ANÁLISIS DE TODOS LOS DOCUMENTOS DEL VATICANO 2. (Parte 18) ERRORES CONCERNIENTES A LA INTERPRETACIÓN DEL SIGNIFICADO DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO (cont.)

 




1.3 El aprecio injustificado que se hace de los “derechos humanos” y de las batallas que en pro de éstos se estaban librando ya en tiempos del concilio: «El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y la afirmación crecientes de sus derechos.[...] La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre [iura hominum] y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe lograrse, sin embargo, que este movimiento quede imbuido [imbuendus] del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autoridad [por la ley divina; n. de la r.]» (GS § 41).



Sabemos que los denominados “derechos humanos” no son lo mismo que los “derechos naturales” admitidos por la santa Iglesia siempre y necesariamente. En efecto, estos últimos vienen de Dios; los primeros, en cambio, del hombre: se fundan en la idea (no cristiana) de la autosuficiencia y de la perfección intrínseca del hombre en cuanto hombre, previo al rechazo del dogma del pecado original.



«El género humano se gobierna por dos leyes: el derecho natural y la costumbre. Derecho natural es el que se contiene en las Escrituras Sagradas y en el Evangelio» (Decret. Grat.). El precepto fundamental de la ley o derecho natural es «haz el bien y evita el mal» (S. Th. IIª IIª, q. 94, a. 2): un precepto ético de origen divino, comprendido y asumido a la perfección por la recta ratio, puesto como fundamento de la observancia del Decálogo y de todas las relaciones jurídicas naturales y positivas, hasta el punto de que cada uno de los derechos (iura) deben tener siempre por objeto «lo que es justo» (ius est objectum iustitiae, S. Th. IIª-IIª, q. 57, a.1) (justo según el orden moral establecido por Dios –por la lex eterna y divina– y confirmado por la revelación y la enseñanza de la Iglesia, no según las opiniones personales y los deseos de los hombres).



Los denominados “derechos humanos”, en cambio, se afirman por parte del sujeto como aspiraciones universales a la adquisición y al gozo de todo lo que el sujeto (el Hombre) desea porque lo considera conforme a su dignidad de individuo (un individuo que se considera a sí propio autosuficiente moral e intelectualmente, capaz de determinar por sí solo lo justo y lo bueno). Y entre estos “derechos” figura en primer lugar, como no podía ser menos, el derecho a la felicidad, sancionado en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. Su reivindicación adopta a menudo, por la fuerza misma de las cosas, formas extremistas, facciosas, francamente violentas: expresan en realidad la voluntad de poder y el instinto de engaño, individuales y colectivos, que caracterizan señaladamente el vivir incívico y corrupto de nuestro tiempo.



¿De qué manera el concilio “imbuyó” de espíritu evangélico al movimiento en pro de los derechos humanos? ¿Ratificando acaso las enseñanzas de la Iglesia sobre la ley y el derecho naturales? ¡Ni por asomo! Se propuso, por el contrario, conferir a los denominados “derechos humanos” una plataforma ideológica católica constituida por la doctrina falsa, ya citada, al decir de la cual la dignidad humana es altísima y sublima porque deriva, en primer lugar, de la unión de Cristo con todo hombre en virtud de la encarnación de Aquél, y, en segundo lugar, del hecho de que la redención de verificó para todos en el pasado: «pero sólo Dios, que creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado [atque a peccato redemit], es quien puede dar respuesta cabal a estos problemas [los planteados por el desarrollo de la personalidad y por la afirmación de los derechos humanos; n. de la r.] […] El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace también más hombre [et ipse magis homo fit]» (GS § 41 cit.) (pero ¿no fue revelado que los que siguen a Nuestro Señor, en fe y obras, reciben la potestatem filios Dei fieri [potestad de convertirse en hijos de Dios] (Jn 1, 12)? ¡Ahora se nos dice, en cambio, que se hacen “más hombres”! Si esto no es signo de inversión doctrinal, ¿qué puede serlo?



Nótese bien: el concilio, en lugar de combatir la idea errónea de una dignidad superior del hombre en cuanto hombre (que deriva de aquella otra, igual de errada, que postula la perfección y autosuficiencia intrínsecas de éste), ¡la refuerza atribuyendo al hombre en cuanto tal, a todo hombre, una redención objetiva y anónima por obra de Cristo! De suerte que no es el movimiento en pro de los “derechos humanos” el que se “imbuye” del espíritu evangélico: este último, tal y como lo interpreta el ala progresista del concilio, es el que se imbuye del espíritu destructivo e impugnador del movimiento pro “derechos humanos”.



                                            




1.4 La estimación y aprecio que se hace de la cultura, identificada, sin más, con la noción neo-iluminista y cientificista de la corriente que en aquel tiempo incluía la exaltación de la “conquista del cosmos”; una estimación que conduce al concilio a elogiar sin rodeos la cultura de masas, entonces en sus comienzos, en tanto que “humanismo” nuevo: «Con la expresión "cultura", en general, se indica todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter al mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, etc.», y se propone como fin último servir «de provecho a muchos; más aún, a todo el género humano» (GS § 53). El concilio ve con satisfacción la emergencia de «una forma de cultura más universal», que, con la contribución de la “cultura de masas”, «promueve y manifiesta la unidad del género humano» (GS § 54), de suerte que se puede decir que está naciendo un “nuevo humanismo”, proclive a la “unificación del mundo”, un humanismo a la altura de «la tarea que se nos ha impuesto de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia» (GS § 55).



Parecen frases sacadas de las actas o de los carteles de cualquier sociedad masónica-mazziniana del pasado. No cabe imaginar una valoración más errónea, más alejada de la realidad, que ésta: ¡Considerar la “cultura de masas” nada menos que como artífice de un nuevo humanismo! (¡ella, que ha sido y sigue siendo uno de los rasgos característicos de la barbarización de nuestras costumbres porque ha destruido toda cultura verdadera, conduciéndonos al triste predominio de lo “políticamente correcto”!).



Y llegamos a la mala pastoral. ¿Qué deben oponer los católicos a esta “cultura” laicista (el peor de cuyos aspectos es el único encarado por el Vaticano 2, todo hay que decirlo), una “cultura” cuyo desarrollo el concilio lo juzgaba pleno y positivo? ¿Acaso su visión del mundo, fundada en lo sobrenatural? De ninguna manera, porque «se ha de desarrollar hoy la cultura humana de tal manera, que cultive equilibradamente a la persona humana íntegra…» (GS § 56). La “cultura” es antropocéntrica. Y los católicos deberán abrirse a esa cultura, cooperar con ella, habida cuenta de «la importancia de la obligación que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano» (GS § 57). Deberán batirse por una cultura «de conformidad con la dignidad de la persona, sin distinción de origen, sexo, nacionalidad, religión o situación social» (GS § 60). Se trata del tipo de cultura programado por la ONU y sus instituciones, en la cual no pueden por menos de desaparecer los rasgos característicos de la noción católica de cultura.



En relación con lo anterior, el concilio asegura que se debe aspirar a construir “el hombre universal”, educado mediante la “cultura universal”; por eso, los cristianos deben “imbuir de espíritu humano y cristiano” «las actividades culturales colectivas propias de nuestro tiempo» (GS § 61). Esta idea se repite en los textos del concilio: Lumen Gentium § 36 afirma, como se ha visto, que los fieles seglares deben cooperar «al progreso universal en la libertad humana y cristiana». A lo humano, pues, se lo pone en el mismo plano que a lo cristiano, y hasta por encima, porque la colaboración en el diálogo con el mundo –que constituye ahora la misión especial– se fundamenta obviamente en los valores humanos, a los cuales deben adaptarse los valores cristianos. El decreto sobre el apostolado de los seglares (Apostolicam Actuositatem § 27) asevera que «los valores comunes humanos exigen también no rara vez la cooperación con quienes no llevan el nombre cristiano, pero reconocen estos valores», los cuales, pues, han de unir a los hombres por encima de las religiones, tal y como lo quiere la religión de la Humanidad.



                             



1.5 El aprecio que se profesa al denominado “derecho a la información”, es decir, «a la obtención y divulgación de noticias», con base en una valoración utópica de sus ventajas: «el intercambio público y puntual de noticias sobre acontecimientos y cosas facilita a los hombres un conocimiento más amplio y continuo de la actualidad, de modo que puedan contribuir eficazmente al bien común y al mayor progreso de toda la sociedad humana» (Inter Mirifica § 5).



La experiencia se ha encargado de demostrar que nada de eso corresponde a la verdad: el bombardeo cotidiano de noticias de todo tipo por parte de los medios de comunicación de masas no ha producido en absoluto, en el grueso de los individuos, “un conocimiento más amplio y continuo de la actualidad”, capaz de “contribuir eficazmente al bien común y al mayor progreso de toda la sociedad humana”; ha producido, por el contrario, una especie de saturación mental y la consiguiente tendencia generalizada al embotamiento de la capacidad de discernir, de comprender efectivamente el significado de los hechos, los cuales, entre otras cosas, se olvidan con la misma rapidez con que se conocieron. Ya en tiempos del concilio se comprendía que el circo planetario de la información es, en resumidas cuentas, una gran fábrica de nada.



1.6 La valoración optimista del hombre (como si su inteligencia y su voluntad no estuviesen heridas por el pecado original), que se muestra casi en cada artículo de la Gaudium et Spes, carece de cualquier conexión con la realidad, porque vuelve a proponer de hecho la idea acristiana y utópica de un hombre bueno por naturaleza, de un género humano naturaliter lleno hasta rebosar de los mejores sentimientos.



El hombre de la GS (§§ 4-11) aparece ocupado en ejercer su inteligencia y voluntad con solas sus fuerzas, en investigar los signos de los tiempos y escrutarse a sí propio, en comprender y conquistar la naturaleza, en tomar conciencia positiva de su “dignidad”, de sus “derechos”, limitado como mucho por las “contradicciones” provocadas por el desarrollo social. Nunca se dice que hay también en él una tendencia radical al mal, que entenebrece su juicio y desvía su voluntad, razón por la cual no puede darse un juicio claro ni una voluntad recta sin ayuda de la gracia («sin mí no podéis hacer nada»: Jn 15, 5). Y no se dice tal verdad porque lo sobrenatural está excluido de hecho del “humanismo” propugnado por el Vaticano 2, cuyo optimismo nos brinda una imagen azucarada, retórica y falsa del hombre y de sus aspiraciones. Párese mientes en este pasaje: «las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual» (GS § 9). Una imagen tan edificante, tan “políticamente correcta”, de las reivindicaciones individuales y sociales, efectuadas por lo común en nombre de los “derechos humanos”, olvida la realidad, es decir, el hecho de que, además de “una vida plena y de una vida libre” (expresión vaga, por otra parte), las personas y los grupos sociales anhelaban y anhelan el poder, el dominio sobre los otros, el goce, el imponerse y el mandar, el vengarse de las ofensas sufridas, reales o presuntas. Por otro lado, ¿acaso la vida “libre” y “plena” es, para el católico, la de quien ha satisfecho sus reivindicaciones, sobre todo las materiales, o bien la de quien quiere hacer en todo la voluntad de Dios, según las enseñanzas de Nuestro Señor, y que, en consecuencia, lleva una vida que no es “libre” ni “plena” a los ojos del mundo, aunque sí lo es a los de Dios? La visión optimista del hombre induce al concilio a dar una definición acatólica del hombre universal o “persona humana integral”: «queda en pie para cada hombre el deber de conservar el concepto de persona humana integral, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido saneados y elevados maravillosamente en Cristo» (GS § 61). Este retrato carece de trabazón lógica, porque la inteligencia, la voluntad y la conciencia son facultades del hombre antes que valores, mientras que la fraternidad no puede ser más que un valor, y, con todo y eso, se las pone a todas en el mismo plano. Pero ¿dónde está el valor cristiano por excelencia, la caridad? ¿Dónde la humildad, la obediencia, el espíritu de sacrificio, el deseo de complacer a Dios en todo? Y se afirma de nuevo que Jesús vino a “elevar” al hombre, “saneando” sus cualidades, es decir, limpiándolas de toda imperfección, cuando, por el contrario, Él no se encarnó para exaltar nuestras cualidades, sino para curar nuestras enfermedades, a fin de que pudiésemos limpiar nuestras almas por la fe en Él: «no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mc 2, 17).



                            




1.7 La interpretación del proceso histórico que estaba por aquel entonces en vías de realización (eso se pensaba) como un proceso tendente a la unidad del género humano (cf. supra § 2.7), a cuyo término se disolverían las naciones: «La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas» (GS § 5: Consortionis humanae sors una efficitur et non amplius inter varias velut historias dispergitur).



¿Han confirmado los hechos tamaña asunción de la “filosofía de la historia” del Vaticano 2? A primera vista parece que sí, en este annus Domini del 2025. Con eso y todo, han de efectuarse algunas precisiones:

1) La unificación socio-económica del género humano estaba tomando cuerpo gracias al desarrollo material de la ciencia, de la técnica y de la economía, con el concurso de la cultura de masas; un desarrollo que hoy parece haber desembocado, en fin de cuentas, en una especie de forma económica universal representada por el llamado “mercado global”, es decir, por el capitalismo en su forma peor, la ultraliberal y especulativa, un monstruo económico y financiero que ningún Estado logra ya controlar.


2) La forma política universal de este proceso (una vez agotada la utopía comunista) se ha consolidado en la democracia de masas, la de los “derechos humanos”, corrupta y corruptora, que gravita sobre nuestros hombros de la manera que sabemos, enemiga de todas las verdades del cristianismo.


3) Se trata de un proceso artificioso, provocado conjuntamente por la avidez humana llevada al extremo, por la política de poder de ciertas naciones y por la adhesión de la Iglesia a las ideas del siglo, no por el deseo natural de los pueblos, no por las exigencias políticas y económicas objetivas.


4) Tal proceso, con todos sus males, estaba aún en estado embrionario a principios de la década de los sesenta, dominados por el dualismo de democracia y comunismo y por la contraposición frontal de los denominados “bloques”. Si el concilio hubiera condenado ese proceso, es casi seguro que no habría cobrado éste las dimensiones cuantitativas y cualitativas que están hoy a la vista de todos. En efecto, la adhesión a él por parte de la jerarquía contribuyó poderosamente a la denominada “unificación del género humano”, y que la Iglesia “conciliar” se ha convertido hoy en uno de los factores que concurren a mantener la artificiosa “unidad” del género humano.


5) Que esta unidad sea, en realidad, nada más que pura apariencia lo demuestra el hecho de que le ha permitido al islam, enriquecido gracias al petróleo, reanudar su ofensiva a escala mundial, penetrando sólidamente en todos los países (los europeos en particular), en los cuales ha implantado multitud de colonias fuertes, compactas y agresivas; por manera que el dualismo político de la época de los “bloques” se ha renovado, peor pues de manera más insidiosa, con el enemigo muy dentro de los muros y sin declaraciones de guerra, o, por mejor decir, bajo las banderas de la paz, de la unidad, de la fraternidad y de los “derechos humanos”. El islam, que identifica religión y política, es constitucionalmente impermeable a toda forma de democracia, y considera deber “religioso” suyo conquistar todo el mundo para Alá y Mahoma. Del otro lado, el género humano “unificado” en la paz, en el progreso material, en la democracia, es un género humano abierto, como nunca lo estuvo en el pasado, a la conquista islámica (sin excluir la hipótesis de un regreso súbito del comunismo, dado el carácter ambiguo de la adhesión de Rusia a la “democracia”).


6) La constatación de la imposibilidad de diversificación del género humano “en varias historias dispersas”, verdadera en apariencia, no es de recibo en realidad, sobre todo desde el punto de vista católico, por el mero hecho de que la Iglesia tenía y tiene el deber de preocuparse ante todo de las naciones y sociedades católicas, de defender su individualidad, tanto en el plano de los principios cuanto en el político en sentido estricto, por lo que le corre la obligación de procurar que su historia sea tan “diversa” cuanto sea posible de la del resto del mundo, que le es hostil. En otras palabras: el mantenimiento y la defensa de la individualidad nacional católica exige el reconocimiento del derecho a una historia “diversa”, que, por poner un ejemplo, Dios omnipotente le garantizó siempre al antiguo Israel, pese a lo frágil y pequeño que era, mientras observó fielmente sus mandamientos; exige el reconocimiento del derecho a construir una sociedad conforme con los principios del cristianismo, un derecho del cual el concilio no habla jamás porque optó por la llamada sociedad “pluralista” (GS § 75; Gravissimum Educationis § 67).



                                


Continuará...



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ANÁLISIS DE TODOS LOS DOCUMENTOS DEL VATICANO 2. (Parte 17) ERRORES CONCERNIENTES A LA INTERPRETACIÓN DEL SIGNIFICADO DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO

 



12. ERRORES CONCERNIENTES A LA INTERPRETACIÓN DEL SIGNIFICADO DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO


12.0 El concilio atribuye a la humanidad de su tiempo la formulación ansiosa de preguntas sobre sí propia y sobre sus mayores problemas: «En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad» (Gaudium et Spes § 3). Estos conceptos se repiten, por ejemplo, en GS § 10: «[…] ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía?, etc.».



En realidad, casi nadie se formulaba en aquellos años preguntas de la hondura de “¿qué es el hombre?”, ni se planteaba problemas metafísicos tan profundos. El comunismo y sus aliados de la izquierda (de todos los matices) estaban desatando una ofensiva en todos los frentes por aquel entonces; la Unión Soviética, la China de Mao y Cuba era los modelos; el marxismo hacía estragos en las universidades, en las escuelas, en toda la cultura, inoculando, junto al hedonismo propugnado por la sociedad de consumo y las subculturas emergentes (p. ej., la denominada “de la droga” y la “hippy”), el espíritu revolucionario que dio vida en Europa y América, a ejemplo de los “guardias rojos” chinos (1966), a los vastos movimientos estudiantiles del 1966-1968 y otros, menos de tres años después de la clausura del concilio. Se consideraba resuelto el problema del hombre a la luz de la utopía revolucionaria. El hombre debía considerarse el producto del ambiente, de la historia: la inversión marxista de la praxis pondría las cosas en su sitio creando un hombre nuevo, liberado de todos sus defectos, de todas las contradicciones. También los que buscaban definir al hombre en su individualidad, recurriendo a las frágiles y confusas categorías del existencialismo y del psicoanálisis, terminaban siempre por hallar en el marxismo, y, por ende, en la revolución social, la solución del problema del Hombre. Éste era “el humanismo” entonces dominante.



                                  




Los años sesenta del siglo XX se recuerdan hoy unánimemente como los años en que, tras los todavía “gazmoños” años cincuenta (no exentos, empero, de los bramidos de aquel hedonismo que había hecho su aparición en firme en la primera postguerra), comenzó finalmente la denominada emancipación de la mujer, la “liberación sexual”; en que principió un impulso destructivo generalizado en el campo político, económico y de las costumbres, el cual, si bien se mira, continúa todavía. Fueron los años del “movimiento estudiantil” y de la “impugnación” organizada y sistemática del principio de autoridad en todas sus formas.



La tempestad estaba madurando cuando empezó el Vaticano 2, y se encontraba ya a las puertas cuando se concluyó. Pero el concilio no tuvo la menor intuición de ella; en efecto, ¿qué dice la GS sobre los jóvenes? «El cambio de mentalidad y de estructuras provoca con frecuencia un planteamiento nuevo de las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre los jóvenes, cuya impaciencia, e incluso a veces angustia, los lleva a rebelarse. Conscientes de su propia función en la vida social, desean participar rápidamente en ella» (GS § 7). ¡De qué manera el grueso de la juventud iba a querer “participar rápidamente” en la vida social se vería de allí a poco, a menos de tres años!



Para proteger a la juventud de las seducciones del siglo, el concilio habría debido condenar ante todo las doctrinas falsas dominantes, desde el existencialismo al psicoanálisis, al marxismo, etc. Pero, en cambio, con el abandono de la distinción entre naturaleza y gracia, con la elaboración de una nueva religión “social” y “humana” –abierta necesariamente a todos los valores del mundo, sin excluir los característicos del “humanismo” de los revolucionarios–, con el llamamiento a los “hombres nuevos”, «creadores de una nueva humanidad» –que crece gracias a la afirmación de los “valores” del progreso, la libertad, del Hombre (GS §§ 30 y 39)–, con la adopción de una visión naturalista del reino de Dios, el concilio contribuyó a las turbaciones revolucionarias que se manifestaron en breve, como para burlarse del optimismo y del triunfalismo con que había querido celebrar al Hombre y al Mundo. Ya había contribuido antes a ellas al derribar el bastión representado por la doctrina perenne de la Iglesia y la pastoral sana, revelándose así a muchos, tanto católicos cuanto acatólicos, como una componente del movimiento revolucionario: una parte considerable de la catolicidad, comenzando por la misma iglesia jerárquica, se había implicado en la “impugnación”, en el sentido amplio del término, y se había dejado arrastrar por ella.



                                             




1.1 La afirmación sorprendente según la cual el hombre “descubre” hoy «paulatinamente las leyes de la vida social [leges vitae socialis], y duda sobre la orientación que a ésta se debe dar» (GS § 4). Nos gustaría saber de qué leyes se trata. La “vida social”, en la última parte del siglo XX, involucionó cada vez más en sentido hedonista y anticristiano, gracias también a los grandes progresos de la ciencia y de la técnica, y a la consiguiente extensión de un bienestar material sin precedentes. ¿Hemos de pensar que sucedió tal cosa a consecuencia del “descubrimiento” progresivo de las “leyes de la vida social”, poco conocidas hasta entonces? (¿poco conocidas también para el magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos, como es lógico suponer?). Puesto que el concilio se deshizo en elogios al desarrollo, al progreso, a las “conquistas de la humanidad” (Lumen Gentium § 36; GS §§ 5, 34 y 39; etc.), y dado que lo único que le preocupaba era que concurrieran a la unidad del género humano y que se verificaran respetando los “derechos humanos” (GS § 4 cit.), ¿tenemos que pensar que eran éstos los valores encarnados en las “leyes” paulatinamente “descubiertas”, valores y leyes que constituyen, al parecer, las “leyes de la vida social”, valores o leyes concebidos de algún modo en antítesis con la realeza social de Cristo?




Por otra parte, en la década de los sesenta del siglo XX no había la menor sombra de “duda” sobre la orientación que debía darse a la “vida social”: el desarrollo de ésta mostraba en Occidente una tendencia decidida a la denominada sociedad de consumo, con todos sus engranajes; las masas, seducidas por los eslóganes revolucionarios, presionaban para participar también ellas en el banquete del bienestar, que se adivinaba opíparo, como nunca se había visto antes. A quien recuerde bien aquellos años, la frase siguiente le sonará más falsa que a Judas: «Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a compaginarlos con exactitud, al mismo tiempo, con los nuevos descubrimientos. La inquietud los atormenta, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo» (GS § 4 cit.). El único miedo auténtico, la única angustia verdadera en Occidente, Oriente Medio y Asia la provocaba el comunismo, a causa del imponente poderío militar de la Unión Soviética y de China y de su acción subversiva a escala mundial, que se servía de la labor insidiosa de los partidos comunistas, quienes mantenían a algunos países, en los cuales habían llegado a ser muy fuertes (Italia, p. ej.), bajo el chantaje permanente de la guerra civil, impedida sólo –era ésta la impresión general– por la presencia militar de la OTAN y los EE. UU de América).



                                       




1.1 La perspectiva equívoca desde la cual se quieren “purificar” los valores del mundo para llevarlos a Cristo de nuevo: «El concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan de la mayor consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria [valde boni sunt], pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación» (GS § 11).



¿De qué “valores” se trata? Ya lo intuimos. GS § 39 hace referencia a ellos, al paso que quiere hacernos creer, como ya sabemos (cf, supra, secc. 6ª), que los volveremos a hallar, “purificados”, en el reino de Dios («volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados»): la «dignidad humana, la unión fraterna y la libertad», que se subordinan a las exigencias del «progreso universal en la libertad humana y cristiana» (LG § 36 cit.). Pero procede observar al respecto:


1) No es de recibo que tales valores laicistas posean “una bondad extraordinaria”. El ideal puramente laicista del progreso, que incluye la noción de una educación del género humano por obra de sola la razón y exalta la felicidad y el bienestar terrenales, es anticristiano hasta la médula, por lo que no puede ser bueno ni óptimo; tampoco pueden serlo la “dignidad humana”, la “fraternidad universal” o “la libertad”, dado que todas tres integran, en resumidas cuentas, el famoso trilema de la Revolución Francesa y constituyen, por ende, “derechos humanos” concebidos bajo el influjo del deísmo y del racionalismo característicos de la filosofía masónico-iluminista, que inspiró las célebres Cartas de Derechos, las de los llamados “Principios Inmortales”.


2) la afirmación según la cual tales valores son “buenos”, pero “sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación”, es fruto de un error difundido entre los católicos liberales y sus herederos, los modernistas y neomodernistas, quienes afirman que dichos valores, como se dijo a propósito de la Revolución Francesa, «son el desarrollo de las ideas cristianas, que esperaban se las desarrollara, pero que no fueron reconocidas como tales en seguida, en el acto mismo del desarrollo» (Romano Amerio, Iota Unum, Salamanca, 1996, párrafo 21).


En hecho de verdad, la libertad, la igualdad y la fraternidad laicistas son una distorsión de sus homónimas cristianas, porque provienen de una visión del mundo basada sólo en el hombre, concebido como un ser privado de la mancha de la culpa original, esto es, se basan en el hombre todo ensalzado y soberbio; de ahí que los valores de marras se contrapongan ex sese a sus homónimos cristianos, a los que niegan y atacan por todos los medios (por no mencionar el ideal del progreso, que de cristiano no tiene ni el nombre). En efecto:


a) La libertad del cristiano es interior y viene de la fe en Cristo (Jn 8, 31-32), nada tiene que ver con la libertad como autodeterminación absoluta del individuo en todas sus elecciones, en ausencia de toda ley, de toda constricción (libertas a coactione), que constituye le fundamento de la democracia contemporánea y de los llamados “derechos humanos”. Y a ésta precisamente, a la libertad-valor laicista, es a la que se refiere el concilio de continuo.



                                           



b) Que todos seamos hermanos (la fraternidad universal) se comprende harto bien desde el punto de vista cristiano, porque todos procedemos de nuestro Creador, Dios Padre; dicha fraternidad presupone la fe en la Santísima Trinidad y se alimenta de amor al prójimo (amado, empero, por amor a Dios, no por su presunta “dignidad humana” de ninguno de nosotros, visto que nacemos manchados por el pecado y que somos todos pecadores) (v. supra, secc. 5ª). De ahí que la fraternidad cristiana nada tenga que ver con la fraternidad de tipo político, fundada en la ideología igualitaria, que asola el mundo desde las Revoluciones Americana y Francesa en adelante, y que constituye el fundamento también de la democracia contemporánea.



c) Con esto se ha dicho también todo lo que debía decirse del valor eminentemente político representado por la igualdad laicista, que nada tiene en común con la igualdad tal y como la entienden los cristianos, para quienes la igualdad es la de todos nosotros, pecadores, frente a Dios, y la de los cristianos mismos frente a las promesas de Ntro. Señor, gracias a las cuales fueron todos instituidos “coherederos” en potencia del reino (Ef 3, 6).



La libertad, la igualdad y la fraternidad son, en sentido cristiano, valores principalmente religiosos, fundados en la verdad revelada. Los mismos valores, como los entiende el mundo, son principalmente políticos, fruto del deísmo y del racionalismo de la edad de las luces, de una visión del mundo conscientemente hostil al cristianismo. Resulta por eso ayuna de sentido la afirmación del concilio de quererlos “purificar”. ¿“Purificar” cómo? El concilio, para estar en armonía con la enseñanza de siempre, habría debido condenarlos y contraponerles la concepción auténticamente cristiana de los mismos. En realidad, no hubo “purificación” alguna: lo único que ocurrió, como hemos visto, fue el bastardeamiento de la doctrina de la Iglesia mediante su adaptación a estos valores del mundo; y ello sucedió gracias a la adopción de un concepto espurio del hombre, de su “dignidad”, de su “vocación”, sacado de una noción doctrinalmente desviada de la encarnación y de la redención (v. supra, secc. 5ª cit.). Un concepto del hombre que, en lugar de ser “purificado” de su origen laicista, introduce “el humanismo” del pensamiento revolucionario en la doctrina de la Iglesia.


Continuará...



                                     



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