1.3 El aprecio injustificado que se hace de los “derechos humanos” y de las batallas que en pro de éstos se estaban librando ya en tiempos del concilio: «El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y la afirmación crecientes de sus derechos.[...] La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre [iura hominum] y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe lograrse, sin embargo, que este movimiento quede imbuido [imbuendus] del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autoridad [por la ley divina; n. de la r.]» (GS § 41).
Sabemos que los denominados “derechos humanos” no son lo mismo que los “derechos naturales” admitidos por la santa Iglesia siempre y necesariamente. En efecto, estos últimos vienen de Dios; los primeros, en cambio, del hombre: se fundan en la idea (no cristiana) de la autosuficiencia y de la perfección intrínseca del hombre en cuanto hombre, previo al rechazo del dogma del pecado original.
«El género humano se gobierna por dos leyes: el derecho natural y la costumbre. Derecho natural es el que se contiene en las Escrituras Sagradas y en el Evangelio» (Decret. Grat.). El precepto fundamental de la ley o derecho natural es «haz el bien y evita el mal» (S. Th. IIª IIª, q. 94, a. 2): un precepto ético de origen divino, comprendido y asumido a la perfección por la recta ratio, puesto como fundamento de la observancia del Decálogo y de todas las relaciones jurídicas naturales y positivas, hasta el punto de que cada uno de los derechos (iura) deben tener siempre por objeto «lo que es justo» (ius est objectum iustitiae, S. Th. IIª-IIª, q. 57, a.1) (justo según el orden moral establecido por Dios –por la lex eterna y divina– y confirmado por la revelación y la enseñanza de la Iglesia, no según las opiniones personales y los deseos de los hombres).
Los denominados “derechos humanos”, en cambio, se afirman por parte del sujeto como aspiraciones universales a la adquisición y al gozo de todo lo que el sujeto (el Hombre) desea porque lo considera conforme a su dignidad de individuo (un individuo que se considera a sí propio autosuficiente moral e intelectualmente, capaz de determinar por sí solo lo justo y lo bueno). Y entre estos “derechos” figura en primer lugar, como no podía ser menos, el derecho a la felicidad, sancionado en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. Su reivindicación adopta a menudo, por la fuerza misma de las cosas, formas extremistas, facciosas, francamente violentas: expresan en realidad la voluntad de poder y el instinto de engaño, individuales y colectivos, que caracterizan señaladamente el vivir incívico y corrupto de nuestro tiempo.
¿De qué manera el concilio “imbuyó” de espíritu evangélico al movimiento en pro de los derechos humanos? ¿Ratificando acaso las enseñanzas de la Iglesia sobre la ley y el derecho naturales? ¡Ni por asomo! Se propuso, por el contrario, conferir a los denominados “derechos humanos” una plataforma ideológica católica constituida por la doctrina falsa, ya citada, al decir de la cual la dignidad humana es altísima y sublima porque deriva, en primer lugar, de la unión de Cristo con todo hombre en virtud de la encarnación de Aquél, y, en segundo lugar, del hecho de que la redención de verificó para todos en el pasado: «pero sólo Dios, que creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado [atque a peccato redemit], es quien puede dar respuesta cabal a estos problemas [los planteados por el desarrollo de la personalidad y por la afirmación de los derechos humanos; n. de la r.] […] El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace también más hombre [et ipse magis homo fit]» (GS § 41 cit.) (pero ¿no fue revelado que los que siguen a Nuestro Señor, en fe y obras, reciben la potestatem filios Dei fieri [potestad de convertirse en hijos de Dios] (Jn 1, 12)? ¡Ahora se nos dice, en cambio, que se hacen “más hombres”! Si esto no es signo de inversión doctrinal, ¿qué puede serlo?
Nótese bien: el concilio, en lugar de combatir la idea errónea de una dignidad superior del hombre en cuanto hombre (que deriva de aquella otra, igual de errada, que postula la perfección y autosuficiencia intrínsecas de éste), ¡la refuerza atribuyendo al hombre en cuanto tal, a todo hombre, una redención objetiva y anónima por obra de Cristo! De suerte que no es el movimiento en pro de los “derechos humanos” el que se “imbuye” del espíritu evangélico: este último, tal y como lo interpreta el ala progresista del concilio, es el que se imbuye del espíritu destructivo e impugnador del movimiento pro “derechos humanos”.
1.4 La estimación y aprecio que se hace de la cultura, identificada, sin más, con la noción neo-iluminista y cientificista de la corriente que en aquel tiempo incluía la exaltación de la “conquista del cosmos”; una estimación que conduce al concilio a elogiar sin rodeos la cultura de masas, entonces en sus comienzos, en tanto que “humanismo” nuevo: «Con la expresión "cultura", en general, se indica todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter al mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, etc.», y se propone como fin último servir «de provecho a muchos; más aún, a todo el género humano» (GS § 53). El concilio ve con satisfacción la emergencia de «una forma de cultura más universal», que, con la contribución de la “cultura de masas”, «promueve y manifiesta la unidad del género humano» (GS § 54), de suerte que se puede decir que está naciendo un “nuevo humanismo”, proclive a la “unificación del mundo”, un humanismo a la altura de «la tarea que se nos ha impuesto de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia» (GS § 55).
Parecen frases sacadas de las actas o de los carteles de cualquier sociedad masónica-mazziniana del pasado. No cabe imaginar una valoración más errónea, más alejada de la realidad, que ésta: ¡Considerar la “cultura de masas” nada menos que como artífice de un nuevo humanismo! (¡ella, que ha sido y sigue siendo uno de los rasgos característicos de la barbarización de nuestras costumbres porque ha destruido toda cultura verdadera, conduciéndonos al triste predominio de lo “políticamente correcto”!).
Y llegamos a la mala pastoral. ¿Qué deben oponer los católicos a esta “cultura” laicista (el peor de cuyos aspectos es el único encarado por el Vaticano 2, todo hay que decirlo), una “cultura” cuyo desarrollo el concilio lo juzgaba pleno y positivo? ¿Acaso su visión del mundo, fundada en lo sobrenatural? De ninguna manera, porque «se ha de desarrollar hoy la cultura humana de tal manera, que cultive equilibradamente a la persona humana íntegra…» (GS § 56). La “cultura” es antropocéntrica. Y los católicos deberán abrirse a esa cultura, cooperar con ella, habida cuenta de «la importancia de la obligación que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano» (GS § 57). Deberán batirse por una cultura «de conformidad con la dignidad de la persona, sin distinción de origen, sexo, nacionalidad, religión o situación social» (GS § 60). Se trata del tipo de cultura programado por la ONU y sus instituciones, en la cual no pueden por menos de desaparecer los rasgos característicos de la noción católica de cultura.
En relación con lo anterior, el concilio asegura que se debe aspirar a construir “el hombre universal”, educado mediante la “cultura universal”; por eso, los cristianos deben “imbuir de espíritu humano y cristiano” «las actividades culturales colectivas propias de nuestro tiempo» (GS § 61). Esta idea se repite en los textos del concilio: Lumen Gentium § 36 afirma, como se ha visto, que los fieles seglares deben cooperar «al progreso universal en la libertad humana y cristiana». A lo humano, pues, se lo pone en el mismo plano que a lo cristiano, y hasta por encima, porque la colaboración en el diálogo con el mundo –que constituye ahora la misión especial– se fundamenta obviamente en los valores humanos, a los cuales deben adaptarse los valores cristianos. El decreto sobre el apostolado de los seglares (Apostolicam Actuositatem § 27) asevera que «los valores comunes humanos exigen también no rara vez la cooperación con quienes no llevan el nombre cristiano, pero reconocen estos valores», los cuales, pues, han de unir a los hombres por encima de las religiones, tal y como lo quiere la religión de la Humanidad.
1.5 El aprecio que se profesa al denominado “derecho a la información”, es decir, «a la obtención y divulgación de noticias», con base en una valoración utópica de sus ventajas: «el intercambio público y puntual de noticias sobre acontecimientos y cosas facilita a los hombres un conocimiento más amplio y continuo de la actualidad, de modo que puedan contribuir eficazmente al bien común y al mayor progreso de toda la sociedad humana» (Inter Mirifica § 5).
La experiencia se ha encargado de demostrar que nada de eso corresponde a la verdad: el bombardeo cotidiano de noticias de todo tipo por parte de los medios de comunicación de masas no ha producido en absoluto, en el grueso de los individuos, “un conocimiento más amplio y continuo de la actualidad”, capaz de “contribuir eficazmente al bien común y al mayor progreso de toda la sociedad humana”; ha producido, por el contrario, una especie de saturación mental y la consiguiente tendencia generalizada al embotamiento de la capacidad de discernir, de comprender efectivamente el significado de los hechos, los cuales, entre otras cosas, se olvidan con la misma rapidez con que se conocieron. Ya en tiempos del concilio se comprendía que el circo planetario de la información es, en resumidas cuentas, una gran fábrica de nada.
1.6 La valoración optimista del hombre (como si su inteligencia y su voluntad no estuviesen heridas por el pecado original), que se muestra casi en cada artículo de la Gaudium et Spes, carece de cualquier conexión con la realidad, porque vuelve a proponer de hecho la idea acristiana y utópica de un hombre bueno por naturaleza, de un género humano naturaliter lleno hasta rebosar de los mejores sentimientos.
El hombre de la GS (§§ 4-11) aparece ocupado en ejercer su inteligencia y voluntad con solas sus fuerzas, en investigar los signos de los tiempos y escrutarse a sí propio, en comprender y conquistar la naturaleza, en tomar conciencia positiva de su “dignidad”, de sus “derechos”, limitado como mucho por las “contradicciones” provocadas por el desarrollo social. Nunca se dice que hay también en él una tendencia radical al mal, que entenebrece su juicio y desvía su voluntad, razón por la cual no puede darse un juicio claro ni una voluntad recta sin ayuda de la gracia («sin mí no podéis hacer nada»: Jn 15, 5). Y no se dice tal verdad porque lo sobrenatural está excluido de hecho del “humanismo” propugnado por el Vaticano 2, cuyo optimismo nos brinda una imagen azucarada, retórica y falsa del hombre y de sus aspiraciones. Párese mientes en este pasaje: «las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual» (GS § 9). Una imagen tan edificante, tan “políticamente correcta”, de las reivindicaciones individuales y sociales, efectuadas por lo común en nombre de los “derechos humanos”, olvida la realidad, es decir, el hecho de que, además de “una vida plena y de una vida libre” (expresión vaga, por otra parte), las personas y los grupos sociales anhelaban y anhelan el poder, el dominio sobre los otros, el goce, el imponerse y el mandar, el vengarse de las ofensas sufridas, reales o presuntas. Por otro lado, ¿acaso la vida “libre” y “plena” es, para el católico, la de quien ha satisfecho sus reivindicaciones, sobre todo las materiales, o bien la de quien quiere hacer en todo la voluntad de Dios, según las enseñanzas de Nuestro Señor, y que, en consecuencia, lleva una vida que no es “libre” ni “plena” a los ojos del mundo, aunque sí lo es a los de Dios? La visión optimista del hombre induce al concilio a dar una definición acatólica del hombre universal o “persona humana integral”: «queda en pie para cada hombre el deber de conservar el concepto de persona humana integral, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido saneados y elevados maravillosamente en Cristo» (GS § 61). Este retrato carece de trabazón lógica, porque la inteligencia, la voluntad y la conciencia son facultades del hombre antes que valores, mientras que la fraternidad no puede ser más que un valor, y, con todo y eso, se las pone a todas en el mismo plano. Pero ¿dónde está el valor cristiano por excelencia, la caridad? ¿Dónde la humildad, la obediencia, el espíritu de sacrificio, el deseo de complacer a Dios en todo? Y se afirma de nuevo que Jesús vino a “elevar” al hombre, “saneando” sus cualidades, es decir, limpiándolas de toda imperfección, cuando, por el contrario, Él no se encarnó para exaltar nuestras cualidades, sino para curar nuestras enfermedades, a fin de que pudiésemos limpiar nuestras almas por la fe en Él: «no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mc 2, 17).
1.7 La interpretación del proceso histórico que estaba por aquel entonces en vías de realización (eso se pensaba) como un proceso tendente a la unidad del género humano (cf. supra § 2.7), a cuyo término se disolverían las naciones: «La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas» (GS § 5: Consortionis humanae sors una efficitur et non amplius inter varias velut historias dispergitur).
¿Han confirmado los hechos tamaña asunción de la “filosofía de la historia” del Vaticano 2? A primera vista parece que sí, en este annus Domini del 2025. Con eso y todo, han de efectuarse algunas precisiones:
1) La unificación socio-económica del género humano estaba tomando cuerpo gracias al desarrollo material de la ciencia, de la técnica y de la economía, con el concurso de la cultura de masas; un desarrollo que hoy parece haber desembocado, en fin de cuentas, en una especie de forma económica universal representada por el llamado “mercado global”, es decir, por el capitalismo en su forma peor, la ultraliberal y especulativa, un monstruo económico y financiero que ningún Estado logra ya controlar.
2) La forma política universal de este proceso (una vez agotada la utopía comunista) se ha consolidado en la democracia de masas, la de los “derechos humanos”, corrupta y corruptora, que gravita sobre nuestros hombros de la manera que sabemos, enemiga de todas las verdades del cristianismo.
3) Se trata de un proceso artificioso, provocado conjuntamente por la avidez humana llevada al extremo, por la política de poder de ciertas naciones y por la adhesión de la Iglesia a las ideas del siglo, no por el deseo natural de los pueblos, no por las exigencias políticas y económicas objetivas.
4) Tal proceso, con todos sus males, estaba aún en estado embrionario a principios de la década de los sesenta, dominados por el dualismo de democracia y comunismo y por la contraposición frontal de los denominados “bloques”. Si el concilio hubiera condenado ese proceso, es casi seguro que no habría cobrado éste las dimensiones cuantitativas y cualitativas que están hoy a la vista de todos. En efecto, la adhesión a él por parte de la jerarquía contribuyó poderosamente a la denominada “unificación del género humano”, y que la Iglesia “conciliar” se ha convertido hoy en uno de los factores que concurren a mantener la artificiosa “unidad” del género humano.
5) Que esta unidad sea, en realidad, nada más que pura apariencia lo demuestra el hecho de que le ha permitido al islam, enriquecido gracias al petróleo, reanudar su ofensiva a escala mundial, penetrando sólidamente en todos los países (los europeos en particular), en los cuales ha implantado multitud de colonias fuertes, compactas y agresivas; por manera que el dualismo político de la época de los “bloques” se ha renovado, peor pues de manera más insidiosa, con el enemigo muy dentro de los muros y sin declaraciones de guerra, o, por mejor decir, bajo las banderas de la paz, de la unidad, de la fraternidad y de los “derechos humanos”. El islam, que identifica religión y política, es constitucionalmente impermeable a toda forma de democracia, y considera deber “religioso” suyo conquistar todo el mundo para Alá y Mahoma. Del otro lado, el género humano “unificado” en la paz, en el progreso material, en la democracia, es un género humano abierto, como nunca lo estuvo en el pasado, a la conquista islámica (sin excluir la hipótesis de un regreso súbito del comunismo, dado el carácter ambiguo de la adhesión de Rusia a la “democracia”).
6) La constatación de la imposibilidad de diversificación del género humano “en varias historias dispersas”, verdadera en apariencia, no es de recibo en realidad, sobre todo desde el punto de vista católico, por el mero hecho de que la Iglesia tenía y tiene el deber de preocuparse ante todo de las naciones y sociedades católicas, de defender su individualidad, tanto en el plano de los principios cuanto en el político en sentido estricto, por lo que le corre la obligación de procurar que su historia sea tan “diversa” cuanto sea posible de la del resto del mundo, que le es hostil. En otras palabras: el mantenimiento y la defensa de la individualidad nacional católica exige el reconocimiento del derecho a una historia “diversa”, que, por poner un ejemplo, Dios omnipotente le garantizó siempre al antiguo Israel, pese a lo frágil y pequeño que era, mientras observó fielmente sus mandamientos; exige el reconocimiento del derecho a construir una sociedad conforme con los principios del cristianismo, un derecho del cual el concilio no habla jamás porque optó por la llamada sociedad “pluralista” (GS § 75; Gravissimum Educationis § 67).
Continuará...
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