9.5 El aserto según el cual «el designio de salvación [propositum salutis] abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar [in primis] los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abrahán, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día [qui fidem Abrahae se tenere profitentes, nobiscum Deum adorant unicum, etc]» (Lumen Gentium § 16).
Esta afirmación atribuye erróneamente a los musulmanes la adoración del mismo Dios que nosotros y los incluye en cuanto tales en la economía de la salvación; se trata de una afirmación contraria al dogma de la fe, puesto que no puede incluirse en el plan de la salvación a quien no adora al Dios verdadero. Y los musulmanes no adoran al Dios verdadero, visto que, aunque le reconocen a Dios (Allah: “el Dios”) la creación del “mundo” y del “hombre” de la nada y los atributos tradicionales de la omnipotencia, la omnisciencia y el de ser juez del género humano al fin de los tiempos, con todo, ni lo conciben como Dios Padre, que creó en su bondad al hombre a su “imagen y semejanza” (Gen 1, 36; Deut 32, 6; etc.), ni creen en la Santísima Trinidad, a la que aborrecen repitiendo el error de los judíos, y por eso niegan la gracia, la divinidad de Nuestro Señor, la encarnación, la redención, la muerte en la cruz, la resurrección: rechazan todos nuestros dogmas, y se niegan a leer el Viejo y el Nuevo Testamentos porque los consideran libros falsificados al no haber en ellos, como es obvio, mención alguna de Mahoma.
La morisma niega, además, el libre albedrío (defendido sólo por algunas exégesis minoritarias consideradas heréticas) y profesa un determinismo absoluto, que no deja lugar en el mundo a relaciones causales auténticas, visto que todas nuestras acciones, buenas o malas, están ya “consignadas” en el decreto inescrutable de Alá (Corán 54, 52-53).
9.5.0 El reconocimiento de LG § 16 se repite en la declaración Nostra Aetate de manera más detallada y más grave: «La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, que adoran al Dios único, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra (cf. San Gregorio VII, Epíst. 21 ad Anzir (Nacir), regem Mauritaniae: PL148, 450 s.), que habló a los hombres [qui unicum Deum adorant (…) homines allocutum], a cuyos escondidos decretos procuran someterse con toda el alma [cuius occultis etiam decretis toto animo se submittere student], como se sometió Abrahán, a quien la fe islámica mira con complacencia» (NA § 3).
Aquí se afirma sin más ni más que el dios en quien creen los islamitas “habló a los hombres” (!). Así que ¿pretende hacer ver con ello el concilio que considera auténtica la “revelación” transmitida por Mahoma en el Corán? Si fuera así, ¿no tendríamos aquí una apostasía implícita de la fe cristiana, dado que la “revelación” expuesta en el Corán contradice expresamente todas las verdades fundamentales de aquélla? Por añadidura, se describen las creencias de la muslemía exactamente igual que ésta las entiende, como si se las aprobase. En efecto, se usa la imagen de la “sumisión a Dios”, que no otra cosa es lo que significa la voz “islam” (sumisión), cuyo adjetivo sustantivado es muslim, musulmán (sometido [a Dios]). La frase entera parece un eco de Corán 4, 125: «¿Quién es mejor, tocante a religión, que quien se somete a Dios, hace el bien y sigue la religión de Abrahán, que fue Hanif [un monoteísta puro; nota nuestra]?». Por último, la referencia a la obediencia a los “escondidos decretos” de Alá tiene un marcadísimo sabor islámico, puesto que nos recuerda que a Alá se le define en el Corán como “el Visible y el Escondido” (Corán 57, 3) (Visible en sus obras y Escondido en sus decretos): como si el concilio hubiese querido hacer comprender con ello que su “aprecio” no retrocedía ante el carácter ambiguo, turbio, impenetrable, de la entidad que habla en el Corán.
El elogio del Vaticano 2 a la “fe” de Abrahán profesada por los musulmanes, como si constituyese una característica que los acerca a nosotros, oculta la verdad, ya que, como se sabe, el Abrahán del Corán, embebido de elementos legendarios y apócrifos, no coincide con el Abrahán verdadero, que es obviamente el de la Biblia, visto que el Corán le atribuye a Abrahán un monoteísmo denominado “puro”, es decir, antitrinitario, anterior al judeocristiano, que Mahoma, en cuanto profeta árabe, descendiente de Abrahán por la línea de Ismael, fue llamado por Dios a restaurar, liberándolo de las presuntas falsificaciones de hebreos y cristianos (!).
9.5.1 Nostra Aetate muestra que también toma seriamente en consideración la veneración que los agarenos profesan a Jesús y a la Santísima Virgen: «Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su madre virginal, y a veces también la invocan devotamente» (NA § 3. cit.). Se sabe, empero, que la “cristología” del Corán se basa en el Jesús torcido y desfigurado de los evangelios apócrifos y de las herejías gnósticas de distintos tipos que pululaban en Arabia en tiempos de Mahoma. Nos muestra a un Jesús (Isa) nacido de una virgen por intervención divina (del ángel Gabriel), profeta particularmente acepto a Alá, un mero mortal, bien que milagrero por concesión de Alá; un profeta, pues, que predicó el mismo monoteísmo atribuido a Abrahán (Corán 57, 26-27), cuya fórmula reza así: «No hay ningún otro dios que Dios, el Uno, el Invicto» (Corán 38, 65). Por eso Jesús, según la morisma, fue un “siervo de Dios” (Corán 19, 30), un sometido a Alá, o sea, un muslim, un musulmán, como Abrahán, hasta el punto de que anunció, al igual que éste, la venida de Mahoma (Corán 61, 6) (!). Cuando los sarracenos veneran a Jesús como profeta, lo entienden, pues, como “profeta del Islam”, mentira que no puede aceptar ningún católico que siga conservando la fe, como es obvio (cf. R. Arnáldez, Jésus fils de Marie, prophète de l‟Islam [Jesús, hijo de María, profeta del Islam], 1980. Págs. 11-22; 129-141 et passim).
9.5.2 Tocante a la veneración islámica de la Santísima Virgen, a quien a veces los moros “invocan devotamente”, fuerza es precisar que constituye un culto irrelevante, de fondo supersticioso; un “culto”, en cualquier caso, que se rinde a María en cuanto madre de un “profeta del islam”, no en cuanto madre de Dios: un culto desde luego ofensivo para oídos católicos.
Hay que replicar, además, que también la “mariología” del Alcorán está corrompida por entero: Trae origen de un baturrillo de fuentes apócrifas y heréticas. Ignora por completo la existencia de San José y del Espíritu Santo.
Llama a la Virgen María “hermana de Arón”, hermano de Moisés, e «hija de Imram» (en hebreo: Amram), que era su padre (Núm 26, 59), confundiéndola nada menos que con María la profetisa (Ex 15, 20), que vivió alrededor de doce siglos antes de Cristo.
Para colmo, inserta a la Virgen María en la aborrecida Trinidad de los cristianos, a la que rechaza con acritud, y que consta, al decir del Alcorán, de Dios (Padre), María (Madre) y Jesús (Hijo): «Y cuando dijo Dios: “¡Jesús, hijo de María! ¿Eres tú quien a dicho a los hombres: „Tomadnos a mí y a mi madre como a dioses [literalmente: „como a dos dioses‟], además de tomar a Dios!‟?”. Dijo [Jesús]: “¡Gloria a Ti! ¿Cómo voy a decir algo que no tengo por verdad? [Corán 4, 171; 5, 73] Si lo hubiera dicho, Tú lo habrías sabido. Tú sabes lo que hay en mí [es decir: „cómo pienso‟], pero yo no sé lo que hay en Ti. Tú eres Quien conoce a fondo todas las cosas ocultas”» (Corán 5, 116).
9.5.3 Por remate de todo, Nostra Aetate (§ 3 cit.) parece loar a los agarenos y señalarlos como ejemplo a los católicos porque «esperan, además el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral y honran a Dios, sobre todo, con la oración , las limosnas y el ayuno»; razón por la cual el concilio «exhorta a todos a que, olvidando lo pasado», es decir, las «no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes» que surgieron en el transcurso de los siglos, «procuren con sinceridad comprenderse mutuamente, defender y promover unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres» (Nostra Aetate, ivi).
También aquí se tuerce con violencia el significado de los hechos históricos, porque se reducen artificiosamente a meras “desavenencias y enemistades” las luchas sangrientas, largas y cruentas, fe contra fe, que hubimos de sostener a loa largo de los siglos para rechazar el asalto del islam. Además, también se pasan por alto las diferencias abisales que median entre la escatología católica y la islámica (la carencia de una verdadera visión beatífica, la carnalidad del paraíso, la eternidad de las penas infernales sólo para los infieles), por no mencionar la incompatibilidad absoluta de su concepción de la “vida moral” y del “culto” con la nuestra: el islam es una religión que, además de admitir instituciones moralmente inaceptables como la poligamia, con todos sus corolarios, pretende garantizar la salvación nada más que con solas las prácticas legales del culto; constituye, pues, una religión exterior y legalista, aún más que el fariseísmo, condenado por Nuestro Señor a boca llena (cf. Mt 6, 5). Todo eso se pasa en silencio para invitarnos a una colaboración imposible con la morisma, aunque sólo sea porque ésta no da a las expresiones “justicia social”, “paz”, “libertad”, etc., otro significado que el que puede inferirse del Corán y de la Asuna (lo que dijo e hizo Mahoma), según los ha entendido la interpretación “ortodoxa” a lo largo de los siglos: un significado islámico, absolutamente distinto del nuestro. Por poner un ejemplo, la morisma agarena no entiende la paz ni siquiera a la manera del Pontífice actualmente reinante: al no admitir que los islamitas puedan vivir bajo los infieles, dividen el mundo en dos: la parte donde domina el islam (dar al-islam: morada del islam) y todo el resto, forzosamente enemigo hasta que se convierta o someta (dar al-harb: morada de la guerra). La comunidad islámica se considera siempre en guerra con ese resto del mundo; de ahí que la paz no sea para ella un fin en sí, que permita la convivencia de Estados y religiones diversos: no es más que un medio dictado por las circunstancias, que obligan a pactar armisticios con los infieles; deben gozar de una duración limitada (no más de diez años); y la guerra debe reanudarse siempre que se pueda –constituye una obligación moral para el agareno, de cuño jurídico-religioso– hasta la infalible victoria final: la instauración de un Estado islámico mundial.
Nota:
La afirmación según la cual los moros “adoran al Dios único, etc.” parece justificarla el concilio citando en nota la carta personal de agradecimiento que san Gregorio VII, Papa desde el 1073 al 1085, le escribió en el 1076 a Anazir, emir de Mauritania, quien se había mostrado bien dispuesto para con ciertas peticiones del Papa y generosos respecto de algunos prisioneros cristianos, que había restituido. El Papa le decía al emir que tal «acto de bondad» le había sido «inspirado por Dios», quien exige amar al prójimo y lo requiere especialmente «de nosotros y vosotros […] que creemos en el mismo Dios, al cual confesamos, aunque de modo distinto [licet diverso modo]; que alabamos y veneramos a diario al Creador de los siglos y rector de este mundo» (PL 148, 451 A).
¿Cómo explicar afirmaciones tamañas? Con la ignorancia de entonces tocante a la religión fundada por Mahoma. En efecto, el Corán no se había traducido aún al latín en tiempos de san Gregorio VII, razón por la cual no se echaban de ver aspectos fundamentales de su “credo”. Se sabía que los islamitas, esos enemigos acérrimos del nombre cristiano salidos de repente de los desiertos de Arabia en el 633, con ímpetu conquistador, mostraban, con todo, cierto respeto hacia Jesús, aunque como profeta tan solo, y hacia la Santísima Virgen; que creían en un Dios único, en el carácter inspirado de sus Escrituras santas, en el juicio y en una vida futura. Podían parecer, por ello, una secta cristiana herética (“la secta mahometana”), equívoco que se mantuvo largo tiempo, porque todavía a principios del siglo XIV Dante colocó a Mahoma en los infiernos, entre los herejes y los cismáticos (Inf. XXVIII, vv. 31 ss.).
Así, pues, el elogio privado que Gregorio VII tributó al emir hay que encuadrarlo en dicho contexto: Gregorio VII suponía que le escribía a un “hereje”, que se había comportado caritativamente en aquella ocasión, como si el Dios verdadero, en quien pensaba que aquél creía, le hubiese tocado el corazón. De un hereje, en efecto, se puede decir que cree en el mismo Dios que nosotros, y que lo confiesa, aunque de “manera distinta”. El elogio, sin embargo, no le impidió a san Gregorio VII propugnar, con una coherencia perfecta, la idea de una expedición de todos los países cristianos contra la morisma para socorrer a la cristiandad oriental, amenazada de aniquilación por aquélla; idea que se llevó en efecto, poco después de su muerte, con la 1ª cruzada, proclamada por Urbano II.
La primera traducción latina del Corán vio la luz tan solo en 1143, cincuenta años después de la muerte de san Gregorio VII; la efectuó el inglés Roberto de Chester para el abad de Cluny, Pedro el Venerable, quien le agregó una refutación decidida del credo islámico: se trataba, en realidad, de un resumen del Alcorán, que se reputó por traducción del mismo durante siglos, hasta la aparición de la versión crítica y completa del padre Marracci, en 1698. El cardenal de Cusa se valió del resumen de Roberto de Chester para escribir su célebre Cribratio Alcorani (Cribadura Crítica del Alcorán) en la primera mitad del siglo XV, que precedió en poco a la bula promulgada por Pío II (Eneas Silvio Piccomolini) en octubre de 1458; el Papa llamaba en dicha bula a una cruzada contra los turcos (jamás llegó a realizarse), que se estaban extendiendo por los Balcanes después de expugnar Constantinopla, y calificaba a los musulmanes de secuaces del «falso profeta Mahoma» (calificación que repitió el 12 de septiembre de 1459, en un discurso digno de nota pronunciado en la catedral de Mantua, donde se había convocado la Dieta encargada de aprobar la cruzada; en dicho discurso motejó otra vez de impostor a Mahoma diciendo que, si no se detuviera al sultán Mehmed, éste, una vez subyugados todos los príncipes de Occidente, «derrocaría el evangelio de Cristo e impondría a todo el mundo la ley de su falso profeta») (cf. C. De Frede, La prima traduzione italiana del Corano , Nápoles, 1967, págs. 1 a 13; F. Babinger, Maometto il conquistatore , 1947, traducción italiana, Turín, 1967, págs. 180-183).
He aquí, pues, una condena lisa y llana del islam y de su profeta por boca del magisterio pontificio, una vez removido el error que reputaba el credo agareno por “herejía” cristiana.
9.6 Las proposiciones: «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo (cf, Jn 19, 6), sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras» (Nostra Aetate § 4).
Se echa de ver aquí el propósito de limitar la responsabilidad del deicidio a un círculo reducido de personas casi privadas, mientras que el sinedrio, por el contrario, autoridad suprema en lo religioso, representaba en realidad al judaísmo todo entero, por manera que su actuación entrañó la responsabilidad colectiva de la religión judía y del pueblo hebreo en el rechazo del Mesías e Hijo de Dios, según se desprende de las Sagradas Escrituras de manera inequívoca (Jn 19, 12: «Desde entonces Pilato buscaba liberarlo; pero los judíos gritaron, diciéndole: „Si sueltas a ése, no eres amigo del César‟...»; Mt 27, 25: «Y todo el pueblo contestó diciendo: „Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos‟»).
Sorprende también la afirmación de que “no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras”. Una vez más nos topamos con la carencia de la distinción debida entre individuos y religión hebrea: Si se habla de los judíos en tanto que individuos, la afirmación es verdadera, como lo demuestra el gran número de conversos del judaísmo en todo tiempo; pero si se habla del judaísmo cual religión, la afirmación es errónea e ilógica: errónea, porque contradice ni más ni menos que al evangelio y a la fe constante de la Iglesia desde el origen (cf. Mt 21, 43: «Por eso os digo que os será quitado el reino de Dios y será entregado a un pueblo que rinda sus frutos»); ilógica, porque si Dios no reprobó la religión hebrea ni al pueblo hebreo en sentido religioso (que en tiempos de Jesús se identificaban), entonces la Antigua Alianza ha de reputarse válida todavía, en competencia con la Nueva, y también ha de seguir siendo válida la injustificada esperanza en la venida del Mesías, que los judíos nutren aún (!). Todo ello configura una descripción absolutamente mendaz del judaísmo y de sus relaciones con el cristianismo.
9.6.0 La afirmación inaceptable, contraria a la doctrina perenne de la Iglesia y a toda sana exégesis católica, según la cual los libros de Viejo Testamento ilustran y explican el Nuevo, mientras que siempre se ha enseñado que lo verdadero es lo contrario, sin reciprocidad, es a saber, que el Nuevo Testamento es el que ilustra y explica al Viejo: «… no obstante, los libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento (cf. Mt 5, 17; Lc 24, 27; Rom 16, 25-26; II Cor 3, 14-16) [hasta aquí nada que objetar; nota de la redacción] ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo [afirmación errada, que pugna con la precedente] [illud vicissim illuminant et explicant]» (Dei Verbum § 16).
9.7 La inversión de la misión de los católicos respecto de los seguidores de las demás religiones.
En vez de exhortar a los creyentes a tomas más aliento para convertir al mayor número posible de infieles, arrancándolos de las tinieblas en que están sumidos, el concilio exhorta a los católicos a que «reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen [en los adeptos de otras religiones] [qua apud eos inveniuntur]»(Nostra Aetate § 2, cit.). Dicho de otro modo: los exhorta a afanarse para que los budistas, hindúes, moros, judíos, etc., sigan siendo tales, o por mejor decir, “progresen” en los “valores” de sus religiones y culturas respectivas, hostiles todas ellas a la verdad revelada (!).
Tamaña exhortación expresa un principio general señalado por el concilio a la “iglesia” que debía nacer de sus reformas y que se autodefine “iglesia conciliar” ("cardenal" Benelli), con el cual se muestra al “pueblo de Dios” –sacerdotes y seglares– la actitud que ha de adoptar tocante a los “hermanos separados” y a todos los acristianos. Esta exhortación pastoral y otra semejantes (p. ej.: LG § 17; GS § 28; UR § 4) traicionan sin rebozo la orden impartida a los Apóstoles por Jesús resucitado (Mt 28, 19-20: «id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado…»), una orden que, mutatis mutandis, atañe también a todo creyente, según su capacidad, por cuanto que todo creyente debe, en tanto que miles Christi, dar testimonio de la fe con obras de misericordia corporal y espiritual.
¿Cómo extrañarse de que, en aplicación de esa funesta exhortación, sean ya, a estas alturas, centenares de miles de católicos pasados al budismo o al islam, al paso que las conversiones de budistas y moros al catolicismo carecen de relevancia debido a su exigüidad? ¿Cómo negar que la exhortación de marras sea una prueba de que la crisis del postconcilio hunde sus raíces en las doctrinas falsas que penetraron en los textos conciliares?
Continuará...
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