Análisis crítico del discurso de apertura de la 2º sesión del conciliábulo Vaticano 2 realizado por el Anticristo Pablo 666. (Parte 1ª)

 



9. Análisis crítico del discurso de apertura de la 2º sesión del conciliábulo Vaticano 2 realizado por el Anticristo Pablo 666. Análisis de la diabólica “encíclica” Ecclesiam Suam.




“Y se le dio una boca que profería altanerías y blasfemias; y le fue dada autoridad para hacer su obra durante cuarenta y dos meses. Abrió su boca para blasfemar contra Dios, blasfemar de su Nombre, de su morada y de los que habitan en el cielo. Le fue permitido también hacer guerra a los santos y vencerlos; y le fue dada autoridad sobre toda tribu y pueblo y lengua y nación. Y lo adorarán (al dragón) todos los moradores de la tierra, aquellos cuyos nombres no están escritos, desde la fundación del mundo, en el libro de la vida del Cordero inmolado. Si alguno tiene oído, oiga: Si alguno ha de ir al cautiverio, irá al cautiverio; si alguno ha de morir a espada, a espada morirá. En esto está la paciencia y la fe de los santos”. (Apocalipsis 13, 5-10).


                                            
                                            ***



El perverso fin del Anticristo Montini, cuando se encargó de redactar y gestionar los heréticos documentos del conciliábulo junto a sus compinches herejes franceses y alemanes, era el de arrancar de las almas de los fieles Católicos la buena semilla de la Fe y el amor de la Verdad, para lo cual se valió de la introducción de numerosos errores, ambigüedades, omisiones y auténticas herejías en los documentos, y sobre todo, de la hipócrita y envenenada exhortación al Clero y los fieles a buscar el diálogo y el abrazo con el mundo, que siempre fue, ha sido y será enemigo del alma y de la Iglesia.


                      



Esto queda bien de manifiesto en el ambiguo y equívoco discurso de apertura de la 2º sesión del conciliábulo que el maquiavélico hijo de perdición profirió en la Basílica de San Pedro ante todo el cuerpo episcopal.



Para la redacción de este capítulo, hemos utilizado la obra de Roberto di Mattei ya citada anteriormente, así como las interesantísimas reflexiones tomadas por el abbé Georges de Nantes durante la celebración del Vaticano 2, que complementaremos con nuestras propias observaciones de manera puntual en aquellos puntos que consideremos importantes.



Nota previa: El abbé Georges de Nantes es una figura muy controvertida del mundo tradicionalista francés. Su oposición a Roncalli, Montini y Wojtyla fue radical y alcanzó extremos dramáticos cuando fue suspendido a divinis y más tarde amonestado por la "nueva iglesia" nacida tras el conciliábulo.



Fue suspendido a divinis por su Obispo en 1966, poco después amonestado simplemente por la Congregación para la Doctrina de la Fe de la Ramera en 1969, pero jamás excomulgado por Montini y sus impíos sucesores ni jamás juzgado ni refutado por sus sólidas y fundamentadas acusaciones de herejía, apostasía y escándalo contra el Anticristo Pablo 6 y contra su sucesor el infame Wojtyla, alías Juan Pablo 2. La Roma apóstata de la Ramera jamás pudo demostrar que las acusaciones del abbé fueran falsas o infundadas, básicamente porque los usurpadores sectarios sabían que el bravo sacerdote francés tenía razón y contaba con el Magisterio bimilenario de la Santa Iglesia Católica a su favor, de ahí que los hijos de las tinieblas jamás se atrevieran a someter al abbé Georges de Nantes a un proceso canónico público.



                



En su contra está, es cierto, su incomprensible obstinación en reconocer a los herejes apóstatas de Juan 23, Pablo 6, Juan Pablo 2 y el resto de anticristos como “Papas” verdaderos, a los que sin embargo él criticó y anatematizó frecuentemente, cuando lo que debería haber hecho es sencillamente declarar la Sede Vacante por usurpación de falsas autoridades heréticas, y después continuar con su valiente ofensiva contra quienes se habían infiltrado para destruir a la Esposa de Cristo y fundar una nueva “iglesia” completamente anticristiana y meramente humana. Posteriormente, fundó en 1970 una comunidad religiosa tradicionalista, con bastantes apariencias de movimiento sectario, en la cual se produjeron abusos y actos reprobables. Además, parece ser que era adepto al milenarismo y se creía una especie de profeta escogido para los últimos tiempos. Todo lo cual es lamentable, ciertamente.



Sin embargo, a su favor tiene el honroso hecho de haber sido prácticamente el primero que denunció y alertó contra la invasión herética y la apostasía que se desencadenó tras el nefasto conciliábulo Vaticano 2. Sus valerosas críticas contra Juan 23, Pablo 6 y Juan Pablo 2 le granjearon el odio de muchos, y fue finalmente suspendido a divinis y amonestado por la Ramera montiniana pocos años después de la clausura del conciliábulo, censuras que no tienen ningún valor en realidad, como todo lo que surge de esa inmunda prostituta que ha eclipsado a la Santa Esposa de Cristo.


                              



Quizá fue la soledad y el desprecio que sufrió este pobre sacerdote francés lo que le hizo caer en algunos excesos y encerrarse en su propia comunidad de carácter sectario, eso únicamente Dios Nuestro Señor lo sabe.



En cualquier caso, a nosotros nos interesan el análisis y las reflexiones lúcidas que el abbé de Nantes realizó acerca del Vaticano 2 durante toda la década de los años 60 y la primera mitad de los 70, sin olvidar su Libro de acusaciones contra el sucesor del Anticristo Wojtyla, alias “Juan Pablo 2”, publicado en 1983, pues son un testimonio único y excepcional de alguien que vivió y sufrió en primera persona la hipocresía y la tiranía impuestas por el falso profeta Juan 23 y el Anticristo Montini a todo el Cuerpo Místico de Cristo bajo una falsa obediencia.




Pero primero comenzaremos citando a Roberto di Mattei, para luego introducir los perspicaces comentarios del abbé de Nantes:



La apertura de la segunda sesión del Concilio fue el 29 de septiembre de 1963. Durante la Misa, el Evangelio fue solemnemente entronizado, en un gesto calculado de homenaje por parte del hipócrita de Pablo 6 a la Sagrada Escritura. En su alocución inaugural, que fue el preludio no sólo de la sesión conciliar sino también del nuevo “pontificado”, el tema de fondo fue el de la reforma estructural de la Iglesia, con el objetivo de determinar la naturaleza y el papel del episcopado. Montini marcó cuatro objetivos del Concilio: 

- “una definición más meditada” (¿?) de la esencia y la constitución de la Iglesia; 

- la renovación de la Iglesia entendida “como un primaveral despertar de inmensas energías espirituales y morales, por así decir latentes en el seno de la Iglesia” (¿?); 

- la promoción de la unidad entre los cristianos [*nota: incluyendo indiscriminadamente a herejes y cismáticos]; 

- el diálogo con los hombres contemporáneos “más allá de los confines del horizonte cristiano” (¡!).


                    



“Creemos que ha llegado la hora –añade- en que se debe estudiar más profundamente, reordenar, expresar la verdad sobre la Iglesia de Cristo, quizás no con aquellos enunciados solemnes llamados definiciones dogmáticas (!?), sino recurriendo a declaraciones en las cuales, con un magisterio más claro y autorizado (¿?), la Iglesia se pronuncia sobre lo que piensa de sí misma.”




Especialmente llamativas y extrañas fueron las palabras de Pablo 6 sobre el diálogo con el mundo: “Que el mundo sepa que la Iglesia lo mira amorosamente, que le profesa una sincera admiración y un sincero propósito no de dominarlo, sino de servirlo, no de despreciarlo sino de aumentar su dignidad, no de condenarlo sino de ofrecerle consuelo y salvación”.




Llaman particularmente la atención los elogios y alabanzas tributados por Montini a su falso profeta Roncalli: 

“No podemos recordar este suceso sin acordarnos de nuestro Predecesor, de feliz e inmortal memoria, de Nos amadísimo, Juan XXIII. Su nombre evoca en Nos, y ciertamente en cuantos tuvisteis la dicha de verle, aquí en este mismo sitio, su amable y majestuosa figura, cuando abría, el 11 de octubre del pasado año, la primera sesión de este Concilio Ecuménico Vaticano segundo y pronunciaba aquel discurso, que pareció a la Iglesia y al mundo la voz profética para nuestro siglo y que todavía resuena en nuestra memoria y en nuestra conciencia para trazar al Concilio el camino que ha de recorrer y liberar nuestros ánimos de toda duda, de todo cansancio que en este recorrido nada fácil nos pudiera sorprender. ¡Oh, querido y venerado Papa Juan, gracias y alabanzas sean dadas a ti, que por divina inspiración, como creemos, quisiste y convocaste este Concilio a fin de abrir a la Iglesia nuevos derroteros y hacer brotar sobre la tierra nuevas venas de aguas escondidas y fresquísimas de la doctrina y de la gracia de Cristo Señor! Tú solo, sin que te moviese algún estímulo terrenal o alguna particular circunstancia apremiante, sino como adivinando los celestes designios y penetrando en las oscuras y atormentadas necesidades de la Edad Moderna, has unido el hilo interrumpido del Concilio Vaticano primero, y has deshecho, sin dificultad, la desconfianza, sin razón, que en algunos nacía de la idea de que ya bastaban los supremos poderes reconocidos como dados por Cristo al Romano Pontífice para gobernar y vivificar la Iglesia; has llamado a tus hermanos sucesores de los Apóstoles no sólo para que continúen el estudio interrumpido y la legislación pendientes, sino para que sintiéndose unidos con el Papa en un cuerpo unitario, sean confortados por él y por él dirigidos “para que el depósito de la doctrina cristiana se conserve y exponga de un modo más eficaz” (AAS 1962, pág. 790). Pero tú, señalando así el fin más alto del Concilio, le has añadido una finalidad más urgente y actualmente más provechosa, la finalidad pastoral, cuando afirmabas: “Ni nuestra obra mira como fin principal el que se discutan algunos puntos principales de la doctrina de la Iglesia...”, sino más bien “el que se investigue y se exponga de la manera que requieren nuestros tiempos” íbid., 791-792). Has reavivado en la conciencia del magisterio eclesiástico la persuasión de que la doctrina cristiana no debe ser solamente una verdad capaz de impulsar al estudio teórico sino palabra creadora de vida y de acción, y que no sólo se debe limitar la disciplina de la fe a condenar los errores que la perjudican, sino que se debe extender a proclamar las enseñanzas positivas y vitales que la fecundan. El oficio del magisterio eclesiástico, ni sólo especulativo ni sólo negativo, debe manifestar con preferencia en este Concilio la virtud vivificante del mensaje de Cristo, que dijo: “Las palabras que yo os he dicho son espíritu y vida” (Jn 6, 63). Por esto no olvidaremos las normas que tú, primer Padre de este Concilio, le has trazado sabiamente y que gustosamente vamos a repetir ahora:


“... Nuestro deber no es sólo custodiar este tesoro precioso —el de la doctrina católica—, como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte siglos. Ni nuestra obra mira como fin principal el que se discutan algunos puntos principales de la doctrina de la Iglesia...; hay que buscar aquellas formas de exponerla que más se adapten al magisterio cuyo carácter es prevalentemente pastoral” (AAS 1962, 791-792).


Ni dejaremos a un lado el gran problema de la unificación en un solo redil de cuantos creen en Cristo y ansían ser miembros de su Iglesia, que tú, Juan, has señalado como la casa del padre abierta a todos, de tal forma, que el desarrollo de esta sesión del Concilio promovido e inaugurado por ti, proceda fiel y coherente por los caminos que tú le has trazado y pueda, con la ayuda de Dios, alcanzar las metas que tan ardientemente deseaste y esperaste”.



                                 



El párrafo anterior nos ofrece bastantes elementos a comentar. En efecto, resulta atípico y extraño que, estando el conciliábulo todavía en el comienzo de su segunda sesión, se le quieran atribuir logros y alabanzas desmesuradas como si ya hubiese producido algún fruto provechoso. (!?) Pero claro, sabiendo que detrás del discurso de apertura pronunciado por Roncalli estuvo la mano negra y el genio perverso de Montini, no nos sorprende en absoluto esta verborragia ditirámbica y esta exaltación fantasiosa y surrealista del conciliábulo, exaltación que raya en la idolatría de Juan 23 y de su criatura conciliar, astutamente inflado y sobredimensionado por el Anticristo como el mayor acontecimiento en la historia de la Iglesia (sic!).




Préstese atención igualmente a esta afirmación injustificada y misteriosa de Pablo 6: “¡Oh, querido y venerado Papa Juan, gracias y alabanzas sean dadas a ti, que por divina inspiración, como creemos, quisiste y convocaste este Concilio a fin de abrir a la Iglesia nuevos derroteros y hacer brotar sobre la tierra nuevas venas de aguas escondidas y fresquísimas de la doctrina y de la gracia de Cristo Señor”.




Según Montini, el falso profeta Juan 23 habría recibido una singular misión profética para convocar el conciliábulo con el fin de “abrir nuevos derroteros a la Iglesia y hacer brotar sobre el mundo nuevas y ocultas aguas de la doctrina y la gracia de Cristo”. ¿Qué “nuevos derroteros” serían esos?... Pablo 666 se guarda bien de revelar sus arteras intenciones, pero pronto descubriremos que se trataba de asimilar a la Iglesia con el mundo profano y enemigo de Dios, lo cual equivalía a un suicidio espiritual mayúsculo, al perder la Iglesia su luz y sal sobrenaturales con las que siempre había sazonado al mundo. Y en cuanto a esas “nuevas y ocultas aguas de gracia divina” que, según el Anticristo, se iban a derramar por el mundo con motivo del conciliábulo, ahora sabemos demasiado dolorosamente que este supremo traidor se refería a las ponzoñosas y destructivas “enseñanzas” que aquella asamblea de apostasía iba a extender sobre todo el orbe, con el empleo de términos oscuros y ambiguos que iban a demoler por completo los cimientos de la verdadera Doctrina transmitida por Cristo a San Pedro y sus Sucesores para edificación de Su Cuerpo Místico.


                     



Con relación al ecumenismo, Pablo 6 casi parecía ir más allá que el falso profeta Juan 23, al reconocer hipócritamente que en el pasado la Iglesia había cometido errores. (!?) En efecto, dirigiéndose a los representantes de las confesiones cristianas separadas de la Iglesia Católica [*¡por ser herejes y cismáticos!], afirmó: “Si alguna culpa se nos puede imputar por esa separación, humildemente pedimos perdón a Dios y también se lo pedimos a los Hermanos que se hayan sentido ofendidos por nosotros.” (!?)



Veinte días después, el 17 de octubre, Pablo 6, al recibir en la biblioteca privada a los observadores delegados en el Concilio, les explicó que aquel recíproco “perdón” era “el mejor método” para volvernos hacia “una novedad que queremos ver nacer, un sueño que queremos realizar”. Éste fue, quizás, el primero de una desconcertante serie de actos de “arrepentimiento” y de petición de perdón insólitos en la historia de la Iglesia.



                     



En efecto, el Cuerpo Místico de Cristo es en sí mismo indefectible, por promesa divina de su Fundador. Sus miembros pueden cometer errores y tener culpas, pero la responsabilidad de estos errores y culpas es personal, no recayendo nunca sobre la Iglesia, que no puede “arrepentirse” retroactivamente en su nombre. La distinción entre la Iglesia y sus miembros no quedaba clara en el “Noi” utilizado por el maléfico Anticristo Pablo 6 cuando se refería a la admisión de culpas y a la petición de perdón. El estilo y el lenguaje de Montini estaban muy lejos de los del mismo Roncalli. 



El Padre Kobler destaca en concreto el uso, por parte de Montini, de conceptos y términos con origen en la fenomenología y en el tomismo “trascendental”, como los de “conciencia” y “experiencia”, que nuevamente emergerían con fuerza en la “encíclica” Ecclesiam Suam del 6 agosto de 1964.

Continuará...



                        



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