ANÁLISIS DE TODOS LOS DOCUMENTOS DEL VATICANO 2. (Parte 3) - ERRORES CONCERNIENTES A LA SANTA IGLESIA Y A LA BEATÍSIMA VIRGEN (cont.)
2.1 La oscura noción de la “Iglesia de Cristo” como “misterio trinitario”; la no menos oscura eclesiología trinitaria, según la cual a la Iglesia del Padre le sucede la del Hijo, y a ésta, la del Espíritu Santo (Lumen Gentium §§ 2-4): idea desconocida para el depósito de la fe, y gracias a la cual, tergiversando un texto de san Ireneo (Adversus Haereses III, 24, 1), se profesa a cara descubierta un rejuvenecimiento y una renovación de la Iglesia por obra del Espíritu Santo, como si estuviéramos en la edad tercera y final de la propia Iglesia (LG 4); tal perspectiva parece ser un eco de los errores de Joaquín de Fiore, condenados en el IV concilio de Letrán (año 1215) (el duodécimo en la serie de los concilios ecuménicos) (Denz. 431-3/ §§ 803-807).
2.2 Una idea equivocada de la colegialidad, jurídicamente anormal puesto que, en contra de la tradición y de la constitución de la Iglesia, comporta dos sujetos titulares del poder supremo de jurisdicción: el Sumo Pontífice y el colegio episcopal (con el Papa como cabeza del mismo), aunque sólo el primero puede ejercerlo libremente (Lumen Gentium § 22 y la nota praevia). Además, tal idea de la colegialidad entraña la desaparición de hecho de la responsabilidad personal de cada obispo en el gobierno de su diócesis al sustituirla por la colectiva de las conferencias episcopales (cuyas decisiones se toman por mayoría de votos) (Christus Dominus § 37), las cuales gozan ahora también de poderes legislativos (CD § 38, 4º), y a las que se reconoce una amplia autonomía en muchos sectores reservados tradicionalmente a la competencia exclusiva de la Santa Sede (v. infra, 3.4, 13.6, 14.0, 15.9).
2.3 Una interpretación gravemente errónea y ambigua de la definición tradicional de la Iglesia cual “cuerpo místico de Cristo” en el art. 7 de la Lumen Gentium, que está consagrado a ella. En efecto, se lee en él, en su mismísimo comienzo, que «el Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura [hominem redemit et in novam creaturam transformavit] (cf. Gal 6, 15; II Cor 5, 17), superando la muerte con su muerte y resurrección» (Lumen Gentium § 7). Aquí parece pensarse que la redención ya se verificó para el hombre, visto que se declara que éste se transformó “en una nueva criatura”, no porque creyera en Cristo, o se convirtiera, o se hiciera cristiano con la ayuda del Espíritu Santo, ni tampoco debido a su fe y sus obras, sostenidas por la gracia (según se desprende claramente de Gal 6, 15 y de II Cor 5, 17, citados impropiamente por el concilio), sino por el hecho mismo de verificarse la encarnación de Cristo, su sacrificio y, desde luego, su redención. El “cuerpo místico” lo constituyen, pues, estas “nuevas criaturas”, a las que se considera redimidas de tal modo: es el error de la denominada redención objetiva o anónima, auténtico caballo de batalla de la “Nouvelle Thélogie” (cf. nn. 5.0, 5.1 de la presente sinopsis), que prescinde por completo, con vistas a la salvación, del aporte del libre albedrío, de la fe y de las obras. Salta a los ojos que al “cuerpo místico de Cristo” se le quiso hacer coincidir, sic et simpliciter, con el género humano (cf. Lumen Gentium § 1).
2.4 Otra idea sobre la Iglesia, también errónea, es la que concibe a ésta como «pueblo de Dios», en vez de como “cuerpo místico de Cristo” (Lumen Gentium §§ 9-13); constituye una definición que, por una lado, toma la parte por el todo, es decir, toma al “pueblo de Dios” (mencionado en I Pedro 2, 10) por la totalidad de la Iglesia (mientras que dicha expresión no pasaba de ser una alabanza tributada por san Pedro a los conversos procedentes del paganismo: «Vosotros, que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios»), y determina una visión “democrática”, “comunitaria”, de la propia Iglesia, ajena por completo a la tradición católica, pero próxima, en cambio, al modo de sentir de los herejes protestantes; por otro lado, incluye a la jerarquía también en la noción de “pueblo” (y, por ende, en una perspectiva “comunitaria” inusitada e insostenible) al considerar a sus integrantes como “miembros” del “pueblo de Dios” (Lumen Gentium § 13), que parece que participan en el cuerpo místico de Cristo sólo a título de tales, en compañía del resto del “pueblo”.
Esta noción bastarda del “pueblo de Dios” se superpone a la ortodoxa del “cuerpo místico”, en el cual se participa ahora, a lo que parece, en virtud de la pertenencia al colectivo representado por el “pueblo de Dios”. En esta óptica, el sacerdote pierde su significado auténtico porque se convierte en mera función del “pueblo de Dios”, la cual se desempeña en las dos formas del “sacerdocio común de los fieles” y del sacerdocio “ministerial” o “jerárquico” (que es el sacerdocio verdadero y propio, el de los curas; cf. al respecto: infra, nn. 4.1 y 4.3).
2.5 El oscurecimiento de la noción de la santidad de la Iglesia, que pertenece al depósito de la fe. En efecto, se escribe que «la Iglesia [de Cristo; n. de la r.], recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» (Lumen Gentium § 8, cit.); lo cual constituye un error teológico evidente. Porque quien necesita purificarse es el pecador, no la Iglesia ciertamente, dado que el pecador obtiene la purificación gracias a ella. La santidad y la perfección pertenecen a la Iglesia (católica) en cuanto cuerpo místico de Cristo, fundado por Él y gobernado por el Espíritu Santo: son las mismas del depósito de la fe y de los sacramentos, cuyo custodio es la Iglesia. Tienen para nosotros una valencia religiosa, metafísica y teológica en la que no pueden hacer mella, ex definitione, las culpas de los eclesiásticos o de los fieles. De ahí que sea desacertado de todo punto escribir, perseverando en el error, que cuantos se confiesan «se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, infligieron una herida [quam peccando vulneraverunt]» (Lumen Gentium § 11), o que la Iglesia «se reviste de una verdadera santidad, si bien imperfecta» a causa del pecado (Lumen Gentium § 48), que la hiere de continuo: es desacertado porque el pecado ofende a Dios, pero hiere y daña únicamente a quien lo comete (tan es así, que la pena debida por el pecado se aplica solo en lo que respecta al pecador: el juicio es individual). La Iglesia católica, en cuanto tal, no puede ser herida por el pecado de uno de sus miembros más de cuanto puede serlo el depósito de la fe.
2.6 Una desviación antropocéntrica en la noción de pecado, puesto que al final del art. 13 de la Gaudium et Spes, que está consagrado a ella, se escribe que «el pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud [a plenitude consequenda eum repeines]», en lugar de escribir que le impide alcanzar su propia salvación; como si la plenitud del hombre, la ausencia de contradicción consigo mismo, fuese el valor principal (y el constitutivo, por añadidura) de la noción de pecado, el cual es, por el contrario, una ofensa inferida a Dios por la que merecemos se nos castigue (incluso con la condenación eterna: verdad de fe, esta última, nunca recordada por el concilio en ninguno de sus textos).
La atribución a la santa Iglesia de una misión nueva, que no corresponde a nada de cuanto se ha enseñado siempre: realizar la unidad del género humano (cf. supra, sobre el discurso de inauguración de Juan 23). Escribe la Lumen Gentium que la «Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium § 1). Según esto, a la Iglesia le corre el deber de contribuir al proceso de unificación del mundo –en fase de ejecución por aquel entonces, se pensaba– haciendo que éste alcance «la plena unidad en Cristo» (ivi); lo cual nada tiene de sorprendente, por cierto, visto que «la promoción de la unidad (del género humano) concuerda con la misión íntima de la Iglesia» (Gaudium et Spes § 42). Pero está claro, pese a lo que algún ingenuo podría seguir pensando a estas alturas, que no se trata de una unidad en función de la salvación de las almas (que habría de conseguirse, como es natural, mediante la conversión al catolicismo): basta considerar que parece resultar de “la unión íntima con Dios” de todo el género humano en cuanto tal. Y esta idea se introduce en los textos del concilio merced a una reinterpretación heterodoxa, característica de la “nouvelle théologie”, de los dogmas de la encarnación y de la redención, a los que se tuerce con tanta violencia, que se saca de ellos una noción de la redención –denominada “objetiva”– según la cual ésta se verifica en todos los hombres gracias a la encarnación, con independencia de su conciencia y voluntad, como si fueran cristianos “anónimos” (v. supra, sobre el discurso de inauguración de Juan 23, y también infra, sec. 5).
La “misión íntima de la Iglesia”, empero, es la indicada por Nuestro Señor resucitado: «Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas…» (Mt 28, 19): no es otra, pues, que la de convertir a Cristo el mayor número posible de almas antes de la parusía, sin dársele una higa por la realización de la unidad del género humano, ideal este importado de la filosofía iluminista y profesado con devoción particular por la francmasonería, quimérico, anticristiano hasta la médula, porque constituye una forma de divinización del hombre, que se enaltece a sí propio y se contempla en la unidad.
El concepto según el cual «también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe» (Lumen Gentium § 58), como si ella no hubiese sabido desde la Anunciación que Jesús era el Hijo de Dios, de la misma sustancia que el Padre, el Mesías profetizado.
Otra idea más sobre la Iglesia, gravemente deficitaria porque la reduce a sola su dimensión sociológica, descriptiva, de mera «sociedad de hombres [societas hominum] que tienen derecho a vivir en la sociedad civil según las normas de la fe cristiana» (Dignitatis Humanae § 13), echando en olvido su naturaleza de societas genere et iure perfecta en razón se su institución divina y del fin supremo a que tiende, «de suerte que su potestas es muy superior a todas las demás, y no se la puede considerar inferior al poder civil, ni puede estar sometida a él en modo alguno» (S.S. León XIII, Immortale Dei, año 1885, Denz. §§ 1865 y 3167). Esta doctrina tradicional del primado y de la consiguiente potestas indirecta de la Iglesia sobre la sociedad civil y el Estado se guardó muy mucho de ratificarla el Vaticano 2.
Continuará...
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