el amor puro, el respeto por el matrimonio, el cariño para la familia. También pueden crear fácilmente prejuicios entre los individuos y desacuerdos entre las naciones, entre las clases sociales, entre las razas enteras.


Por otro lado, este modo de diversión, conformado con unas normas adecuadas, puede influir profundamente en la moralización de los espectadores. Además de divertir, pueden suscitar nobles ideales de vida, difundir preciosas nociones nobles, aumentar el conocimiento de la historia y de las bellezas del país propio o del ajeno, presentar la verdad y la virtud bajo una forma atrayente; crear, o por lo menos favorecer, una comprensión entre las naciones y las clases sociales y las razas; promover la causa de la justicia, excitar a la virtud y contribuir con ayuda positiva al mejoramiento moral y social del mundo.


Estas consideraciones Nuestras adquieren mayor gravedad teniendo en cuenta que el cine no habla a los individuos, sino a las multitudes, y en circunstancias de tiempo, lugar y ambiente muy propicio para despertar un entusiasmo inusual tanto para el bien, como para el mal, y aquella excitación colectiva puede degenerar, tal como por desgracia enseña la experiencia, en una perturbación morbosa.


Las imágenes de la película se muestran a espectadores que están sentados en una sala oscura, y tienen las facultades físicas y espirituales fatigadas. No hay necesidad de buscar lejos esas salas; están junto a las casas, iglesias y escuelas del pueblo; tan próximas están, que tienen en todo momento carta de ciudadanía en la vida común de los pueblos. Por otra parte, los acontecimientos descritos en la película son realizadas por hombres y mujeres especialmente seleccionados por sus dotes naturales y por el uso de aquellos artificios que también pueden convertirse en un instrumento de seducción, sobre todo para los jóvenes. A esto se añade el lujo de las escenas, lo agradable de la música, el realismo desvergonzado y extravagante en todas las formas de capricho. Y por esa misma razón fascina con particular atractivo sobre los jóvenes, los adolescentes y los mismos niños. Por tanto, en la misma edad en que se está formando el sentido moral y se van desenvolviendo las nociones y los sentimientos de justicia y de rectitud, en que surgen los conceptos de los deberes y de las obligaciones, de los ideales de la vida, el cine, con su propaganda directa, toma una posición dominante.


Y, por desgracia, en las presentes circunstancias, con mucha frecuencia se sirve de ella para el mal. Así que al pensar en tales estragos en las almas de los jóvenes y los niños, en tantos que pierden su inocencia en los cines, viene a la mente la terrible condenación de Nuestro Señor a los corruptores de niños: «El que escandalizare a uno de mis pequeños, más le valdría que le atasen del cuello una piedra de molino y le arrojasen a las profundidades del mar».


Por tanto, una de las necesidades supremas de nuestro tiempo es vigilar y trabajar para que el cine no siga siendo una escuela de la corrupción, sino más bien se transforme en una herramienta valiosa para la educación y elevación de las humanidad.


Aquí recordamos con agrado que algunos gobiernos, preocupados por la influencia del cine en la moral y en la educación, han creado, mediante personas probas y honestas, y principalmente padres y madres de familia, especiales comisiones de censura, a las que corresponde inspeccionar, revisar y dirigir todas las películas que se produzcan. Conocemos también que estas mismas comisiones se esfuerzan para que la producción cinematográfica se inspire con frecuencia en las obras de los mejores poetas y escritores de la Nación.


Por tanto, si era sumamente justo y conveniente que vosotros, Venerables Hermanos, ejercitaseis una especial vigilancia sobre la industria cinematográfica de vuestro país, que está particularmente adelantada y tiene no poca influencia en las otras partes del mundo, es, por otra parte, deber de los obispos de todo el orbe católico unirse para vigilar esta universal y potente forma de diversión y de enseñanza. Y de este modo hacer valer como motivo de prohibición la ofensa al sentimiento moral y religioso y a todo aquello que es contrario al espíritu cristiano y a sus principios éticos, no cansándose de combatir cuanto contribuya a atenuar en el pueblo el sentido de la virtud y del honor.


Tal obligación corresponde no sólo a los obispos, sino también a los fieles y a todos los hombres honrados amantes del decoro y de la santidad de la familia, de la patria y, en general, de la sociedad humana.


Trataremos ahora de buscar e investigar en qué ha de consistir esta vigilancia.


El problema de la producción de las películas morales se resolvería desde su raíz si fuese posible disponer de una producción inspirada en los principios de la moral cristiana.


Por esto no dejaremos nunca de alabar a aquellos que se han dedicado o se han de dedicar al nobilísimo intento de elevar la cinematografía a los fines de la educación y a las exigencias de la conciencia cristiana, dedicándose a este fin con competencia de técnicos, y no de aficionados, para evitar toda pérdida de fuerzas y de dinero.


Por supuesto, Nos somos conscientes de lo difícil que es organizar tal industria, especialmente por razones de orden financiero, y, por otra parte, es necesario influir sobre toda la producción cinematográfica para que no cause daño a los fines religiosos, morales y sociales; por esto es necesario que los pastores de almas dediquen sus cuidados a todas las películas que en todas partes se ofrecen al pueblo cristiano.


Exhortamos a los obispos de todos los países donde se producen películas, pero de manera especial a vosotros, para que influyáis paternalmente sobre aquellos católicos que tienen una participación en esta industria. Que piensen seriamente en sus deberes y en las responsabilidades que tienen como hijos de la Iglesia al usar de su influencia y de su autoridad para que las películas que ellos producen o aquellas en cuya producción cooperen, sean conformes a los principios de la sana moralidad. No pocos son los católicos que, bien como realizadores, directores, autores o actores, intervienen en las películas, y, sin embargo, es doloroso que su intervención no haya estado siempre de acuerdo con su fe y con sus ideales. Vosotros, Venerables Hermanos, haréis bien en amonestarles para que su profesión esté en consonancia con su conciencia de hombres respetables y de seguidores de Jesucristo.


En este, como en cualquier otro campo del apostolado, los pastores de almas encontrarán ciertamente cooperadores óptimos en aquellos que militan en las filas de la Acción Católica, a los que no podemos dejar de dirigir en esta carta repetidamente un cálido llamamiento, para que os presten toda su ayuda y su laboriosidad sin cansarse ni disminuirla nunca.


Será muy oportuno también que los sagrados Pastores recuerden a las empresas cinematográficas que ellos, entre los cuidados de su ministerio pastoral, deben preocuparse de toda forma de recreación honesta y sana, porque están obligados a responder delante de Dios de la moralidad de su pueblo, incluso cuando se divierte. Su sagrado ministerio les obliga a avisar, clara y abiertamente, cuando una diversión malsana e impura destruye las fibras morales de una nación. Recuerden, asimismo, a las empresas cinematográficas que lo que reclaman no se refiere sólo a los católicos, sino a todo el público que acude a los espectáculos cinematográficos.


En particular a vosotros, Venerables Hermanos de los Estados Unidos, incumbe justamente insistir sobre lo que decimos, ya que la industria cinematográfica de vuestro país se comprometió libremente a hacerse cargo de esta responsabilidad y evitar el peligro que pesa sobre toda la sociedad de los hombres.


Procuren, además, los obispos de todo el mundo hacer ver a los que trabajan en la industria cinematográfica que una fuerza tan potente y universal puede ser útilmente dirigida a un fin altísimo de mejora individual y social. ¿Por qué nos hemos de ocupar tan sólo de evitar el mal? Las películas no deben ser una simple diversión, ni ocupar tan solamente las horas frívolas y ociosas, sino que pueden y deben, con su magnífica fuerza, iluminar y encaminar a los espectadores al bien.


Y ahora, teniendo en cuenta la gravedad del caso, creemos oportuno descender todavía a alguna indicación práctica en consonancia con la materia. Ante todo, como ya hemos dicho, cada uno de los pastores de almas procurará conseguir que cada año sus fieles -del mismo modo que los católicos de Estados Unidos- hagan la promesa de abstenerse de películas que ofendan la verdad y la moral cristiana. Este compromiso o esta promesa puede obtenerse del modo más eficaz a través de la iglesia parroquial y de la escuela, y con la cooperación de los padres y de las madres de familia que tengan conciencia de su responsabilidad. Los obispos podrán también valerse para estos fines de la prensa católica, que hará resaltar la belleza y la eficacia de la promesa a que nos referimos.


El cumplimiento de esta promesa hace necesario que el pueblo conozca claramente qué películas son lícitas para todos, cuáles son lícitas con reserva, y cuáles son dañosas o realmente malas. Esto exige la publicación regular de listas de las películas clasificadas que, como hemos dicho, deberán llegar fácilmente al conocimiento de todos.


Sería muy de desear que se pudiese establecer una lista única para todo el mundo, porque para todos rige una misma ley moral.


Sin embargo, tratándose de representaciones que llegan a todas las clases de la sociedad, grandes y pequeños, doctos e ignorantes, el juicio sobre una película no puede ser siempre el mismo en todos los casos y bajo todos los aspectos. Además, las circunstancias, los usos y las formas varían de una nación a otra, por lo que no parece una cosa práctica establecer una sola lista para el mundo entero. Sin embargo, si en todas las naciones se tiene una clasificación de las películas en la forma que hemos indicado más arriba, ésta podrá ofrecer en líneas generales la norma que se busca.


Por esto será necesario que en todos los países los obispos establezcan una oficina permanente nacional de revisión, que pueda adelantar las buenas películas, clasificar las demás y hacer llegar este juicio a los sacerdotes y a los fieles. Sería muy oportuno confiar este encargo a los organismos centrales de la Acción Católica, que dependen de los excelentísimos obispos. En todo caso, sin embargo, es necesario, hacer notar claramente que para ser eficaz y orgánica la clasificación debe ser racional y hecha por un único centro responsable.


Aunque, cuando gravísimas razones locales verdaderamente lo exigiesen, los Ordinarios, en las propias diócesis, por medio de sus comisiones diocesanas, podrán usar criterios más severos que los exigidos para ser admitidas en la lista general que debe imponer la norma para toda la nación. La oficina mencionada cuidará, además, de la organización de las salas cinematográficas existentes en las parroquias o las asociaciones católicas, de modo que en estas salas se proyecten películas bien revisadas. Mediante la organización de estos locales, que para la industria cinematográfica resultan muy a menudo buenos clientes, se puede reivindicar un nuevo derecho: el de que la misma industria produzca películas que respondan plenamente a nuestros principios, los cuales serán fácilmente proyectadas, no sólo en las salas católicas, sino también en otras.


No ignoramos que la instalación de tal oficina exigirá un sacrificio, un gasto más para los católicos de los distintos países. Sin embargo, la gran importancia del cine y la necesidad de proteger la moralidad del pueblo cristiano, e incluso la moralidad de la nación entera, hace este sacrificio más que justificado, ya que la eficacia de nuestras escuelas, de nuestras asociaciones católicas e incluso de nuestras iglesias resulta disminuida, e incluso corre peligro, por la plaga de las películas malvadas y perniciosas.


Debe prestase atención para que la oficina esté constituida por personas que estén familiarizadas con la técnica cinematográfica y, al mismo tiempo, tengan bien arraigados los principios de la moral y la doctrina católicas; deberán, además, tener la guía y la asistencia directa de un sacerdote escogido por los obispos.


Mutuos y oportunos intercambios de indicaciones e informaciones entre las oficinas de los distintas naciones podrán hacer más eficaz esta tarea de revisión, aun teniendo en cuenta la diversidad de condiciones y de circunstancias de los diversos países. Así se conseguirá una unidad de dirección en los juicios y en las indicaciones en la prensa católica de todo el mundo.


Estas oficinas aprovecharán oportunamente no sólo las experiencias llevadas a cabo en los Estados Unidos, sino también el trabajo realizado en el campo del cine por los católicos de otros países. Si, a continuación, los miembros de esta oficina -con todas los mejores consejos y propósitos- caen en algún defecto, como sucede en todas las cosas humanas, los obispos sabrán con su prudencia pastoral, repararlo de la manera más eficaz y, al mismo tiempo, proteger la autoridad y la estimación de la propia oficina, reforzándola con algunos miembros más autorizados o sustituyendo los que hayan resultado menos aptos para esta delicada tarea.


Si todos los obispos aceptan su parte en el ejercicio de ese reloj caro en la película - de la cual no dudamos, porque sabemos que así su celo pastoral - algunos se hacen un gran trabajo para la protección de la moral de las personas en sus horas de ocio y recreación. Ellos merecen la aprobación y la cooperación de todos los católicos, y otros, ayudando a asegurar el inicio de este poder internacional grande, que es la película, el elevado propósito de promover los más nobles ideales y las normas más honestas.


Para que estos votos y deseos, que brotan de un corazón de padre, alcancen resultado, imploramos la ayuda de la gracia divina; de lo cual sea auspicio la Bendición Apostólica que a vosotros, Venerables Hermanos, y el clero y el pueblo os ha encomendado, afectuosamente impartimos.


Roma, San Pedro, 29 de junio, la Fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, de 1936, décimo quinto año de Nuestro Pontificado.

PÍO XI

a)El nombre oficial de la institución a que se refiere el Papa es "National Legion of Decency", fundada por los obispos católicos de Estados Unidos en 1933.

(b)El llamado Código Hays (1930-34), vigente hasta 1968.





LOS OBISPOS ESPAÑOLES Y LA INFALIBILIDAD PAPAL EN EL CONCILIO VATICANO (1869-1870)

 



    LOS OBISPOS ESPAÑOLES EN EL CONCILIO VATICANO (1869-1870)

Por IJCIS


España, que ya en el primer Concilio Ecuménico (Nicea, 325) cooperó en tan alto grado, por medio del gran Osio, a salvar el dogma medular de la divinidad de Jesucristo; y que en la Asamblea Tridentina —la más importante de la Iglesia— logró una preponderancia tal, según propios y extraños, que contribuyó más que nación alguna a formular las verdades dogmáticas y a informar las disposiciones disciplinarias del verdadero espíritu de la reforma católica... España dio en el Concilio Vaticano I (1870) el ejemplo único y magnífico de todo su Episcopado (con el de Hispanoamérica) y de todo su clero defendiendo con ardor la Infalibilidad Pontificia, que dio el golpe de gracia a la tendencia galicana, reforzó la unidad católica y avivó tan consoladoramente la devoción al Papa.




1. UNA OMISION INCOMPRENSIBLE

Tal es la de la "Historia de la Iglesia Católica", de la B. A. C., que en todo el capítulo dedicado al Concilio no cita para nada a los españoles, con una desinformación e injusticia manifiestas. Se contenta (y eso en la segunda edición) con anteponer un parrafito, como de compromiso, en que se dice que fue notable su actuación; pero esa actuación no aparece luego por ninguna parte.


No nos detendremos en accidentes y detalles. Pero, ¿quién duda que la cuestión batallona del Vaticano I, eje a cuyo alrededor gira todo lo demás y por lo que principalmente ha pasado a la Historia, fue la definición dogmática de la Infalibilidad Pontificia?


Pues bien, todo el Episcopado español, con su clero, seguido por el hispanoamericano, desde el principio, sin vacilar y como un solo hombre, defendió con elocuencia, sólida ciencia teológica y apostólica valentía, esta verdad trascendental.


Nuestros Obispos eran, en conjunto, insignes, como formados en la escuela de San Antonio María Claret. A él se debió más que a nadie aquel episcopado excelente que supo afrontar con admirable sabiduría y entereza los embates de la revolución septembrina. Distinguiéronse especialmente: Lluch, de Salamanca; Monescillo, de Jaén; García Gil, de Zaragoza; Montserrat, de Barcelona; Caixal, de Urgel; Martínez, de La Habana...


Un testigo tan imparcial y desapasionado como el santo autor del “Diario del Concilio Vaticano I”, León Dehón, no duda en afirmar que estos Padres eran “verdaderos teólogos, que el episcopado español sobrepujaba a todos los demás”.


Ahora bien, ¿qué pensar de una “Historia” (y escrita por españoles) que no sólo no pone de relieve tan consoladora y positiva realidad, sino que la ignora en absoluto? Por lo visto, era más trascendental y constructivo entretenerse con el irenismo oportunista de Dupanloup, las belicosas diatribas de Dollinger, las intemperancias de Strossmayer o los apasionados y parciales artículos de “Correspondance” y “Allgemeine Zeitung”.


Creíamos que «la Historia no se escribe para gente frívola y casquivana»...





2. CIENCIA Y SANTIDAD: PAYÁ Y CLARET

Dos Padres españoles llamaron la atención principalmente en el primer Concilio Vaticano: el Obispo de Cuenca, Miguel Payá y Rico, y el eximio Arzobispo y Fundador, San Antonio María Claret, «el Santo del Concilio Vaticano I».


Monseñor Payá fue una figura señera en aquella Asamblea memorable. Tres fueron sus intervenciones. La más sonada y eficaz es la del 1 de julio de 1870, en la LXXX Congregación General. Véase, entre tantos, un testimonio extranjero, el del periodista francés de “L'Univers”: «Todo el honor de la sesión fue para monseñor Paya, Obispo de Cuenca, el cual consiguió durante cinco cuartos de hora, y a pesar de la extrema fatiga de los Padres, tener pendiente de sus labios al augusto auditorio. Hablando el latín con una facilidad y elocuencia admirables, refutó con una ciencia teológica profunda, que arrebataba la atención, los argumentos de todo género invocados hasta ahora, con una definición clara y completa del dogma de la infalibilidad. Al bajar de la tribuna se desbordó el entusiasmo, recibiendo abrazos de muchos Obispos, que al salir comentaban que el Prelado español había agotado la materia y había hecho trizas el galicanismo; proclamándole héroe del Concilio. El Maestro de Cámara de Su Santidad le llegó a decir: "Vos sois el Crisóstomo del Concilio Vaticano».


Fue tal la convicción que llevó al ánimo de los Padres, que más de sesenta creyeron ya innecesario hacer uso de la palabra que se les había concedido. ¿Nada más? S.S. Pío IX lo abrazó y ensalzó con efusiva gratitud en la sesión última y definitiva del 18 de julio.




San Antonio María Claret era el jefe espiritual indiscutible de nuestros beneméritos Prelados. Muchos de ellos habían sido propuestos por él para la mitra; algunos se dirigían con él, y todos le veneraban como a santo, veneración que le profesaban todos los Padres del Concilio.


No vamos a tratar de su callada labor por los seminarios y la formación sacerdotal, por el catecismo único y por el dogma de la Asunción de María. Hemos de ceñirnos a la infalibilidad del Romano Pontífice.


Ya el 28 de enero había firmado, juntamente con otros 399 Obispos, la ardiente súplica de la definición, como «ineluctablemente necesaria desde todo punto de vista». Pero su día —y uno de los más grandes de la Ecuménica Asamblea— fue el 31 de mayo. Expuestas y solucionadas todas las objeciones, el Cardenal Moreno, Arzobispo de Valladolid —y con él todos los españoles e hispanoamericanos—, afirmó, categórico, que ni uno solo vacilaría en su voto favorable. Es el momento en que habla el P. Claret.


Sus palabras breves, claras, precisas, de una impresionante libertad evangélica de corte paulino, que desenmascaraban ciertas actitudes en que había más de prudencia mundana que de espíritu de Dios, eran el testimonio de un mártir de Cristo, que ya había derramado su sangre por el Maestro y ansiaba verterla toda por la infalibilidad de su Vicario. Como algunos de los venerables Padres de Nicea, ostentaba en su rostro y su brazo las heridas recibidas en odio a la Iglesia. Y, cual otro Pablo, dijo a la sobrecogida Asamblea: «Traigo las cicatrices de Nuestro Señor Jesucristo en mi cuerpo». «Verdaderamente, exclamó el Secretario Conciliar, es un Confesor de la Fe».


«Mis palabras —escribe el mismo Santo— causaron gran impresión, como las de todos los españoles, e hicieron prorrumpir al gran convertido inglés Cardenal Manning: «Los Obispos españoles se puede decir que son la guardia imperial del Papa».



3. RECAPITULANDO

Concilio de Nicea (325).—Nuestro Osio salva del incendio arriano la primera página del último Evangelio, consagra el término consustancial (que no han sabido traducir los modernos liturgistas), con que cierra el paso a toda evasiva semiarriana y asienta la roca inconmovible en que se afirma la Iglesia: la divinidad de Jesucristo.


Concilio de Florencia (1439).Juan de Torquemada, el mejor teólogo de su siglo, contribuye como el que más a la reconciliación solemne y oficial de Constantinopla con Roma, con la definición y aceptación, por las dos Iglesias, del primado pontificio y de su magisterio universal.


Concilio de Trento (1545-63).—Es considerado por todos como el más notable de la Historia. El protestante Ranke escribe: «Con rejuvenecida fuerza se presentaba ahora el catolicismo». El católico Pastor añade: «Echó los cimientos de una verdadera reforma y estableció de un modo comprensivo y sistemático la doctrina católica». El “New York Times” decía, al terminar el Vaticano I, que era el más importante después del de Trento. No son citas sospechosas para nuestro cipayos progresistas, que son ya más anti-tridentinos que los mismos agnósticos y protestantes. Y bien, no vamos a repetir con Menéndez y Pelayo, que tan mala o ninguna prensa tiene hoy en España, que el de Trento fue tan español como ecuménico. Preferimos el testimonio del francés Cardenal de Lorena, el cual escribía al Papa que debía tenerse gran cuenta con los Obispos españoles, «ya que, hablando en verdad, son personas de mucho valer, y en ellos solos, y en algún italiano, aparece más doctrina que en todos los demás».


Concilio Vaticano (1870).Con su masiva adhesión a la Infalibilidad Pontificia contribuyen, sin fisuras, a la proclamación de este dogma nuclear, que torna tan difíciles y casi imposibles cualesquiera veleidades cismáticas o separatistas, según afirma el mismo "Cardenal" Alfrink. (…)


Fuente: Revista ¿QUÉ PASA? núm 150, 11-Dic-1966





Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos (2 de noviembre)

 



Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos


"No queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en Él" (1 Tes. 4, 13). Este era el deseo del Apóstol al escribir a los primeros cristianos; la Iglesia comparte este mismo deseo.


En efecto, la verdad sobre los difuntos no pone solo en admirable luz el acuerdo de la justicia y de la bondad en Dios: los corazones más duros no resisten a la misericordia caritativa que esa verdad infunde, a la vez que procura los más dulces consuelos al luto de los que lloran.


Si nos enseña la fe que hay un purgatorio, donde las faltas no expiadas pueden retener a los que nos fueron queridos, también es de fe que podemos ayudarlos, y es teológicamente cierto que su liberación más o menos pronta está en nuestras manos. Recordemos algunos principios que pueden ilustrar esta doctrina.



El fundamento teológico de las indulgencias

Todo pecado causa en el pecador doble estrago: mancha su alma y le hace merecedor del castigo. El pecado venial causa simplemente un desplacer a Dios y su expiación solo dura algún tiempo; mas el pecado mortal es una mancha que llega hasta deformar al culpable y hacerle objeto de abominación ante Dios; su sanción, por consiguiente, no puede consistir más que en el destierro eterno, a no ser que el hombre consiga en esta vida la revocación de la sentencia.


Pero, aun en este caso, borrándose la culpa mortal y quedando revocada por tanto la sentencia de condenación, el pecador convertido no se ve libre de toda deuda; aunque a veces puede ocurrir; como sucede comúnmente en el bautismo o en el martirio, que un desbordamiento extraordinario de la gracia sobre el hijo pródigo logre hacer desaparecer en el abismo del olvido divino hasta el último vestigio y las más diminutas reliquias del pecado, lo normal es que en esta vida o en la otra exija la justicia satisfacción por cualquier falta.


Todo acto sobrenatural de virtud, por contraposición al pecado, implica doble utilidad para el justo; con él merece el alma un nuevo grado de gracia y satisface por la pena debida a las faltas pasadas conforme a la justa equivalencia que según Dios corresponde al trabajo, a la privación, a la prueba aceptada, al padecimiento voluntario de uno de los miembros de su Hijo carísimo.


Ahora bien, como el mérito no se cede y es algo personal de quien lo adquiere, así, por lo contrario, la satisfacción, como valor de cambio, se presta a las transacciones espirituales; Dios tiene a bien aceptarla como pago parcial o saldo de cuenta a favor de otro, sea el receptor de este mundo o del otro, con la sola condición de que pertenezca por la gracia al Cuerpo Místico del Señor que es Uno en la caridad. Es la consecuencia del misterio de la Comunión de los Santos, que en estos días se nos manifiesta.



La práctica de la Iglesia

Sabido es cómo secunda la Iglesia en este punto la buena voluntad de sus hijos. Por medio de la práctica de las Indulgencias, pone a disposición de su caridad el tesoro inagotable donde se juntan sucesivamente las satisfacciones abundantísimas de los Santos con las de los Mártires, y también con las de Nuestra Señora y con el cúmulo infinito debido a los padecimientos de Cristo.


Casi siempre ve bien y permite que la remisión de la pena, que ella directamente concede a los vivos, se aplique por modo de sufragio a los difuntos, los cuales ya no dependen de su jurisdicción. Quiere esto decir que cada uno de los fieles puede ofrecer por otro a Dios, que lo acepta, el sufragio o ayuda de sus propias satisfacciones, del modo que acabamos de ver. La indulgencia que se cede a los difuntos no pierde nada de la certeza o del valor que tendría para nosotros los que pertenecemos todavía a la Iglesia militante. Ahora bien, las Indulgencias se nos ofrecen en mil formas y en mil ocasiones.


Sepamos utilizar nuestros tesoros y practiquemos la misericordia con las pobres almas que padecen en el purgatorio. ¿Puede existir miseria más digna de compasión que la suya? Tan punzante es, que no hay desgracia en esta vida que se la pueda comparar. Y la sufren tan noblemente, que ninguna queja turba el silencio de "aquel río de fuego que en su curso imperceptible las arrastra poco a poco al océano del paraíso".


Para ellas, el cielo es inalcanzable; porque ya no pueden obtenerlo con sus méritos. Dios mismo, buenísimo pero también justísimo, se ha obligado a no concederlas su liberación si no pagan completamente la deuda que llevaron consigo al salir de este mundo de prueba. Es posible que esa deuda la contrajesen por nuestra culpa o con nuestra cooperación; y por eso se vuelven a nosotros, que continuamos soñando en placeres mientras ellas se abrasan, cuando tan fácil nos es abreviar sus tormentos.


Como si el purgatorio viese rebosar más que nunca sus cárceles con la afluencia de multitudes que allí lanza todos los días la mundanalidad del siglo presente y acaso debido también a la proximidad de la cuenta corriente final y universal que dará término al tiempo, al Espíritu Santo ya no le basta sostener el celo de las cofradías antiguas consagradas en la Iglesia al servicio de los difuntos; suscita la Iglesia nuevas asociaciones y hasta familias religiosas, cuyo fin exclusivo es promover por todos los medios la liberación o el alivio de las almas del purgatorio.



Las Misas del 2 de noviembre

Si los sufragios de un simple fiel tienen tanto valor, ¡cuánto más tendrán los de toda la Iglesia en la solemnidad de la oración pública y en la oblación del augusto Sacrificio en que Dios mismo satisface a Dios por todas las faltas! La Iglesia, desde su origen, siempre rezó por los difuntos.


Al seguir la Iglesia desde un principio el mismo proceso respecto a la memoria de los bienaventurados y la de las almas del purgatorio era de prever que la institución de la fiesta de Todos los Santos reclamaría muy pronto la actual Conmemoración de los fieles difuntos.


Según nos dice la Crónica de Sigeberto de Gemblaux, el abad de Cluny, San Odilón, la instituía en 998 en todos los monasterios que de él dependían, para celebrarla perpetuamente al día siguiente de Todos los Santos. El mundo aplaudió el decreto de San Odilón. Roma le hizo suyo y se convirtió en ley de toda la Iglesia latina.


Fuente: Dom Guéranger, L’année liturgique